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domingo, 20 de febrero de 2022

EL ALQUIMISTA


 10.

“Otro nuevo relato de León Cohen. El Alquimista es un bello ejercicio en el que nos trata de mostrar el proceso de creación del escritor, y consigue un efecto hipnotizador por el que nos lleva de la mano hasta un mundo en el que algunos, los que escribimos, nos reconocemos. También es, además de un relato de gran factura, una declaración de principios, un autorretrato sincero de León Cohen, en el que saca una parte importante de su interior y lo expone sin rubor. Es un texto escrito con una sinceridad elocuente, muy personal, y muy humano. Narrar como placer, narrar como instrumento para crear arte. Todo esto es El Alquimista.”  Sergio Barce, diciembre 2015 

"El Alquimista, es un ejercicio de malabarismo brillante con resultado exitoso de mezcla de química y fantasía. Gloria Nistal 


El Alquimista

“Por esto me llamo Hermes Trismegisto,  porque poseo tres partes de  la  filosofía de  todo el mundo “. De la Tabla de Esmeralda

 

Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y,  sólo a veces, elocuente.

Llevaba semanas tratando de lograr un argumento que fuera mínimamente creíble y que diera al menos para quince folios, quince folios a doble espacio, qué barbaridad, él, que nunca rebasó las tres páginas. Siempre fue parco en palabras, le gustaba decir lo imprescindible y necesario para que los demás le entendieran. Los añadidos y los tópicos le parecían florituras inútiles, que en última instancia servían sobre todo para entretener y aburrir a los sufridos interlocutores. Escribiendo le ocurría otro tanto, por eso era un admirador de los poemas de diez a quince versos, nunca más de veinte. También, y por la misma razón, había sido lector empedernido de Ramón Gómez de La Serna, La Bruyére, la Rochefoucauld y de todo aquél buen escritor capaz de resumir y concretar en frases cortas, ideas, opiniones y gustos; siempre que lo hicieran con la brillantez y la originalidad de los tres citados. Las formas, para él eran lo primero. Una banalidad bien escrita, siempre era mejor recibida por él que un pensamiento profundo expresado de manera grotesca o enrevesada. ¡Ah, las formas! ¿Qué era la educación sino la expresión y el mantenimiento de aquéllas?

Aquella noche, no estaba especialmente inspirado, pero se sentía obligado por los amigos, con los que de alguna manera se había comprometido. Y él, ni gustaba, ni podía defraudar a sus amigos. Esa concisión tan característica suya, confundía a sus interlocutores, que la interpretaban como un signo inequívoco de antipatía y de  rechazo misántropo. “Uno acaba siempre siendo el producto de las buenas o malas versiones que los demás tienen de uno “, se decía. Pero esa era otra historia...

Había intentado varios relatos que se le quedaban cortos o que no acababan de gustarle. Esta vez pretendía escribir un cuento o un relato corto que atrapara al lector desde la primera línea y que le sorprendiera, pero para conseguir ese objetivo, necesitaba inspiración, reflexión y sobre todo tiempo. Tiempo para estructurar un argumento sólido, tiempo para permitir que la inspiración emergiera y tiempo para pensar. Ciertamente se encontraba bloqueado y con muy pocas ganas de escribir,  recordó entonces,  los versos de Blas de Otero: “Porque escribir es viento fugitivo y publicar columna arrinconada”.

Cuando se daba una situación como esta, es decir, cuando se hallaba en un “impasse”, como ahora, su recurso volvía a ser casi siempre el mismo,  buscar a su viejo amigo, el alquimista. Doblemente viejo pensó L., en la  amistad y en  su avanzada edad. Alquimista, era la  manera cariñosa que L. tenía para  resaltar y resumir la erudición casi sin límites de aquel hombre que le honraba con su amistad “desde siempre”.  L. se sintió ingrato, solía tener ese extraño sentimiento de culpa cada vez que recurría a la amistad para pedirle algo, simplemente por necesidad o interés. Pensó, como siempre, que esta vez era inevitable, que su amigo y maestro le ayudaría, como siempre.  Salió de casa precipitadamente y hubo de recorrer varios kilómetros en coche hasta llegar a casa de su amigo,  que vivía con su mujer  en las afueras de la ciudad. La pareja le recibió con el cariño con que acostumbraba.  Había transcurrido bastante tiempo desde que se vieron por última vez. L. puso en antecedentes al viejo erudito y le resumió sus intenciones y sus dificultades en pocas palabras. Su amigo tampoco necesitaba explicaciones más detalladas. No hizo apenas ningún comentario, era su estilo. Primero tenía que reflexionar, sus recursos eran casi infinitos. L. conocía sus maneras y también sabía que debía ser paciente. El hombre le ofreció un café, y los tres  departieron largamente.

La  compañera de toda la vida  de su amigo,  era un ser entrañable. Educada (las personas amables y educadas se salvan y nos salvan, le había comentado en alguna ocasión, su amigo), discreta, simpática,  amable, buena conversadora y a pesar de todo, de fuerte personalidad,  con una gran capacidad de sacrificio y muy trabajadora, era,  como decía su marido, una suerte, una de esas raras personas cuyo trato y conocimiento te hacen  crecer y te mejoran. Siempre comentaba con convencimiento no exento de humor, que sin ella, él hubiera sido como mucho la mitad de lo que era. Fue una velada agradable, como siempre que se encontraban y fue bien entrada la noche cuando se despidieron.

 Su amistad databa de la Universidad, L. era un bisoño profesor colaborador cuando entró a formar parte del equipo de investigadores que  dirigía su amigo,  ya por entonces maduro catedrático. Por esas extrañas sensaciones que nunca se sabe muy bien por qué unas personas sienten al conocer a otras (“... porque era él, porque era yo “decía Montaigne),  L. y  aquel  hombre congeniaron  y  afinaron en  casi todo desde  el principio y así fue para siempre. Hasta ahora, en que uno terminaba su madurez y otro había llegado a la ancianidad. Los separaba la edad, todo lo demás los unía.  L. recordaba con precisión, una de las reflexiones de su amigo sobre el envejecimiento: “Vivir es envejecer. No podría ser de otra manera. Envejecer es coleccionar recuerdos y momentos compartidos con otros, con esos seres que por pura casualidad nos pertenecieron y a los que  pertenecimos. Esos seres que nos habitan y nos visitan por y para siempre. La ventaja de los viejos es que poseen todas las edades. En ellos conviven la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y la propia vejez. Todos somos realmente lo que ha sido nuestro pasado. El pasado de cada uno es el labrador del presente. Por eso,  creo que se puede seguir siendo bello en todos los sentidos (por fuera y por dentro)  hasta que empieza la verdadera decrepitud. Llegado ese momento, uno debiera haber aprendido a dejar su hueco para que otro lo ocupe,  sin amargura y sin miedo. También,  creo que la suerte ha de acompañarnos para alcanzar ese tiempo de despedida”.

A lo largo de tantos años de amistad y convivencia, ambos amigos habían tenido tiempo de intercambiar ideas, conocimientos, pensamientos y sentimientos. L. conservaba en un cajón de su despacho, como una de sus tenencias más apreciadas,  las que su amigo denominaba “Reflexiones de un viejo chiflado”, y que no eran sino, una declaración de principios, que reflejaba una de las múltiples facetas de la rica personalidad de aquel hombre tan sorprendente. Aquella noche, antes de acostarse, L. volvió a leer aquellas reflexiones que siempre  le sugerían  algo nuevo: 

 

Soy nada más y nada menos que un ciudadano corriente, de clase media, mi mayor virtud es la discreción, así que fíjense, apenas existo, soy como una sombra apenas esbozada. No salgo en televisión ni en los periódicos, ni siquiera me conocen la mayoría de mis conciudadanos. Sin embargo, puedo ser profesor universitario, gustarme y practicar la literatura y el ensayo, ser políglota y soñador y sobre todas las cosas puedo y quiero tener opinión, mi opinión, que nadie se moleste.  Me gusta decir o escribir lo que pienso cuando la ocasión y el interlocutor se prestan. Cosas como éstas:

·         En nombre de la tradición, la gente permanece anclada en unas formas  pasadas que poco o nada ayudan al progreso del hombre.

·         El camino de los nacionalismos acaba casi siempre en Auschwitz.

·         La autoestima y el respeto a uno mismo conducen  a la estima y al respeto hacía nuestros semejantes.

·         Si Dios existe,  como si no existe, tenemos la responsabilidad de no permitir que todo esté permitido.

·         Ningún hombre, ninguna idea, ninguna institución está por encima de nosotros.

Heredero de la cultura sefardita por parte paterna y de la sobriedad castellana por parte materna, hijo, por formación,  de la escuela republicana francesa y andaluz por vocación y sentimiento,  desprecio la incultura y la mala educación y me aburren la trivialidad y la vulgaridad. Odio la prepotencia y la  impunidad  con la que un gran número de personajillos mal versados y sin escrúpulos se pasean por la vida. Adoro la poesía y las canciones de autor, me gustan entre otros muchos y por razones distintas Salinas,  Machado,  Prévert,  Benedetti y Baudelaire. Sigo siendo fiel a Camus, a Voltaire y a Dostoievsky.  Aborrezco esta sociedad mercantilista y utilitaria donde el dinero y el consumo son los patrones de medida. Me aburre la ineficacia de los políticos  que con su verborrea ampulosa e inútil se extienden en palabras hueras desde tribunas de cartón, repitiendo sus tópicos a un auditorio mudo y sobre todo sordo. Cómo si quedara todavía alguna razón para creer. Admiro la humildad  y la naturalidad, aprecio por encima de todo la honradez, la sinceridad,  la educación y la tolerancia (en el mejor sentido de la palabra). Todos estos vocablos tienen para mí un significado singular donde no caben las medias tintas (que tampoco me gustan).  Los mentirosos, los interesados, los corruptos, es decir, la inmensa mayoría,  no me interesa. No soy un moralista, pero considero que debemos  esforzarnos en hacer de la vida algo útil para nosotros mismos y para los demás, al menos, el esfuerzo y la lucha me producen satisfacción y me justifican. Con lo aprendido y lo heredado me he construido una ética y una estética, así he podido dibujar mis límites y configurar mis principios, algunos casi (sólo casi) inamovibles que me permiten vivir en paz conmigo mismo. Por ejemplo,  una amigo o una amiga no es un trapo que uno se pone un día y otro día deja colgado en el armario, un respeto, eso, pues un respeto, es lo principal y lo secundario con los amigos. No quiero parecer fundamentalista porque no lo soy, aunque sí severo conmigo y con los demás. No tengo casi nada claro, únicamente el casi.  Aunque, repito,  hay cosas que están mal porque sí, como la pena de muerte, las dictaduras duras y las blandas, el coartar la libertad de los demás, la falta de generosidad, el no comprometerse, la falta de respeto o de coherencia.

Lo que he perdido en espontaneidad,  lo he ganado en prudencia. El proverbio árabe dice: “La primera vez que tú me engañes, la culpa es tuya, la segunda vez,  la culpa es mía “, yo estoy en la tercera, aquella en la que ya nadie va a engañarme ni nadie va ser culpable de nada. En el camino se han quedado algunos de mis seres queridos, algunos amores hechos de humo  y  algunas  amistades  de papel (mojado). Permanecen  los recuerdos y las heridas de la memoria. Ahora soy  dueño de mis miserias y conocedor de las ajenas. Ahora camino en paz, sobrevolando un pasado ingenuo  y desafiando un futuro sin sorpresas. Por fin, me reconozco como un hombre que lleva en su mochila una pequeña dosis de sabiduría.

Sé que ninguna verdad es absoluta,  creo haber alcanzado el cinismo absoluto de los pensadores griegos. Ya no soy capaz de imaginar a Sísifo feliz. Por principios y por educación he aprendido a arrastrar mi piedra hasta arriba, a sabiendas de que nada ni nadie me esperan. Ni aplausos, ni sollozos, ni solidaridad. Mi soledad y algún que otro cariño   incondicional me acompañan (que no es poco). Las aspiraciones de alguien ambicioso, entiéndaseme, con la simple y llana ambición de ser, nada más y nada menos, siempre quedan a medio camino, inacabadas. Extranjero en un mundo hostil, incomprendido, uno se siente solo, incluso mejor solo. Baudelaire manifestaba su desdicha y parecía lanzar una plegaria al Gran Ausente: “Seigneur mon Dieu, laissez moi faire quelques beaux vers qui me prouvent  à moi même que je ne suis pas le dernier des mortels,  que je ne suis pas inférieur à ceux que je méprise”( “ Señor, Dios mío, permíteme hacer algunos bellos versos que me demuestren que no soy el último de los mortales, que no soy inferior a aquellos que deprecio”). Prefiero mi soledad infinita,  como Cioran o Musset: “Si le ciel nous laissa como un monde avorté, le juste opposera le dédain à l’absence et ne répondra que par un froid silence au silence éternel de la divinité “(“Si el cielo nos dejó como un mundo abortado, el justo opondrá su desdén a la ausencia y sólo responderá por un silencio frío al silencio eterno de la divinidad”).  

Ahora por fin, vivo en el “escepticismo global”, pocas cosas  me entusiasman (mi nieto, por fin un cariño sin reglas y sin condiciones, aquél que tiene lugar desde la distancia que une una vida nueva con otra en declive), pero ya  nada ni nadie  me desilusiona. Me hallo en la misma orilla que Voltaire o La Rochefoucauld. Por último, quiero creer que quizás todavía hay una puerta abierta  que conduce hacía África, hacía los sin tierra, donde aún debe quedar algún resto de dignidad y de inocencia”.

 Podría pensarse al leer estas líneas, que el desencanto de los años vividos,  habían labrado en el viejo  amigo de L. un cierto pesimismo. Éste  fue sin embargo siempre,  y seguía siéndolo,  un optimista convencido con un acusado sentido del humor. No hay que confundir pesimismo con clarividencia. De su personalidad destacaban, un elevado concepto de la amistad, una gran coherencia en sus actos,  y un  profundo sentido de la disciplina en su trabajo como docente y como investigador,  acompañado de  una  vocación sin límites. Además, el paso del tiempo había limado las esquinas de un carácter temperamental y de un estilo necesariamente demasiado directo en ocasiones  que a lo largo de su vida le había acarreado algunas enemistades.

 

Habían transcurrido exactamente tres días,  cuando  el viejo sabio llamó a  nuestro personaje. Éste escuchó con suma atención la sugerencia, la inaudita y a primera vista escandalosa sugerencia de su amigo,  que le estaba proponiendo la, en principio, descabellada idea de aplicar sus conocimientos de química a la escritura, según una milenaria receta alquimista que describía un procedimiento infalible para elaborar un cuento,  relato,  poema o  novela. Antes de proseguir, el viejo profesor hizo algunas reflexiones en voz alta que L. siempre recordaría. : “¿Qué son las palabras,  sino una secuencia de caracteres dispuesta al azar a la que el hombre en los albores de la historia le dio un sentido? Cada idioma posee su propia secuencia y los mismos caracteres dispuestos de una u otra manera cobran sentido según el idioma de que se trate. Con las palabras, una vez creadas y almacenadas en la memoria ocurre otro tanto. Bastaría con que  nosotros fuésemos  capaces de separar las palabras de un soporte escrito, un libro por ejemplo, y luego que consiguiésemos reagruparlas en otro orden sobre otro soporte, entonces habríamos conseguido el objetivo de construir un relato inédito. En el fondo las historias existen antes de que el escritor las describa. Las palabras flotando en el aire de nuestra memoria esperan ser derramadas sobre el papel o en la pantalla del ordenador. Todo consiste en dar con la agrupación adecuada. ¿Acaso el escritor conoce de antemano lo que va salir de su pluma? Mi propuesta es aplicar la destilación como medio para separar las palabras, sí destilar palabras, ese es el fundamento, no puedo explicarte más, en la receta encontrarás todos los detalles. Pero sobre todo, haz de poner toda tu capacidad de concentración en el último momento,  si fallas te llevarás alguna sorpresa. “

A pesar  de que no era la primera vez  que acudía a él, esta vez  L. llegó a pensar que el gran hombre había perdido la cabeza, sin embargo era tal su prestigio que éste hubo de disimular su perplejidad y dejó que su amigo prosiguiera con el detalle de la receta. Esta vez,  L. se despidió de su amigo alquimista entre asombrado y escéptico. En el camino de vuelta a casa  trató de poner en orden  lo que había oído. A pesar de la rotundidad con que su amigo se había pronunciado, quedaban muchas dudas por despejar. Sin embargo,  la inquietud y la curiosidad le hicieron desviarse del camino a casa y dirigirse hacía la Facultad. Aquella misma noche  se pondría a trabajar. Siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la receta, aquella noche  L. dejó todo preparado para empezar el ensayo al día siguiente. Llenó con agua hasta la mitad un matraz de cuello ancho  y  sumergió en él algunas hojas de una vieja novela que guardaba en un cajón de su mesa de trabajo: “Cada hombre en su noche“era el título y Julien Green el autor. Luego, adaptó  un refrigerante  al cuello del recipiente que debía servir para condensar las palabras  evaporadas. Aquella noche nuestro personaje no pudo dormir. De acuerdo con la receta y con lo manifestado por el profesor,  calentando el fondo del matraz hasta ebullición y condensando los vapores de manera fraccionada,  se recogerían en varios vasos de precipitado los cortes de destilados que contendrían cada uno las diversas partes constituyentes de un relato o varios relatos dependiendo de varios factores que no estaban bajo control del experimentador. En cualquier caso se trataba de una destilación selectiva de palabras. Pero,  cuándo se suponía que lo recogido daba para la extensión deseada, se preguntó L..  Recordó entonces las palabras de su amigo: “Esa es labor del escritor y a él corresponde delimitar y modificar  a su antojo aquello que no le gusta. Cuestión de sentido común. “   Y por qué se preguntó L.,  no ocurriría que como en las destilaciones comunes, las palabras más cortas como preposiciones, conjunciones y pronombres saliesen todas sin ton ni son las primeras, por ser las más cortas.  “Pareces haber olvidado que ésta es una receta alquimista y para  eso están los metales preciosos que hacen de catalizadores y tienen además otros efectos que no estás en condiciones de comprender. Si has acudido a mí, es porque confías en los poderes de mis conocimientos, por lo tanto debes aceptar que algunas cuestiones que a ti  te resultan de difícil entendimiento,  tiempo ha que fueron resueltas por los alquimistas, aunque siento no tener autorización para revelarte los secretos de los grande Maestros “le había comentado el viejo erudito.

 Sin más información y atendiendo a su lógica, L. supuso que la primera fracción correspondería  con seguridad a la mezcla de palabras más volátiles que al depositarse sobre el primer vaso formarían la introducción. Esta idea de volatilidad quedaba muy propia aplicada al comienzo de cualquier relato. Si bien es cierto que  cualquier escritor que se precie, tiene una idea preconcebida del argumento que va a sustentar el relato,  ninguno podría responder a la pregunta de cómo va a empezar éste. Es un misterio que corresponde al azar y que sólo un cúmulo de circunstancias favorables puede a veces justificar. En cuanto a las fracciones siguientes,  L. pensó que el “escritor - alquimista” debía realizar  una labor de ordenación por reducción al absurdo, probando con cada una de aquellas hasta conseguir un todo consistente y coherente. Sin embargo,  no quedó muy convencido de su razonamiento. Algo fallaba.

Al día siguiente,  que era festivo,  L. se puso manos a la obra. Antes de realizar las conexiones eléctricas  añadió a la “disolución de papel en agua” unos miligramos de oro y de platino además de unas gotas de otro producto desconocido que su amigo le había entregado con gran misterio.  Luego,  conectó la manta eléctrica donde reposaba el recipiente, abrió la llave del agua del refrigerante  y esperó a que el contenido del matraz alcanzara su punto de ebullición. El viejo alquimista le había advertido que en las condiciones del ensayo las palabras tardarían  bastante tiempo en destilar.

Durante la espera, que duraría varias horas,  L. hizo algunos descubrimientos muy interesantes. Se preguntó por qué los alquimistas usaban con gran profusión metales preciosos cuando él,  como químico, sabía que éstos se caracterizaban por ser metales nobles, es decir muy poco reactivos o casi inertes. Mientras hacía esta reflexión, halló la respuesta: su poca reactividad era la que hacía de los metales nobles, metales preciosos, pues su  inercia  para con los reactivos, les permitía pertenecer al medio de reacción sin interferir  en la reacción propiamente dicha. Como la mayoría de las reacciones necesitaban de un catalizador  y transcurrían sobre la superficie de éste, qué mejor que un metal noble como el oro o el platino. Ahora,  quedaba satisfactoriamente explicada para L  la importancia de tales metales  para los antiguos alquimistas.

Sin embargo,  no podía  entender el uso del calor ni del medio acuoso para  primero separar las palabras de su soporte y luego reagruparlas según una secuencia lógica. Contra su voluntad,  tuvo que hacer un acto de fe en las palabras de su amigo  y confiar en las virtudes del “producto secreto“que aquél le había dado. En aquel instante recordó sus  palabras: “Todos llegamos a este mundo con nuestra correspondiente dosis de magia. Esa magia fue la responsable de nuestra amistad. Se trata de no dilapidarla  y de adecuar su uso a  cada  situación “L. empezaba a comprender.

Como indicaba la receta, recogió varias fracciones de “palabras destiladas” de poco volumen. Aunque había tardado toda la noche, L. quería tener varias posibilidades.

Ahora, llegado el momento clave,  sintió algún que otro escalofrío.

¿Y si,  un exceso de calor convertía  a las palabras en vapores y aquellas volatilizadas escapaban  por su cuenta hacía cualquier parte?, ¿Qué caminos recorrerían y cómo se unirían? ¿Cómo recibirían los posibles receptores esos mensajes distorsionados, sin sentido? Se preguntó L. con cierto temor, luego se dijo que era un riesgo que había que asumir.

La siguiente operación  y la última,  consistía en verter el contenido de los vasos sobre los  folios que nuestro experimentador tenía preparados al efecto sobre la mesa del laboratorio.

“… si fallas, te llevarás alguna sorpresa.” fueron las últimas palabras del alquimista. Pero hubo un comentario adicional de éste: “Esparce  sobre los folios el producto en forma de polvo y extiéndelo a todo lo largo y ancho de aquellos con sumo cuidado de repartirlo por igual. “

 L. no quería que la prisa del final abortara un experimento en el que tanto empeño había puesto, por eso trató de recordar hasta el más mínimo detalle todo lo acontecido en casa de su amigo. Por fin,  esparció cada fracción sobres varias hojas de papel como decía la receta y  las dejó secar como si de fotografías se tratase. Tuvo que esperar un par de horas. No tuvo ningún fallo, al menos no habría sorpresas, seguramente desagradables, se dijo con alivio.

 Luego, impaciente por conocer los resultados de tan insólita experiencia, leyó una por una cada una de las cuartillas  correspondientes a cada una de las fracciones recogidas, en total noventa. No podía salir de su asombro. Ahí, sobre la mesa,  tenía seis cuentos entre los que elegir, todos diferentes y contados con estilos distintos.

L. recordó a su amigo con una mezcla de cariño, admiración y agradecimiento. A partir de ahora, él también sería un químico convertido a alquimista.

Le quedaba decidirse. Se dijo que aún tenía tiempo y se marchó a casa,  no sin antes guardar como oro en paño los seis cuentos.

Por fin unos días más tarde, después de muchas indecisiones optó por el que a él le pareció más sugerente. Comenzaba así:

 

“Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y, sólo a veces, elocuente...

                                                                                                                                                                                   León Cohen 1995

 

 

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