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miércoles, 2 de febrero de 2022

EL RÍNCÓN DEL COMEDOR

                                                                                 7.

«EL RINCÓN DEL COMEDOR», UN RELATO DEL ESCRITOR LARACHENSE LEÓN COHEN

    Volvamos a Larache. Cuando presentó su último libro, León Cohen se prometió a sí mismo no volver a escribir más sobre su infancia, pero, como le ocurre a todos los que crecimos en aquella ciudad inolvidable, ha caído de nuevo en la tentación. León me escribe para justificar su recaída que los relatos lo persiguen y que, por este motivo, no ha podido evitar que nazca otro más… Y me lo envía para que yo haga lo que quiera con él. El primer impulso es robárselo, me ha gustado tanto que la parte oscura del alma me empuja hacia una maldad. La otra parte, la que me domina, me dice: «siéntete orgulloso de que tus amigos se fíen de ti, tanto que incluso son capaces de enviarte sus cuentos para que los cuelgues en tu blog… Será que se sienten seguros con lo que vas a hacer con ellos, será que te tienen algo de simpatía, que te aprecien tanto como tú a ellos…» Bueno, cedo a esta segunda idea, es inevitable, y además es una manera muy cómoda de darse coba a uno mismo. En fin, que voy a hacer con el relato de León Cohen lo que me da a gana: compartirlo con todos. Y ahí os lo lanzo porque sé, pese a ese primer impulso criminal, que reconoceréis la pluma de León y que lo vais a disfrutar casi tanto como yo.

Sergio Barce, diciembre 2013


 

El rincón del comedor

Está sentada en el suelo junto a la Singer y mira a la cámara de fotos con cierta desconfianza, mientras, nos tiene sentados a los dos hermanos en su halda. Es con seguridad el año 1948. Está sentada en su rincón del comedor, para mí el rincón de la memoria. En el comedor de Luna no hay  nada más que una mesa y alguna silla, es un comedor desierto, inevitablemente austero, yo agregaría que pobre, muy pobre, donde únicamente destaca un tragaluz que aporta cierta claridad a la estancia. Luna no necesita silla alguna, le basta y le sobra con el suelo. En ese lugar suele coser, girando con su mano el volante de la máquina Singer, que alguno de sus hijos le ha regalado o que ella misma habrá comprado a “dita”. En  esa máquina, ella misma se cose sus blusas y sus largas faldas, pues en aquel  Larache, que yo recuerde, no había comercios donde vendieran confeccionadas aquel tipo de  prendas tan “sui generis” que ella usaba. La Singer constituye por lo tanto  un elemento de apoyo fundamental en su vida diaria,  que además,  llena  de vida el ambiente del comedor, haciéndolo aparecer como un pequeño taller de costura.

       

    El rincón del comedor”

 

Luna, mi hermano y yo

La recuerdo en ocasiones muy precisas, en ese mismo “su rincón”,  petroleando su inmensa cabellera, para conservar el cabello limpio de parásitos indeseables (?) o quizás para fortalecerlo. Pero este ejercicio de limpieza tiene su protocolo: Primero se desprende de su “mejerma” o pañuelo y luego deshace sus largas trenzas, convirtiendo a estas en una densa y e inacabable melena, de color entre negro y gris, todavía. Luego se mesa el pelo acariciándolo suavemente, y recorriéndolo con sus manos. Finalmente lo impregna muy poco a poco con petróleo o producto parecido (ese olor  fuerte y característico ha quedado en la memoria de mi pituitaria) y lo peina muy despacio, tomándose su tiempo,  de arriba a abajo con un peine espeso, desde el  nacimiento hasta las puntas del cabello.  Este proceso parece relajarla y rejuvenecerla a un tiempo. De vez en cuando, toma del suelo su cajita de plata y  esnifa un poco de rape, parece que le despeja la cabeza al estornudar, al menos eso dice ella.

En ese comedor come toda la familia a diario y en particular, todos los sábados  se come la dafina y la orisa. Menos mi padre, comensal austero y frugal donde los haya, todos los demás preferimos la dafina. La orisa tiene la ventaja de ser más liviana y más fácil de digerir, la dafina es más pesada pero bastante más sabrosa. La primera lleva trigo principalmente, mientras que la dafina contiene un poco de todo, desde garbanzos, patatas y batata, además de carne de vacuno y de pollo y sobre todo los inolvidables huevos duros… Ambas comidas se cocinan conjuntamente durante toda la noche del viernes. La orisa se cuece al calor de la dafina, con el vapor que de esta se desprende. En casa de mi abuela, cada uno de los comensales se prepara el plato a su manera, siguiendo su propio  protocolo: Así, mientras unos optan por disponer de todos los componentes en el plato, para poder mezclarlos a su antojo, otros prefieren ir por partes, comiendo primero el caldo y los garbanzos para terminar luego con el resto de ingredientes. A esta comida tradicional sefardí, paradigma culinario y cultural  de mi educación sentimental por todo lo que en mi memoria la rodea,  dediqué estas palabras no hace mucho.  

 

 

Huele a Dafina

“Algunos sábados en mi casa, sobre todo en invierno, huele a dafina. Quizás mi casa, sea la única en todo Algeciras que huela así. Justo enfrente, en Gibraltar, los judíos de origen tetuaní, que conservan esta tradición culinaria son multitud. Es un aroma peculiar que me remonta a la primera infancia, a la casa de mi abuela Luna, a la que puedo recordar levantándose a media noche, para añadir agua a la dafina que se cocinaba en el anafe. También me recuerda la casa de Alo y Simy, primas de mi padre y magníficas representantes de la cocina sefardí. Ellas dejaron parte de su legado a mi mujer, a la que igualmente ahora, sorprendo en ocasiones los viernes por la noche, bajando las escaleras para vigilar la dafina. Y es que, parafraseando a Vargas Llosa, yo también tengo la suerte de tener una mujer que lo hace todo, y todo bien. Muchos guisos tienen un olor y huelen muy bien, pero para mí ninguno  iguala al de la dafina. Porque la dafina, además de oler como ninguno, huele a infancia, a sábado, a familia, a cariño, a Larache,  Zoco el Arba, Tetuán o Tánger. Es el olor de un pueblo y la manifestación más genuina de una personalidad y de la continuidad de una tradición  de siglos: la del pueblo sefardita.”

Aquel rincón del comedor,  aquel trocito de casa carente de cualquier comodidad, única propiedad  de mi abuela y su lugar de costura y de esparcimiento, aquel cuadradito de losetas blancas y negras, que ella convertía en centro neurálgico de la casa y revestía de un halo de paz, abierto pero íntimo, como si una cortina invisible  fijara unos límites inexistentes, sin puerta ni paredes, aquel rincón devendría con el tiempo uno de los lugares más queridos de mi memoria.  Desde ese rincón de la ternura, cuando yo era muy niño, mi abuela Luna, bajo cuerda, me mandaba al "bakalito" de abajo, a que me comprara un bocadillo, el día del Yom Kippur, pues ella  no podía permitir que su nieto se quedara “tahanit” (sin comer). Creo que esta anécdota he debido de contarla más de una vez, pero hoy pienso que era esa su manera de protegerme de aquel dios de los mayores, que parecía tener tanto poder, que nos creíamos obligados a no comer ni beber. Yo no quería tener un padre así, porque en definitiva, qué es dios para un niño,  sino alguien muy parecido a su padre. En fin, no he podido evitar volver a la casa de mis recuerdos, al rincón del comedor de Luna, a ese rincón desértico y austero, pero lleno de vida y de ternura, que siempre para mí será el rincón  de mi memoria.  

                                                                                   Diciembre de 2013

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