Carta
al hijo de mi profesor de Inglés
Por lo que indicas, tu
padre murió relativamente joven, no habría llegado todavía a los setenta según
mis cálculos.
Pero en mi recuerdo y en
el de muchos de sus alumnos, vivirá eternamente. De hecho, ya está para siempre.
Nunca he podido olvidar lo que me contaba cuando se plantó en Londres con toda
la familia sin un duro y con pocas herramientas idiomáticas. Apostó fuerte y
creo que ganó. Al menos para mí, aquel alarde de sinceridad con su
alumno y el riesgo que asumió para perfeccionar su Inglés, fueron una demostración de valentía y
una lección que a mis ojos lo elevaron al pedestal de los valerosos e
inconformistas, de aquellos que con su acción justifican su vida.
La sombra de los
valientes, aquellos que arriesgaron y convirtieron su vocación en su vida, a
base de trabajo y de esfuerzo, repito, la sombra de esos valientes es
alargada e indeleble. Tu padre pertenecía a ese grupo de seres
carismáticos e inolvidables. Estas palabras reflejan, creo, la emoción que me
ha embargado al recordarlo.
Fue mi primer profesor de
Inglés, allá por el año 1955, cuando yo vivía en las Navas y tenía aproximadamente
ocho años. Mi compañera de clase particular era una tal Mari. Mr. Rivera estaba empezando y nos recibía con un:
“
Hello Mery, Hello Laion.”
Había pertenecido al Tercio y el Inglés fue su pasión. De aquella etapa en la
Legión, conservaba algún detalle en el vestir, en verano siempre llevaba
abierta la camisa dejando el pecho descubierto. Más tarde se lío la manta a la
cabeza y se marchó a Londres con la familia, para mejorar su Inglés, las pasó
canutas. A su vuelta se instaló cerca del Bar “La Marquesina” y yo seguí
asistiendo a sus clases. Era un enamorado de la lengua de Shakespeare y fue con
quien senté y asenté los fundamentos de un idioma, que después siempre me
sirvieron para manejarme por el mundo.
Mientras te escribo, vuelvo
a vivir las escenas de mi infancia en casa de Mr. Rivera y oigo de nuevo su voz
profunda y veo su enorme sonrisa y mi admiración de entonces ha renacido.
Al terminar de escribir
esta carta he podido constatar lo que ya
sabía: que la emoción en literatura es únicamente privativa de aquellos
que se emocionan cuando escriben y con
lo que escriben. Sólo una sensibilidad encendida puede convertir un relato en
un trozo de vida. En esos momentos de
emoción tan sincera y viva, todo puede ocurrir.
Valga este recuerdo para
Mr. Rivera, el legionario que un día se enamoró para siempre de un bello
idioma.
2009
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