Prólogo a TRIBUTO A DOS CIUDADES
No sabía muy bien cómo abordar el prólogo
de este libro. Tras muchas dudas, me he decantado por lo más sencillo, creo. Y
es seguir las huellas que marca el propio autor, dejarme llevar por el orden de
sus relatos. Tal vez así llegue a donde me propongo. A saber: desvelar al
posible lector qué es lo que León Cohen Mesonero cuenta cuando narra. Comienza
en Larache, y su primera historia es la antesala a este viaje interior a los
sueños y a la memoria, a ese pasado quizá construido en el deseo. Es un acierto
comenzar por este relato titulado con simpleza: Larache, ya que, para quien no
conozca esta ciudad, puede hacerse una idea exacta de su esqueleto, pintado al
detalle por las palabras de León Cohen. Además, ilustra la arquitectura y las
arterias de la ciudad con rápidas pinceladas de los personajes que le
impactaron en los años que describe (de 1950 a 1964) y de los acontecimientos
históricos más destacados. Y así, en pocos párrafos, resume un pequeño mundo,
entre mágico y ensoñado, en el que, en las siguientes páginas, León Cohen sitúa
sus relatos más enjundiosos. Inevitablemente, con toda lógica, su siguiente
relato describe su sentimiento y las sensaciones más íntimas cuando, años
después de abandonar su ciudad natal, el autor regresa por primera vez. La
emoción se desborda con cada palabra, embozando al lector con ese temblor del
alma que causa el reencuentro con el pasado. León Cohen reconoce que, en un
momento dado, no caminaba por la ciudad en la que se encontraba en ese preciso
instante, sino por ese otro Larache que él llevaba en su memoria, como si se
fuera materializando a cada paso que daba. Por supuesto, se estaba engañando.
La realidad era más prosaica, más gris, más real. León Cohen hace entonces una
finta, y decide, en connivencia con el lector, olvidarse de esa realidad y
continuar avanzando en busca de su casa arropado por el Larache de su corazón.
Opta por la memoria, que nunca es exacta, que lo endulza todo, que lo blanquea
todo. La calle Barcelona. Otro relato, y la meta ansiada en su camino por el
Larache del reencuentro, por el Larache de su memoria. Ahí habita su infancia.
Y, sobre todo, el recuerdo de su padre. Inconscientemente, cuando el padre de
León Cohen aparece, aunque sea de manera furtiva en sus relatos, cobra vida, de
manera inusitada, y la rápida descripción que hace de él, lo dota de vida, de
protagonismo, como una presencia que nunca desapareciera. Otra calle: la calle Real.
Nuevos recuerdos que no se borran de su memoria. Por eso, nos lleva por esta
vena histórica de la Medina de Larache, donde su segunda etapa infantil labra
nuevos recuerdos que lo ayudan a formarse. Pequeño homenaje además de los
judíos de Larache. Al acabar este corto relato, tengo la sensación de que las
voces de esos hebreos parecen escucharse en un eco de olvido. Hay mucha
nostalgia en su manera de describir ese micro mundo dentro de la Medina. Los
otros relatos de León Cohen, nos trasladan hasta lugares emblemáticos,
hechizantes, como El Jardín de las Hespérides. Sin embargo, él regresa al útero
sentimental de su memoria, a su casa. Mi casa es un relato detallista. Y un
ensueño, ya que el mismo autor duda de que realmente ocurriera lo que describe:
regresar a la casa de su infancia cincuenta años después de abandonarla. “Todos
somos exiliados de la infancia que es nuestra patria, nosotros también lo
éramos de nuestro pueblo, de nuestras calles. Porque una cosa son las calles
propias, las de la infancia y la adolescencia y otra bien distinta, las calles
prestadas, aquellas a las que llegamos perdidos y donde pudimos pasear nuestro
exilio interior mejor o peor, cada uno según su circunstancia” escribe León
Cohen con pulso, lleno de rabia contenida, de amargura dulce y de grito contra
el destino traicionero. Camisas mojadas. Como un pequeño islote entre esos
relatos melancólicos, León Cohen deja aquí una declaración de intenciones, un
pequeño homenaje a esos marroquíes que han tenido que cruzar el estrecho en
pateras para buscarse la vida. Difícil ejercicio de condensación para articular
un fiero discurso contra la injusticia. Lo logra, sobradamente. Pero enseguida
trata de refugiarse una vez más en su memoria, y nos vuelve a sumergir en ella
con El espíritu de mi pueblo. Esto sí que es una declaración de amor a Larache,
como si se aferrara a las rocas del espigón luchando contra las olas del
tiempo. León Cohen narra un poema, y la musicalidad nace de su afecto y de su
melancólica ternura por los lugares en los que sintió realmente la felicidad.
Es bonito que el espíritu lo conformen personas y objetos, calles y edificios,
nombres y apellidos. Hay sonidos que se escuchan en todos sus relatos, ecos que
llegan de su pasado. El guarda de la sinagoga. León Cohen nos deja entrar en la
sinagoga Pariente, en el viejo Larache, para contar una pequeñísima anécdota
que, sin embargo, contiene uno de los más bellos mensajes de este libro.
Conciso, emotivo, incluso candoroso relato. Su homenaje a Larache acaba con un
sucinto poema. Entre estos versos y los recuerdos atados a sus cuentos, León
Cohen construye un pequeño cofre lleno de sabores antiguos, de añoranzas y de
suspiros por lo que fue y ya no es, o de lo que sigue siendo, pero en el
universo personal de sus remembranzas más íntimas. Larache se convierte, en
estas páginas, en un universo mágico que nos hace querer recuperar la candidez
que se ha perdido en la sociedad actual. Es como una reivindicación de otra
manera de vivir. A mitad de este libro, León Cohen viaja hasta Tánger, la otra
ciudad que habita en su corazón. Tánger mítica, Tánger mitificada. También
desborda cariño en sus palabras por esta otra ciudad marroquí, pero es otra
clase de amorío. León Cohen nos habla de los años 1964 a 1968. Y ya no es el
niño de Larache, y Tánger no es aquella pequeña ciudad. La banda del Koah es,
quizá, el relato que lo resume todo. León Cohen rememora en él sus correrías
con los amigos adolescentes, y, mientras nos describe aquel Tánger aún
esplendoroso de finales de los sesenta, usa los pinceles de sus palabras para
pintar ahora una acuarela de aguafuertes, llena de colores vivos: la ilusión de
la adolescencia, la atracción por las chicas, la búsqueda de la utopía política
y ética, la vida explotando cuando la juventud nos arrastra a la aventura,
aunque sea sentados en el Haffita disfrutando de un té con hierbabuena… Por
supuesto, si León Cohen habla o escribe de Tánger, la presencia de Juanita
Narboni, el personaje creado por Ángel Vázquez, ha de aparecer tarde o
temprano. En este libro, por supuesto, lo hace. Carta a Juanita Narboni es uno
de sus textos más pensados y elaborados, también es uno de los relatos
cohenianos de referencia. A contracorriente del resto de los que conforman este
libro, aquí la voz narradora se la cede León Cohen a una mujer, a Sol, y ella,
tangerina, se encarga de poner al día a Juanita de lo que ha acontecido en
Tánger en los últimos años. Una excusa inteligente y perfecta de la que se vale
el autor para hablar largo y tendido de sus impresiones sobre la ciudad. Y es
un largo lamento de aquel Tánger deslumbrante que ya no existe, al que ha
sustituido una ciudad impersonal y vacía de alma. Tal vez sea el punto final
definitivo a la historia que inició Ángel Vázquez. El libro se cierra con
Juanita y Sol, otro juego de malabarismo de León Cohen utilizando por enésima
vez a Juanita Narboni, que, al final, se ha convertido casi en un personaje
imprescindible de su narrativa. Igual ocurre con Retrouvailles à Tanger. León
Cohen ama Tánger, pero ama aquel otro Tánger que añora Sol, y que, en esta otra
narración, vuelve a emerger del fondo de la nostalgia. Hay un nexo silencioso e
invisible de Tánger con Larache. Leyendo este relato, nos damos cuenta de que
ambas ciudades provocan la misma reacción en el autor: camina por una ciudad
que ya no existe, pero camina por la ciudad que sólo él ve. Y es capaz, con
esta argucia, de hacernos creer que ha regresado a aquella otra que ha
desaparecido para siempre, como si se resistiera al paso del tiempo. El libro
continúa con varios homenajes a personajes tangerinos que se condensan, de
manera excepcional, en esa visita del propio autor a La Librairie des Colonnes.
Este sí es un cuento que rezuma realismo mágico. Jugando entre la realidad, la
fantasía y el sueño, León Cohen reúne a las Gerofi, a Chukri, a Juanita
Narboni… a los tangerinos que más le han influenciado, en una suerte de reunión
entre fantasmas en el Tánger fantasmal. La magia transforma este inverosímil
encuentro en un acontecimiento que contemplamos con una sonrisa, casi como
cómplices del ensueño de León Cohen. Cuando cerramos este libro, tenemos la
sensación de haber paseado por las calles de dos ciudades que no existen pero
que, sin embargo, habitan en su alma. Y nosotros somos, ni más ni menos, que
los exclusivos testigos de que esas otras dos ciudades ensoñadas ya sólo siguen
vivas en la memoria blanqueada de León Cohen Mesonero, alias Cohete, alias
Garrincha.
Sergio Barce, octubre 2017
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