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«EL RINCÓN DEL COMEDOR», UN RELATO DEL ESCRITOR LARACHENSE LEÓN COHEN
Volvamos a Larache. Cuando presentó su último libro, León Cohen se prometió a sí mismo no volver a escribir más sobre su infancia, pero, como le ocurre a todos los que crecimos en aquella ciudad inolvidable, ha caído de nuevo en la tentación. León me escribe para justificar su recaída que los relatos lo persiguen y que, por este motivo, no ha podido evitar que nazca otro más… Y me lo envía para que yo haga lo que quiera con él. El primer impulso es robárselo, me ha gustado tanto que la parte oscura del alma me empuja hacia una maldad. La otra parte, la que me domina, me dice: «siéntete orgulloso de que tus amigos se fíen de ti, tanto que incluso son capaces de enviarte sus cuentos para que los cuelgues en tu blog… Será que se sienten seguros con lo que vas a hacer con ellos, será que te tienen algo de simpatía, que te aprecien tanto como tú a ellos…» Bueno, cedo a esta segunda idea, es inevitable, y además es una manera muy cómoda de darse coba a uno mismo. En fin, que voy a hacer con el relato de León Cohen lo que me da a gana: compartirlo con todos. Y ahí os lo lanzo porque sé, pese a ese primer impulso criminal, que reconoceréis la pluma de León y que lo vais a disfrutar casi tanto como yo.
Sergio Barce, diciembre 2013
El
rincón del comedor
Está
sentada en el suelo junto a la Singer y mira a la cámara de fotos con cierta
desconfianza, mientras, nos tiene sentados a los dos hermanos en su halda. Es
con seguridad el año 1948. Está sentada en su rincón del comedor, para mí el
rincón de la memoria. En el comedor de Luna no hay nada más que una mesa y alguna silla, es un
comedor desierto, inevitablemente austero, yo agregaría que pobre, muy pobre,
donde únicamente destaca un tragaluz que aporta cierta claridad a la estancia. Luna
no necesita silla alguna, le basta y le sobra con el suelo. En ese lugar suele
coser, girando con su mano el volante de la máquina Singer, que alguno de sus
hijos le ha regalado o que ella misma habrá comprado a “dita”. En esa máquina, ella misma se cose sus blusas y
sus largas faldas, pues en aquel Larache,
que yo recuerde, no había comercios donde vendieran confeccionadas aquel tipo
de prendas tan “sui generis” que ella
usaba. La Singer constituye por lo tanto
un elemento de apoyo fundamental en su vida diaria, que además,
llena de vida el ambiente del
comedor, haciéndolo aparecer como un pequeño taller de costura.
La
recuerdo en ocasiones muy precisas, en ese mismo “su rincón”, petroleando su inmensa cabellera, para
conservar el cabello limpio de parásitos indeseables (?) o quizás para
fortalecerlo. Pero este ejercicio de limpieza tiene su protocolo: Primero se
desprende de su “mejerma” o pañuelo y luego deshace sus largas trenzas,
convirtiendo a estas en una densa y e inacabable melena, de color entre negro y
gris, todavía. Luego se mesa el pelo acariciándolo suavemente, y recorriéndolo
con sus manos. Finalmente lo impregna muy poco a poco con petróleo o producto
parecido (ese olor fuerte y
característico ha quedado en la memoria de mi pituitaria) y lo peina muy
despacio, tomándose su tiempo, de arriba
a abajo con un peine espeso, desde el
nacimiento hasta las puntas del cabello. Este proceso parece relajarla y rejuvenecerla
a un tiempo. De vez en cuando, toma del suelo su cajita de plata y esnifa un poco de rape, parece que le despeja
la cabeza al estornudar, al menos eso dice ella.
En
ese comedor come toda la familia a diario y en particular, todos los
sábados se come la dafina y la orisa. Menos mi padre, comensal austero y frugal donde
los haya, todos los demás preferimos la dafina. La orisa tiene la ventaja de
ser más liviana y más fácil de digerir, la dafina es más pesada pero bastante
más sabrosa. La primera lleva trigo principalmente, mientras que la dafina
contiene un poco de todo, desde garbanzos, patatas y batata, además de carne de
vacuno y de pollo y sobre todo los inolvidables huevos duros… Ambas comidas se
cocinan conjuntamente durante toda la noche del viernes. La orisa se cuece al
calor de la dafina, con el vapor que de esta se desprende. En casa de mi
abuela, cada uno de los comensales se prepara el plato a su manera, siguiendo
su propio protocolo: Así, mientras unos
optan por disponer de todos los componentes en el plato, para poder mezclarlos
a su antojo, otros prefieren ir por partes, comiendo primero el caldo y los
garbanzos para terminar luego con el resto de ingredientes. A esta comida
tradicional sefardí, paradigma culinario y cultural de mi educación sentimental por todo lo que
en mi memoria la rodea, dediqué estas
palabras no hace mucho.
Huele a Dafina
“Algunos sábados en mi casa, sobre todo en invierno, huele a
dafina. Quizás mi casa, sea la única en todo Algeciras que huela así. Justo
enfrente, en Gibraltar, los judíos de origen tetuaní, que conservan esta
tradición culinaria son multitud. Es un aroma peculiar que me remonta a la
primera infancia, a la casa de mi abuela Luna, a la que puedo recordar
levantándose a media noche, para añadir agua a la dafina que se cocinaba en el
anafe. También me recuerda la casa de Alo y Simy, primas de mi padre y
magníficas representantes de la cocina sefardí. Ellas dejaron parte de su
legado a mi mujer, a la que igualmente ahora, sorprendo en ocasiones los
viernes por la noche, bajando las escaleras para vigilar la dafina. Y es que,
parafraseando a Vargas Llosa, yo también tengo la suerte de tener una mujer que
lo hace todo, y todo bien. Muchos guisos tienen un olor y huelen muy bien, pero
para mí ninguno iguala al de la dafina. Porque la dafina, además de oler
como ninguno, huele a infancia, a sábado, a familia, a cariño, a Larache,
Zoco el Arba, Tetuán o Tánger. Es el olor de un pueblo y la manifestación
más genuina de una personalidad y de la continuidad de una tradición de
siglos: la del pueblo sefardita.”
Aquel
rincón del comedor, aquel trocito de
casa carente de cualquier comodidad, única propiedad de mi abuela y su lugar de costura y de
esparcimiento, aquel cuadradito de losetas blancas y negras, que ella convertía
en centro neurálgico de la casa y revestía de un halo de paz, abierto pero
íntimo, como si una cortina invisible
fijara unos límites inexistentes, sin puerta ni paredes, aquel rincón
devendría con el tiempo uno de los lugares más queridos de mi memoria. Desde ese rincón de la ternura, cuando yo era
muy niño, mi abuela Luna, bajo cuerda, me mandaba al "bakalito" de
abajo, a que me comprara un bocadillo, el día del Yom Kippur, pues ella no podía permitir que su nieto se quedara “tahanit”
(sin comer). Creo que esta anécdota he debido de contarla más de una vez, pero
hoy pienso que era esa su manera de protegerme de aquel dios de los mayores,
que parecía tener tanto poder, que nos creíamos obligados a no comer ni beber. Yo
no quería tener un padre así, porque en definitiva, qué es dios para un
niño, sino alguien muy parecido a su
padre. En fin, no he podido evitar volver a la casa de mis recuerdos, al rincón
del comedor de Luna, a ese rincón desértico y austero, pero lleno de vida y de
ternura, que siempre para mí será el rincón de mi memoria.
Diciembre
de 2013