Blog de León Cohen Mesonero

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lunes, 15 de febrero de 2021

CARTA AL HIJO DE MI PROFESOR DE INGLÉS

 

Carta al hijo de mi profesor de Inglés

 

Por lo que indicas, tu padre murió relativamente joven, no habría llegado todavía a los setenta según mis cálculos.

Pero en mi recuerdo y en el de muchos de sus alumnos, vivirá eternamente. De hecho, ya está para siempre. Nunca he podido olvidar lo que me contaba cuando se plantó en Londres con toda la familia sin un duro y con pocas herramientas idiomáticas. Apostó fuerte y creo que ganó.  Al menos para mí, aquel alarde de sinceridad con su alumno y el riesgo que asumió para perfeccionar su Inglés,  fueron  una demostración de valentía y una lección que a mis ojos lo elevaron al pedestal de los valerosos e inconformistas, de aquellos que con su acción justifican su vida.

La sombra de los valientes, aquellos que arriesgaron y convirtieron su vocación en su vida, a base de trabajo y de esfuerzo, repito, la sombra de esos valientes es alargada  e indeleble. Tu padre pertenecía a ese grupo de seres carismáticos e inolvidables. Estas palabras reflejan, creo, la emoción que me ha embargado al recordarlo.

Fue mi primer profesor de Inglés, allá por el año 1955, cuando yo vivía en las Navas y tenía aproximadamente ocho años. Mi compañera de clase particular era una tal Mari.  Mr. Rivera estaba empezando y nos recibía  con un:

“ Hello Mery, Hello Laion.” Había pertenecido al Tercio y el Inglés fue su pasión. De aquella etapa en la Legión, conservaba algún detalle en el vestir, en verano siempre llevaba abierta la camisa dejando el pecho descubierto. Más tarde se lío la manta a la cabeza y se marchó a Londres con la familia, para mejorar su Inglés, las pasó canutas. A su vuelta se instaló cerca del Bar “La Marquesina” y yo seguí asistiendo a sus clases. Era un enamorado de la lengua de Shakespeare y fue con quien senté y asenté los fundamentos de un idioma, que después siempre me sirvieron para manejarme por el mundo.

Mientras te escribo, vuelvo a vivir las escenas de mi infancia en casa de Mr. Rivera y oigo de nuevo su voz profunda y veo su enorme sonrisa y mi admiración de entonces ha renacido.

Al terminar de escribir esta carta  he podido constatar lo que ya sabía: que la emoción en literatura es únicamente privativa de aquellos que  se emocionan cuando escriben y con lo que escriben. Sólo una sensibilidad encendida puede convertir un relato en un trozo de vida.  En esos momentos de emoción tan sincera y viva, todo puede ocurrir.

Valga este recuerdo para Mr. Rivera, el legionario que un día se enamoró para siempre de un bello idioma.   

                                                                                  2009

 

 

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