8.
Los
trenes de mi infancia
Siempre deseé hacer este
viaje. Como sabiendo que sería un reencuentro con mi pasado, un reencuentro que
siempre he considerado necesario. Los fantasmas de mi memoria renacen y
emprenden el camino inverso, el camino del tiempo... Parece que de nuevo el
tren va a detenerse en alguna estación de cercanías. Mi mirada se pierde en el
horizonte que permite la ventanilla del vagón. Ese horizonte mutante, ya
extenso y solitario, poblado de llanuras yertas; ya verde, aguantando sobre sí
el peso de ese cielo gris, insoportable; ya sombrío e inmediato, poblado de
árboles mudos; ya montañoso y salvaje, como queriendo imitar los paisajes de
los trenes de juguete. Aquellos trenes omnipresentes de la infancia, aquellos
trenes ajenos, contemplados siempre desde lejos, a través de una pared de
cristal helada e infinita.
¡ Aquellos trenes de nadie o del
escaparatista ! ¡ Cómo olvidar aquella cara grande con bigote ! (uno de los
hermanos de Casa Martínez, en plena Plaza de España). Y el frío del otoño que
moría , queriendo ser invierno : Era Navidad en Larache, todavía “protegida”
por la España de Franco.
Era la tristeza de unos
niños hambrientos de tren, de “fuerte”, de soldaditos de plomo, de balón de
reglamento. Era la mirada angustiada de unos niños de posguerra, dentro de
aquellos pantalones “tres cuarto” zurcidos, dentro de aquellos “jerseys”
oscuros como la época, dentro de aquellos eternos zapatos “gorila” a los que
mamá había tenido que coser el contrafuerte para que aguantaran un invierno más.
Toda nuestra infancia, toda nuestra España, era un parche para seguir tirando,
porque cuando fuésemos mayores, seríamos otra cosa nos compraríamos el tren o la bicicleta que
los mayores no querían o no podían regalarnos.
Pero, ¿ quienes eran estos
Reyes Magos tan pobres, tan poco generosos ?. Lo habían ido dejando todo en el
camino, por Francia, por Europa, claro, como España estaba al final del
trayecto... eso nos decían. Ni siquiera teníamos niños a quienes envidiar, todos éramos pobres.
El viaje a Madrid desde
Algeciras: corría el año 51, atravesamos
media España en aquel viaje interminable, sentados sobre aquellos inevitables
asientos de madera. Algunas veces, al ver las películas del Oeste se me ha
ocurrido comparar; nuestros trenes eran bastante más incómodos que las
diligencias y ello a pesar de los Apaches. Recuerdo aquel Madrid despoblado
donde circulaban más guardias urbanos que automóviles.
Aquel Madrid olvidado por
los dólares del contubernio judeo-masónico donde ya empezaba la especulación
del suelo. Aquel Madrid con sus miserables y entrañables casas de comida, con
sus pensiones irrepetibles. Yo tenía la memoria vacía y el sentimiento por
estrenar.
Unos años más tarde el tren aparecería de
nuevo. Aquellos trenes eran por dentro como autobuses, sin reservados. Había
empezado la modernidad, la funcionalidad. Las cosas empezaban a perder su
encanto. Cada trimestre, durante siete años, tomaría uno de esos malditos
trenes que me llevaría lejos de mi familia, al internado. Nunca podré olvidar las
lagrimas y la angustia que se apoderaban de todos nosotros la primera noche,
después de permanecer unos días de vacaciones en casa. Había que darse prisa en
coger el sueño, porque al día siguiente, nuestros seres queridos, nuestro
pueblo se alejarían en el pasado y la distancia. Al día siguiente, por razones
impenetrables, la rutina de la vida de internos (nuestra otra vida) se
imponía y todos asumíamos la situación .
En un intento vano de
recortar los días, nos decíamos que a partir de aquel día quedaba uno menos
para las vacaciones próximas. Era el recurso del consuelo. Con el paso de los
días la primera angustia quedaba totalmente diluida.
Luego, más tarde, vendrían
los trenes militares, aquellos viajes infinitos en el tiempo y las paradas.
Donde uno se sentía como ganado, donde la única liberación llegaba con el
alcohol y el tabaco... Pero ese es ya otro tren, otro cuento.
Londres (Aeropuerto de Gatwick) 1986
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