Blog de León Cohen Mesonero

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viernes, 21 de enero de 2022

Zoco el Arba: 1958-1962

 4.

Zoco el Arba: 1958-1962

 

1.- Recuerdos

 

¡Las doce y media! Qué hora más extraña para empezar a narrar algo,  algo cuyo comienzo data del año 1958. ¡Cincuenta y un años transcurridos! casi nada. Siempre he creído, que relatar unos hechos anodinos que deambulan perdidos por  la memoria del autor y que a pocos o a ninguno pueden interesar, es la manera que tenemos algunos escritores de ser generosos con las personas y los paisajes que poblaron nuestro pasado. La magia surge, cuando ese intento de recreación de la vida vivida se convierte en  literatura.

Todo empezó en el Lycée Liautey de Casablanca, donde me examiné del ingreso en “Sixième”, equivalente al primero de bachiller. Estaba a más de trescientos kilómetros de mi casa y mis padres me acompañaron, como era natural. Aprobé aquel ingreso, pero todavía me quedaba lo más difícil, convencer a mi padre aquel verano de que me diera la posibilidad de estudiar en  Souk-el-Arba, que se hallaba a ochenta kilómetros de Larache. Era el lugar más cercano, pero no evitaba tener que ingresar como  interno con  el gasto consiguiente, que en aquellos tiempos, suponía un desembolso importante para la economía familiar.

Aquel verano, por razones que aún ignoro, fuimos todos los componentes de la familia a veranear casi tres meses a Zarzuela del Monte, el pueblo de mi madre. Un verano que nunca he olvidado. Zarzuela era prácticamente una aldea de la Castilla profunda. Para mí, aquellos parajes, tan secos, tan diferentes a los de mi ciudad, supusieron una novedad no exenta de cierta y agradable sorpresa.  Allí aprendí a coger los melones del melonar bajo un sol de justicia, a recorrer los campos yermos castellanos para cazar conejos o perdices  con el Tío Valentín (hermano de mi abuelo materno), a montar a caballo con los consejos de mi pequeña amiga apodada “la Chata” y a padecer el dolor en la ternilla del coxis por las noches, a trillar el trigo en un trillo medieval y revolcarme en la paja, a bromear con los mozos del pueblo simbolizados por Bruno, a comer las chuches de Tía Basilia, a acostumbrarme a los olores de los establos caseros, a ir a por agua  a la fuente, a cagar en el campo… Fueron días felices, días de disfrute de nuevas sensaciones y de experiencias irrepetibles. El día que tocó volver, mientras el Mercedes 180D se alejaba del pueblo, todos, mis hermanos y yo, derramamos lágrimas abundantes de pena y de nostalgia, nostalgia de los momentos vividos. Aquel verano fue para nosotros un sueño intenso que duró demasiado poco. Dejamos amigos y amigas entrañables y vivencias únicas que nunca, desgraciadamente, volveríamos a experimentar con tanta ilusión e intensidad. 

Yo tenía once años apenas, y cuando se acercaba el comienzo del curso, usé toda mi capacidad de convencimiento para que mi padre aceptara mi petición de estudiar fuera, tal era mi deseo de proseguir mis estudios. El estudio se manifestaba ya como mi gran vocación. Gracias a la intermediación de mi madre, lo conseguí,  y así empecé a construir mi vida, sobre esa base que nunca habría de abandonarme. Siempre he pensado que salvo contingencias imponderables, cada uno de nosotros, con nuestra voluntad y decisión,  somos los labradores de  la  mayoría de los surcos que jalonan nuestra existencia y que, por tanto, el azar tiene muy poca incidencia. Somos, en definitiva, lo que hemos querido ser.

Souk el Arba o Soukel o Zoco el Arba  (el zoco del miércoles), era un pueblito de la llanura del Gharb, bañada por el caudaloso río Sebou, un pueblo, por lo tanto, de agricultores y campesinos, y uno de los centros agrícolas más importantes de Marruecos,  que en época muy reciente había pertenecido al Protectorado Francés. Conservaba como herencia de aquella relación, un “cuasi liceo” francés perteneciente a la “Mission Universitaire et Culturelle Française”, en el que se podía estudiar hasta “Troisième” o cuarto de bachiller. A final de los estudios se podía obtener, mediante el examen correspondiente, el “Brevet d’Études du Premier Cycle du Second Degré”(BEPC), una especie de reválida, que en aquellos tiempos era un título  con cierto prestigio  y una garantía para quien lo poseía. 

El pueblo que tengo en mi memoria  se hallaba situado a orillas de la carretera general que unía Tánger con Casablanca. En esa carretera confluían tres pequeñas vías que podían alcanzar casi, el denominativo de  avenidas, avenidas éstas que recorrían todo el pueblo. De aquel pequeño pueblo y de aquella época, me resulta fácil recordar los apellidos de algunas familias, como los Barcesat, Bousbib, Elbaz, Malka, Benoudiz, Soudry, Moussaoui, Moulay Taieb, Bouchta, Tetouani, López... José López o Joselito el Herrero, era un cordobés, bajito, siempre muy arreglado y perfumado, vestido con una sahariana azul marino, camisa blanca y corbata a juego. Recuerdo sobre todo el tono de su voz y su peculiar acento, inconfundible e inolvidable. No es difícil imaginar que había escapado a la zona francesa durante la guerra civil. El ambiente de aquel pueblo era relajado y tranquilo, además de ser palpable cierto bienestar económico.   

Nuestro internado era parte de un complejo escolar integrado por las aulas del colegio, las oficinas y las instalaciones deportivas. Las aulas estaban todas dispuestas en fila, desde párvulos hasta “troisième” (un total de diez aulas, muy amplias y con grandes ventanales),  y se extendían sobre un extremo lateral del colegio, separadas de las oficinas, situadas en el ala lateral  enfrentada, por un extenso campo de unos cuatro mil metros cuadrados. El internado, propiamente dicho, que se hallaba en el otro extremo, justo detrás de las oficinas,  comprendía dos dormitorios de una sola planta, uno para las chicas y otro para nosotros, separados por el comedor o refectorio.  A partir de las cinco de la tarde, todas las instalaciones del colegio quedaban a nuestra disposición. La vida del interno es ante todo una vida gobernada por el orden y la disciplina, dos valores nada despreciables. Después de siete años en distintos internados, considero que las experiencias allí vividas conformaron de algún modo mi manera de ser y de sentir, no creo sin embargo, que éstos sean lugares recomendables para reforzar la educación. No obstante, nuestro internado tenía un valor añadido indudable, era mixto,  y eso hizo que la convivencia y  las vivencias, cobraran aspectos muy singulares y enriquecedores que, pasado el tiempo, he podido calibrar en toda su dimensión. Aprender  a apreciar y a conocer a las mujeres desde niño, en sus  facetas más diversas, como compañeras y amigas, más allá de las relaciones “unidireccionales” que impone el género, es toda una lección de convivencia  y de vida que todos los seres humanos deberíamos recibir. Eso templa el machismo y agudiza la sensibilidad. Entre aquellas compañeras, amigas y maestras de mi vida, puedo recordar con cariño y admiración a Esther, Simy, Elsa, Geneviève, Antoinette, Marie-Thérèse, Flora, Carmen, Gisèle, Denise, Dalia, entre otras muchas. 

Nosotros los internos, siempre distinguíamos entre internos y externos al referirnos a algún compañero, como una manera de expresar que tal o cual persona era o no era de los nuestros.

Por una razón evidente, rara vez las relaciones interno-externo iban más allá de cuestiones relacionadas con los estudios. Aunque yo tuve la suerte, de alcanzar a ser bastante amigo de algunos externos que llegaron incluso a invitarme a sus casas en ocasiones determinadas  y donde fui atendido de manera exquisita. La hospitalidad tanto de judíos como de musulmanes, dejaría en mí una huella indeleble para el resto de mi vida. En Marruecos, el huésped es el rey de la casa y como tal ha de ser tratado,  algo que Occidente parece haber  olvidado tiempo ha.

 La única salida que hacíamos los internos durante la semana era la “promenade” del jueves, en que nos llevaban después de comer, en filas de dos a un campo situado a las afueras del pueblo. Era un  lugar de recreo donde algunos jugábamos al fútbol, las chicas paseaban, bueno aunque entre las chicas había de todo, como Denise Segura, aquella hermosa rubia, capaz de correr y saltar más que cualquiera de nosotros... Recuerdo una sed desesperante, que convertía en interminable el camino de vuelta, y las discusiones “futboleras” con mi amigo Pepe Jiménez  que duraban todo el trayecto. Los viernes, los pocos internos que por la lejanía de nuestras casas no teníamos mas remedio que quedarnos, teníamos cineclub,  donde casi siempre proyectaban películas de los grandes genios del humor, como  lo fueron sin lugar a dudas, Harold Lloyd, Charlie Chaplin, Buster Keaton o Stan Laurel y Oliver Hardy . Aquellas películas contribuyeron a enriquecer nuestra cultura cinematográfica además de hacernos pasar unos momentos distendidos donde las risas  eran continuas. A mí personalmente me desternillaba la expresión de atolondrado de Laurel, un cómico irrepetible. En ocasiones, también proyectaban algunos clásicos antiguos, de cinemateca,  protagonizados por los grandes actores franceses como Raimu o Simon.

Quizás, llevado por una pasión y una visión cinematográfica de la vida, cuando he intentado revivir mis  recuerdos, casi siempre he tendido a convertirlos en escenas de cine, en auténticos cortos, porque siempre he visto en  el cine a la más perfecta imitación de la vida, incluso por encima de la literatura.

2.- Escenas

 

Las escenas que a continuación describo, surgieron para retratar momentos irrepetibles, que reflejan la manera en que, el ambiente y las personas, dejaron en mí su marca durante aquellos cuatro años de internado. 

 

·         Escena 1: De cómo nació mi amistad con  Maklouf L.

 

Una mañana de octubre de 1958, el primer día de clase, en nuestro primer recreo, busqué un lugar en el patio donde dar rienda suelta a mi pequeña melancolía. Más que patio era un campito de unos tres o cuatro  mil metros cuadrados, con árboles y sin pavimentar, lo cual le daba cierto aire de parque de esparcimiento. Yo estaba taciturno, como cualquier niño que se siente desubicado en un lugar nuevo y extraño, cuando, de repente, oí una voz cálida y amistosa: era un compañero de clase que se interesaba por mi situación. Su apariencia y su actitud me infundieron una mezcla de confort y de  bienestar que agradecí para siempre. Sin saberlo, aquel encuentro fue el inicio de una entrañable amistad que duraría tres años, hasta que Maklouf abandonó Marruecos. Durante aquellos años, compartimos meriendas y aficiones como el atletismo o el fútbol, así como interminables conversaciones sobre un mundo que empezábamos a conocer. Comentábamos con ánimo, nuestras marcas en velocidad o salto de altura y él me daba consejos sobre cómo mejorarlas. También, no faltaba más, nos deteníamos en elogiar las cualidades de tal o cual jugador de fútbol de la época. Sin embargo, lo que más huella dejó en mí de aquellos primeros  meses de amistad incondicional, fue la manera magistral con la que Maklouf me introdujo en aquel mundo mágico que sería para mí la mitología griega y sobre todo la IIiada de Homero. Como un maestro de la épica, relataba con una parsimonia que aún hoy me sorprende, cómo, para vengar la muerte de su hermano Héctor, que era  el más valiente de los hijos de Príamo, y el guerrero más poderoso de toda Troya, el incomparablemente bello Paris, disparó su flecha con tal puntería que el invencible Aquiles cayó fulminado. Describía a aquellos personajes con mucho cariño y todo lujo de detalles, se detenía cada vez que mencionaba  uno nuevo, como dibujando su retrato muy lentamente, midiendo los tiempos y acompasando gesto y palabra. Explicaba quién era y cómo era, de manera  que para mí, la imagen de los personajes de Homero fue para siempre la que me transmitió mi amigo. Tanto es así que, inevitablemente,  los   troyanos siempre serían los buenos, y los griegos comandados por el terrible Agamenon los malos. Aunque todos se me aparecían con un halo de divinidad, de fuerza y de belleza, que la voz cálida y el estilo lento y ampuloso en ocasiones, de aquel contador singular contribuyeron a reforzar. Yo me sentía diminuto ante un cuentista de tal dimensión. Nadie hubiera jamás podido imaginar, que aquellos dos niños de apenas doce años, que caminaban tranquilamente por el recreo, fueran discípulos del genial Homero. A través de ML también entraron y se instalaron en mi vida todos los dioses del Olimpo. Así, la mitología griega se convirtió en un vínculo entre nosotros, que no sólo nos entretenía, también nos unía.

Más tarde, mi amigo, que vivía muy cerca en Mechra-Bel-Ksiri, me contaría que él era hijo de personas muy mayores, sobre todo su padre que, casualidades de la vida, había sido compañero de infancia de mi abuela en Larache. Su padre, apodado “el Mismisi” era un buen bebedor de “cachacha”, o “magia”, un aguardiente casero que él mismo, como buen judío marroquí, preparaba. Maklouf  fue sin duda, el gran amigo  de mi primera adolescencia.

 

·         Escena 2: Aquella hermosa tarde de Abril de 1961

Acababa de mojarme  un poco las manos y había aprovechado para beber. Eran las cinco o las seis de la tarde de  un domingo del mes de Octubre de 1960. Como cada Octubre, éste era para mí el tercero,  los internos  nos incorporábamos al nuevo curso. Era en Zoco el Arba, un pequeño pueblo del interior de Marruecos,  en la llanura del Gharb,  cuya población europea  estaba formada por  colonos,  dedicados en su mayoría a la agricultura. También vivían allí algunos republicanos españoles refugiados.  Me di la vuelta y la vi por  vez primera, no pude evitar detener mi mirada en ella. Aquel rostro “pluscuamperfecto”, me dejó anonadado, estupefacto.  Desde aquel instante supe que estaba enamorado, acababa de cumplir catorce años y vaya si fue fuerte el impacto. Ella me miró sin verme, me sentí como un pequeño lagarto observado por una diosa.

Habían pasado seis meses desde el día del  hechizo,  era el veintitrés de Abril de 1961. ¿ Cómo olvidar aquella fecha? En aquellos meses debieron de ocurrir multitud de incidentes, como por ejemplo,  que ella aprendió mi nombre de pila, que sus múltiples pretendientes me contaban sus escarceos y sus asaltos sin éxito a mi pequeña reina devenida más cercana. Yo, seguro de que ella sólo podía ser mía y sorprendentemente a un tiempo atemorizado por la impenitente duda que siempre subyace en estos casos,  sonreía  a mis rivales sin mostrar interés, mientras, esperaba  mi momento, como el cazador que conoce la guarida del lobo y disimula ante sus competidores. Confieso,  transcurrido tantos años,  que demostré una gran astucia y prudencia para mi corta edad.  Nunca más tarde,  he vuelto a tener  esa  habilidad de jugador de póquer. Aquel día, del que  no recuerdo muy bien si  era viernes o sábado como tampoco atino a recordar  por qué  aquel fin  de semana ella se quedó en el internado,  aunque  poco importa para lo que voy a contar.

Debían de ser las seis o las siete de la tarde de aquel día de hermosa primavera. Íbamos a entrar a la clase de “permanence” para repasar un poco antes de cenar.  Ella se me acercó y me dijo algo que no recuerdo, aunque todavía se me acelera el corazón y me tiemblan las piernas de puro vértigo. No sé si alguno de nosotros o los dos, lo habíamos premeditado o si ocurrió de manera espontánea,  pero acabamos sentados en el mismo banco, a pesar de que la clase estaba medio vacía. La luz de la tarde conservaba aunque atenuada, algo de la fuerza del día.  La primavera,  en aquella zona del país,  era  un regalo de vida naciente, de belleza, de luz, de ruidos y de olores agradables que nunca he podido olvidar.  Me costaba trabajo creer que pudiéramos estar tan cerca y tan juntos. Cada  vez que nos mirábamos,  todo a nuestro alrededor desaparecía como si sólo los dos pobláramos aquella clase. El verde de sus ojos era un mar infinito de dulzura. Embelesados, dejamos pasar algunos minutos, sin saber muy bien qué decir o qué hacer. No recuerdo como ocurrió, pero intuyo que a partir de un cierto momento,  me dije que no podía dejar escapar aquella ocasión,  me armé de valor y  debí pronunciar  dos o tres palabras parecidas a: “ je voulais dire que je t’aime”. Recuerdo como ella,  supongo que llevada por la emoción,  quizás en un intento de mostrarme su apoyo y de arropar mi inseguridad, tomó mi mano y la arrastró suavemente hasta hacerla reposar bajo la suya  sobre la mesa del banco. Sonrojados, con un ligero temblor en todo el cuerpo, embargados por la euforia y por la intensidad de la situación, permanecimos unos interminables e inolvidables minutos en silencio, mi mano en su mano, su mirada en la mía,  como tratando de apurar y quizás de inmortalizar aquel momento. Se llamaba Flora Benet, era tierna, hermosa y rubia como Afrodita.                  

                                                          

·         Escena  3: Escena de refectorio

Era una escena digna de una película de Elia Kazan. Sentados a oscuras, cada uno en cada una de las tres mesas octogonales del refectorio de los mayores, en un salón que no debía de tener más de 100 metros cuadrados, como si los tres protagonistas se hubieran puesto de acuerdo previamente en la escenografía. Parecía un ensayo  y sin embargo así se habían dispuesto de manera aparentemente espontanea. Ciertamente daban medio.

Clair era del 41 o del 42, Paco Hidalgo del 40 y Rattazi del 43. Clair era enorme, alto y delgado, rubio y con aspecto desenfadado, más que andar, arrastraba las piernas y casi siempre portaba un pullover marrón que le llegaba muy por debajo de la cintura cubriendo gran parte de sus vaqueros. Paquito no medía más de un metro sesenta, era el mayor, y se había granjeado el respeto de sus compañeros, porque era reflexivo y muy amable además de ser muy firme en sus decisiones. Rattazi, el más joven, era también el más temperamental  y parecía el más violento quizás porque su fuerte complexión y su timidez excesiva nos imponían a los más pequeños, la realidad era que siempre fue de trato gentil con nosotros.

Habíamos terminado de comer, era mediodía y todos habíamos abandonado el comedor  excepto ellos tres, que eran del grupo de los más mayores, eran alumnos de “Troisième” , una especie de cuarto de bachiller que en Zoco el Arba  era  el último curso. Era el año 1958, mi primer año de internado, yo tenía doce años y aquellos compañeros de internado eran como mis mayores. Más tarde nos enteraríamos de que su actitud de aquel día, parece que premeditada, era para protestar porque la comida les parecía de muy poca calidad. La directora del internado, la oronda y dictatorial Mme G. les conminaba a salir del comedor, pero ellos cada uno en su estilo, se negaban de manera cada vez más agresiva. La tensión iba in crescendo y   todos los internos esperábamos  expectantes a que alguno de ellos cometiera alguna barbaridad. Estaban o al menos parecían realmente enfadados. Una mezcla de sorpresa, pánico, admiración y una cierta complicidad nos embargaba, mientras Clair lanzaba gritos de desesperación, presa de un aparente ataque de histeria y Rattazi emitía gruñídos como un felino en estado de alerta. Únicamente Paquito mantenía el tipo y conversaba con la directora. Mme G. no las tenía todas consigo, cualquier cosa podía ocurrir. La situación se prolongó algunos minutos e imagino que llegaron a algún tipo de acuerdo, aunque no puedo recordar cuales fueron las consecuencias para los rebeldes, parece que su estrategia por esta vez funcionó.  Fue mi primer encuentro en vivo con una manifestación contra  una situación injusta.

 

·         Escena 4: “Les Carottes”

 

Todavía no han dado las siete de la mañana, lo sé porque la campana no ha sonado aún. A través de los grandes ventanales, puedo oír los zureos de las tórtolas que por la mañana descansan en las copas de los eucaliptos que rodean nuestro internado. Es cualquier día de primavera en el viejo internado de Souk-el-Arba. Soy de los internos más antiguos  y siento una cierto orgullo al decirlo. Para ser un interno viejo han de pasar unos años, tiempo que no todo el mundo resiste. Hay que sumar una serie de experiencias, de castigos y de habilidades, que en este microcosmos son muy útiles. Es en definitiva un sistema carcelario con internos más jóvenes. La alcaidesa o mejor dicho la directora Mme G. es una señora gruesa y poderosa, una francesa viuda o separada que ha sabido bandearse  y  regir su internado con mano dura. Aquí nadie le tose. De  vez en cuando uno de los mayores le monta el número de la rebeldía en el comedor para impresionar a los más jovencitos, pero todo queda al final en agua de borrajas. A mí una tarde, casi al final de curso,  también me tocó rebelarme. Y es que no me apetecía, era incapaz de comerme la ensalada de zanahorias, y muy cuidadosamente la lié en mi servilleta y la metí dentro del tubo metálico que soldado a la mesa nos servía para guardar aquella. No me había dado cuenta, Mme G. estaba plantada con los brazos cruzados detrás de mí:“ Reprends tes carottes et fais moi le plaisir de les manger “ dijo. Yo me negué,  me torteó y me mandó arrodillarme fuera del comedor. No acepté comerme las malditas zanahorias aunque si obedecí su orden de arrodillarme. Pero a nuestra directora, le pareció corto el castigo a mi terquedad y pretendió humillarme de la manera más cruel y vergonzosa. Se equivocaba. Invitó a todas las niñas a desfilar dándome una torta. Las puso en un serio aprieto,  pues la mayoría eran mis amigas. Las ayudé. Antes de que ninguna tuviera tiempo siquiera de  decidirse, me levanté, dije alguna barbaridad y salí corriendo, huí del internado. Extrañamente,  no recuerdo adonde fui, ni nada más, de aquella tarde de rebeldía del año 1961.     

3.- Profesores

Este retrato quedaría incompleto, si no aludiera a aquellos profesores, que por su personalidad unas veces y otras por su  saber comunicar, dejaron en mí una traza, que pasados los años me devuelve a ellos.

 

·         Monsieur Hiel : "De la complejidad de una incógnita llamada simplemente x " 

            Es el momento de recordar... Atrás quedaron ocultos en el bosque del tiempo y la memoria,  momentos,  paisajes,  olores y personas irrepetibles e inolvidables.          Puede que fueran las tres de la tarde,  puede que fuera otoño cuando Monsieur Hiel se dirigió con un caminar firme y decidido hacía el estrado. Como era costumbre en él, llevaba la mano derecha metida en el bolsillo de su gabardina beige mientras sostenía con la otra mano su "cartable"  de color marrón oscuro. De complexión fuerte, de cabello rubio aunque muy escaso, usaba unas gafas de montura metálica y cristales transparentes. Nuestro profesor de matemáticas era en aquella época un hombre que debía de rondar los cuarenta. Monsieur Hiel no tenía labios, su boca podía ser fácilmente dibujada por un simple trazo de lápiz. Sin embargo tenía sonrisa, esa sonrisa única compuesta por el alargamiento de la comisura de unos labios inexistentes y por el brillo irónico de unos ojos diminutos.     Puso el maletín sobre la mesa, se quitó la gabardina. Llevaba una chaqueta de cheviot bajo la que se adivinaba un chaleco verde, una camisa pulcramente blanca y una corbata indefinida,  era un hombre cortado a la medida de su tiempo. Era  el año 1959. Antes de empezar su clase,  nos dirigió una mirada escrutadora aunque amable, era su manera de cerciorarse de que no faltaba nadie. Luego se llevó ambas manos abiertas al mentón como si de repente sintiera la necesidad de concentrarse,  como si nunca antes hubiera hecho ni dicho lo mismo. Entonces pronunció unas palabras parecidas a éstas:

" - Imaginad que alguien nos preguntase el precio de una manzana dándonos como información previa el precio de diez manzanas,  por ejemplo cien pesetas. Para interpretar  los datos conocidos escribiríamos  esta sencilla expresión matemática: 10 x = 100. Dicho de otra manera, habríamos sustituido el precio de una manzana por x, de forma que x sería como un pronombre personal universal que nos facilitaría la escritura. Es lo que en Álgebra llamamos la incógnita, el valor que no conocemos y pretendemos conocer, simplemente eso... ". Con este razonamiento sencillo y a la vez elaborado a lo largo de una ya dilatada experiencia didáctica,  Monsieur Hiel nos introdujo en la misteriosa Álgebra, en una manera nueva de pensar y de relacionar entes y conceptos matemáticos. A partir de aquel día, despejar la x de una ecuación, se convertiría para mí en un reto del  que casi siempre salía airoso. Así recuerdo entre luces y tinieblas la primera lección de Álgebra, pero recuerdo sobre  todo aquella “après-midi” y a Monsieur Hiel. A ese  su saber comunicar y entusiasmar,  que producía en mí efectos mágicos,  como esa mezcla de sentimientos tan difíciles de describir, aunque próximos a la curiosidad y euforia que experimentan los enamorados. Este pequeño apunte quiere ser un homenaje a su magisterio y a su persona.

 


·         Monsieur Barcesat

Si traigo a colación a Monsieur Isaac Barcesat, que fue mi profesor multidisciplinar, tanto de Idioma Español, como de Ciencias Naturales y  de Jardinería, es porque era más próximo y familiar que los restantes profesores, ya que era de Larache (donde nació en 1913), por lo tanto hablaba español y era además compañero de infancia de mi padre. Estaba concluyendo sus estudios de Veterinaria cuando la Guerra Civil le sorprendió en Madrid. Debido a sus simpatías por la República, hubo de  trasladarse a Souk el Arba,que era zona francesa, huyendo de los falangistas, donde se afincó ejerciendo como profesor. Su francés era sui generis, con un marcado  “rulado” de la r que siempre parecían ser dos cuando él la pronunciaba. También recuerdo una de sus frases favoritas: Lo dijo Blas punto redondo. Era un hombre más bien bajito aunque de complexión fuerte (lo que le hacía parecer más alto), con unas gafas de amplias dioptrías y en su  rostro, las marcas de un probable acné juvenil. Era un tipo muy vitalista y trabajador y desempeñaba su labor de profesor con honradez y dedicación, aunque seguramente fuera un veterinario frustrado (su especial entusiasmo explicando Anatomía, así lo revelaba).  Hace poco supe que emigró a Israel en 1968, donde falleció en la ciudad de Beer-Cheva en el año 2002. Me alegra saber que vivió una vida larga y guardo de él un grato recuerdo como profesor y como persona. Fue de hecho un representante genuino de una generación, que se vio doblemente afectada por  algunos de los tumultuosos sucesos del siglo XX, primero por el golpe de estado contra la República y luego por la Independencia de Marruecos y la posterior emigración casi obligada a Israel. Los sionistas nunca imaginaron el inevitable desarraigo que iban a causar en aquellos inmigrantes. 

 

·         Monsieur Goddard:

No recuerdo su nombre de pila ( Yves? Paul?), pero sí su apuesta presencia y su gran carisma. Fue mi profesor de Educación Física durante tres años en Souk el Arba  y posteriormente en Rabat. Monsieur Goddard, además de ser y saberse un seductor a la antigua usanza, era un tipo que desprendía confianza, era fácil sentir cariño y respeto por él. Con él, ocurría lo mismo que con Monsieur Barcesat . Mi profesor de gimnasia había perdido parte de su pierna derecha (desde la rodilla hasta el pie) durante la Segunda Guerra Mundial. Había sido antes, un excelente futbolista. Tenía una prótesis de madera (pata de palo) como los barbudos y terribles piratas de los cuentos y películas. Sin embargo, su gran porte y su distinción, conseguían disfrazar su minusvalía. Fue mi profesor de gimnasia desde mi primer curso en Zoco el Arba hasta el último, siete años después, en Rabat, con algún paréntesis cuando estuve en Tánger. Me trataba como a alguien de la familia. El último año, en el “Lycée Descartes”,  me eligió para la selección absoluta de fútbol del liceo, donde estudiaban más de  dos mil jóvenes. Reconoció públicamente, que el pequeño León, así me llamaba en Zoco el Arba, se había convertido en un extraordinario jugador. Yo tenía por entonces diecinueve años,  y fue aquel año de 1966 en el que más y mejor jugué y disfruté con el fútbol, aunque eso me costaría dejar de lado los estudios y perder el curso. Hasta mis propios compañeros de equipo, reconocían la gran  calidad de mi juego. En más de una ocasión, fui sacado a hombros del terreno de juego. Fue, dicho sin ambages, un año glorioso. Con Monsieur Goddard practiqué varios deportes con balón, como  Volley,  Baloncesto y Balonmano, pero también aprendí  a apreciar el Atletismo. Esa educación en el deporte, me ayudó en mi vida posterior y siempre me ha acompañado y ha sido parte de mi formación integral. 

Escrito en 2009 y publicado en mi libro Entre dos aguas en  2013

 

 

 

martes, 18 de enero de 2022

Recorrido sentimental por las calles de la memoria

 3.

 “ Las calles de la infancia huelen a nostalgia. Nuestra memoria está llena de puertas entreabiertas donde reinan fantasmas y misterios por desvelar.”   León Cohen

 

Recorrido sentimental por las calles de la  memoria

 

Aparqué el coche en la Plaza de España. Me bajé y respiré hondo, como queriendo recuperar los olores perdidos en jardines de la infancia, como queriendo recobrar el aire de tantos años pasados, en un exilio no deseado aunque inevitable,  alejado de mi pueblo. Este era un viaje proyectado muchos años atrás,  y siempre, por una u otra razón,  aplazado. Pero he aquí, que por fin estaba en Larache,  la ciudad donde nací y donde transcurrieron  mi infancia y adolescencia. Había venido solo, porque sólo yo podía realizar este paseo por el tiempo. Lentamente,  como midiendo cada paso, me dispuse a cumplir el objetivo de aquel viaje. Enfilé la calle que empezaba con la sastrería  “ Mi Sastre” ( mi sastre era un hombre alto, calvo y a pesar de ello canoso)  dejando a su flanco izquierdo a la Unión Española, y,  caminando por el flanco derecho,  pasé junto al  Bar Selva,  eché una mirada al interior y pude comprobar cómo los hermanos Selva, el de las gafas y el de la sonrisa puesta,  seguían en la brecha, saludé al Momi, el barman,  a quien encontré muy envejecido. Luego,  me detuve ante el escaparate de la Zapatería Companys,  el padre de mi compañera Margarita se mantenía como solía en la puerta de la tienda,  alto y erguido, con su inhalador colgado del cuello y vestido con corbata y chaleco azul. Por un momento recordé su voz mitad ronca, mitad atiplada y su caminar,  con los pies ligeramente enfrentados y la mano izquierda apoyada sobre el pecho. Pude asimismo comprobar cómo, todavía,  el escaparate exhibía un par de zapatos gorila y unas sandalias de crepé. Seguí subiendo la pequeña cuesta hasta  la esquina,  donde aún lucía con cierto brillo la placa del despacho de abogados, y la casa a la que siempre relacioné con el juez Don Manuel Moreno Garzusta.  Desde esa esquina se podía distinguir mirando hacía la izquierda y al fondo, la imprenta Cremades, el hombre de la acentuada cojera, un trecho más arriba, la farmacia Albarracin, del que nunca supe la identidad, para mí siempre fue su mancebo: un señor regordete con bata blanca, bigote poblado y muy pelado al cepillo, mirando  a la derecha, en la cuesta, podía intuir,  la tienda de Balaguer y en la puerta casi siempre,  alguna de las hijas o Delmas, su yerno,  el cual, por su tez oscura, su pelo azabache y muy lacio,  siempre me pareció  un indio de Bombay. Crucé la carretera y por el camino me topé con  la bodega de Salomón Fereres, miré hacía el interior y pude distinguir la figura de aquel apuesto zorro plateado. Luego, pasé junto a un taller de bicicletas y motocicletas dejando a mi izquierda lo que más tarde sería la Burraquía (mercadillo de telas, ropas y enseres domésticos).  Recordé que en  el callejón que había a mi derecha,  vivió en un tiempo el señor Benchluch , el practicante, al que en alguna ocasión hube de visitar con mi padre para alguna inyección urgente. Aquel hombre bajito y ligeramente encorvado, de voz profunda y de nariz afilada y excesiva, celebraba con parsimonia el pequeño ritual de la desinfección de las agujas y de la preparación de la jeringa, infundiendo en el enfermo  seguridad y temor a un tiempo.  Llegado a la pequeña rotonda, me detuve para contemplar las cuatro calles que allí desembocaban. Por un lado,  la calle del Cine Avenida, donde entre otras, se hallaban la comisaría de policía y la casa de los Torres,  a mi derecha,  la calle que llevaba a la farmacia Coliseo y a la plaza de abastos que diseñó el arquitecto Bustamante. Seguí hacía mi frente, dejando a un lado el  interminable  palacio de la Duquesa. Los pequeños gamberros que éramos entonces, saltábamos las vallas que daban a la calle colindante, la calle donde vivía Rubén el chofer del Lukus, el hombre más grande de Larache y del mundo,  para recorrer los jardines, desafiando al guarda quien, según decían los más experimentados,  disparaba a los niños con una escopeta de sal. En la primera bocacalle,  bajando unos metros se encontraba todavía el taller de plancha de mis “primas tías”  Simy y Allo,  a las que recordé con el cariño que siempre merecieron. Ladeé unos pabellones donde tiempos ha,  vivió mi amigo Carlitos,  hijo de un policía armada, al que tanto le molestaba que yo fuera a por su hijo en horas de siesta. Al final del palacio, otro cruce de caminos, a mi derecha la calle donde vivieron los Pérez. No pude olvidar aquella noche de cena de despedida en casa de mi abuela Luna, recuerdo cómo aquellos jóvenes emigrantes reían y bromeaban para ocultar su nerviosismo y su ansiedad,  a media luz , que era lo que abundaba en aquellos años oscuros. Al día siguiente viajaban a  Venezuela, hacía un destino incierto, era el año 1956, y entre ellos,  recuerdo desde mi pequeñez a  Baldomero, a Pérez y a mi padre. Mi padre volvió al cabo de un año,  pero Pérez se quedó y se perdió para siempre, en cuanto a  Baldomero nunca se supo de él.

Aceleré mi paso y en pocos minutos me planté en la segunda rotonda,  la de los colegios de los  Maristas y de las Monjas , en el primero jugué al fútbol (aquellos regates que hacíamos lanzando el balón contra  las paredes de las clases que limitaban el campo, recuerdo con precisión que Tuito era un maestro en este arte)  en el segundo,  estudió mi prima Flora y en más de una ocasión asistí a los partidos de baloncesto entre alumnas.

 Me detuve de pronto y me percaté por vez primera que aquella imagen fija de la calle hacia mucho tiempo que se había borrado y  supe que estaba haciendo un recorrido sentimental donde todo lo relatado fue y hoy ya nada era. Pero yo no tenía demasiado interés en ver lo evidente, así que decidí seguir mi propio camino. Arriba de la cuesta, hacía mi derecha se erguía el Patronato y un campito de tierra donde empecé a hacer gala de mis regates diabólicos con quince o dieciséis años, estaba por fin empezando a jugar bien, aunque fue en Tánger,  dos años más tarde cuando exploté y di todo lo que había estado aprendiendo durante tantos años Por aquel campito, se podía llegar, si mi memoria era fiel,  hasta la playa del Matadero. Luego, la rotonda de los Viveros, a mi derecha la entrada al parque y al lado, la Hípica,  adonde tantas veces acompañé a mi padre a las tiradas al plato y creo que de pichón, de las que  era asiduo además de buen tirador, a la izquierda, una gran extensión de tierra baldía, que en nuestra infancia atravesábamos para llegar recortando camino a nuestras casas de la Calle Barcelona. En aquellos descampados tenían lugar nuestras guerrillas de moros y cristianos a pedrada limpia,  en ocasiones, nos protegíamos  con escudos de madera algunas veces reales y otras imaginarios, porque eso sí, nos sobraba imaginación. Mi vecino,   Pepe Ortega Padilla,  era nuestro jefe. Más adelante, una suerte de casas adosadas que siempre se me antojaron ser unos pabellones militares y algo más distantes, al final de ninguna parte,  los tres cementerios, los cementerios de las tres culturas, aquellas que hicieron a España y a Andalucía grandes entre las grandes, siglos atrás. Había llegado al final de la primera etapa de mi viaje sentimental e imaginado por los caminos del recuerdo. Me prometí volver,  para recorrer otros lugares.    

 

 

 

domingo, 16 de enero de 2022

El 139

 2. 


El 139

El 139 no es un número cualquiera. Para empezar, es un número primo y la suma de sus dígitos da 13. Para seguir, el segundo y el tercer dígito son el triple del que les precede. El 139 se  me aparece como un número erguido, elegante, que expresa una cantidad importante, ya sea en años, kilómetros, euros o kilogramos. Además, incluye entre sus dígitos al número 39 y al número 13. El 39 es un número mágico: Sucede al insípido 38, delimita la frontera entre el final de la juventud y el comienzo de la madurez, es un múltiplo de 13, ahí es nada. Para los españoles del siglo XX, el año 39  representa el final de la Guerra Fratricida y el comienzo del Franquismo, y para los europeos, el inicio del segundo desastre mundial. Para los judíos, es el principio de la Shoah, el Holocausto. Todo esto y mucho más encierra el 139.  

Nunca había reparado en ello, pero la Guerra Civil española afectó de manera cruel y determinante a muchos miembros de mi familia.  Así, mi madre nunca se hubiera trasladado desde la provincia de Segovia a  Larache, de no haber sido  forzada por una situación económica producto de la guerra, que fue la responsable de una emigración masiva desde los pueblos a las ciudades y a otros países durante los primeros años de la posguerra. La pareja de mi tía Raquel y padre de mi prima Flora tuvo que escapar a Venezuela y sólo veinte años más tarde pudo conocer a su hija. Mi abuela y toda su familia perdieron a su hijo y hermano Yudá, que además era el sostén y el cabeza de  familia. Puede decirse que la guerra determinó las vidas  de todos estos seres.

Para mí, el 139 era el número de identificación que tuve como interno en Souk-el-Arba entre 1958 y  1962. Era el número que mi madre bordaba por las noches previas a mi partida, con hilo rojo, sobre todas mis prendas de vestir y sobre las sábanas. Recuerdo sobre todo el número “impreso” sobre los slips blancos (yo nunca usé los clásicos calzoncillos, que siempre me parecieron “cutres”, al igual que las horrendas camisetas de tirantes, que siempre me recordaron a las que portaba el señor Ortega, padre de mis amigos Antonio y Eduardo, cuando se levantaba de dormir la siesta con un humor de perros y con su insoportable olor, mezcla de sudor y tabaco). El trabajo era arduo y necesitaba de gran paciencia (imaginen la tarea de bordado sobre cada uno de cada par de calcetines)  pero era inevitable, ya que esa era la única manera para la lavandería del internado de  distinguir las  prendas de los internos. Mi madre todavía muy joven y muy guapa (mi madre fue excepcionalmente guapa, era de tez clara, pelo castaño muy denso, tirando a rubio, unos preciosos ojos verdes y un pequeño y bello mentón acompañado de unos labios carnosos y bien delineados, la nariz pequeña pero suficiente, un rostro sin ninguna irregularidad, rozando la perfección), sentada junto a la mesa camilla, bordando el número 139 bajo una luz tenue, en silencio, entretenida, en una tarde noche pre-otoñal de finales de los años 50, en Larache, es la que para mí es quizás la imagen más  dulce y enternecedora que he conservado de ella. La segunda, de parecido contenido emocional, ya en Algeciras, tiene que ver con su rostro tras los visillos, cuando a las cinco y media de la madrugada, me dirigía a tomar el autobús de la fábrica. Yo siempre miraba hacia atrás antes de doblar la esquina, como para despedirme de ella. Aquel gesto mío, antes de desaparecer, parecía infundirle tranquilidad. Cuando empecé a escribir este relato sobre el número 139, siempre supe que me conduciría inevitablemente al recuerdo de mi madre, ya que ese número pertenece a un tiempo en el que todavía para mí, el amor filial  permanecía inalterado.

                                                 Mis padres

De ella heredé una memoria que algunos tildan de prodigiosa. De pequeño, ella me recitaba la Canción del Pirata, de Espronceda: “Con cien cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela un velero bergantín. Bajel pirata que llaman por su bravura el temido… “ . O el pequeño poema de Calderón de la Barca: “Bella flor, qué mal naciste y qué fatal fue tu suerte, si al primer paso que diste, te encontraste con la muerte. El quererte es cosa triste, el dejarte es cosa alegre, y el dejarte con la vida, es dejarte con la muerte.” O también de Calderón: "Dicen de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba que sólo se sustentaba con las hierbas que cogía. ¿Habrá otro -para sí decía-más pobre y triste que yo? Y cuando el rostro volvió halló la respuesta viendo que otro sabio cogía las hierbas que él arrojó." O me cantaba el romance: “La noche de los Torneos pasé por la morería y vi a una mora lavando al pie de una fuente fría…No soy mora caballero, que soy cristiana cautiva, me cautivaron los moros siendo niña pequeñita…”.

 Las novelas de Corín Tellado, que ella devoraba con asiduidad, llevaban en contraportada un retrato de los grandes actores y actrices americanos. Así aprendí que Ava Gardner había nacido en 1922 como mi madre, Gary Cooper y Humphrey Bogart en 1901 y 1900 respectivamente.  Yo me enamoré de Ava Gardner en  Las Nieves del Kilimanjaro, donde actuaba junto a Gregory Peck, vi aquella película en el Coliseo María Cristina de Larache, siendo un mocoso de no más de 6 o 7 años. Para mí, siempre sería el rostro de mujer perfecto, el más atractivo y  acorde con mi idea de la belleza femenina. Mientras este relato se escribe, recuerdo su hermosura incomparable y la  angustia  que atenazaba mi pequeño corazón, cuando Peck la recordaba en una inolvidable escena de la película. Nunca un rostro se hizo más acreedor a la  inmortalidad.

El 139 fue un pequeño interno melancólico, triste y muy tímido el primer año, al principio confuso, por el difícil trance que supuso la separación de su familia, para ir convirtiéndose en los años siguientes en un adolescente rebelde y en un interno experto. Durante esos cuatro años de internado, conoció el valor de la amistad verdadera, aquella que se desarrolla más allá de los juegos, a través de la palabra, la dialéctica y el sentimiento. También conoció el encantamiento que produce el enamoramiento a los quince años. Se inició en el aprendizaje del Algebra y del teatro clásico francés que para él significaron dos descubrimientos importantes. Autores como Corneille, Racine o Molière, siempre serían parte de su bagaje cultural. También accedió a la  práctica de diversos deportes entre los que destacó el fútbol. Profundizó en el habla y la escritura de la lengua francesa hasta convertirla  en su primer idioma, por encima incluso de su lengua materna, el español. Podía recordar como en primero de bachiller, el primer día de clase en que Mme Chambrette le preguntó su nombre y apellido, y cómo él, pronunció: Léon Cohen, acentuando la n de Léon  y dejando muda la de  Cohen. La profesora le corrigió, y desde aquel día siempre pronunciaría la n de Cohen y dejaría muda la de Léon. 

Este relato nació mientras observaba el mar desde la playa, vino a mi mente el número 139, y luego el relato sólo, ha ido viajando de un lugar  a otro, desde mi madre hasta Ava Gardner. Pero un relato no es nada, sino es la expresión de un conjunto  de sentimientos, cuya envoltura son lugares, personas  y paisajes del pasado. Aquellos años y aquellas personas debieron ser fundamentales en mi educación sentimental porque en todos mis relatos hay una o varias referencias a ellos. Un retorno a un pasado lejano que trato de recrear, ya que recordar es imitar a la vida en un intento de buscar la inmortalidad de aquello y de aquellos a los que recordamos.

De mi libro “Entre dos aguas”, 2013

 

 

 

miércoles, 5 de enero de 2022

EL BALCÓN DE LUNA

1.

 

«EL BALCÓN DE LUNA», UN RELATO DEL ESCRITOR LARACHENSE LEÓN COHEN

Me llegó ayer este relato de León Cohen lleno de añoranza. Es uno de sus textos más delicados y emotivos. Tiene un ritmo pausado que le confiere ese toque de apacible fluir que tanto me reconcilia con una narración bien escrita. Y con él, nos lleva hasta ese balcón tan especial de Larache. Lo comparto rápidamente en mi blog antes de que León se arrepienta de haberlo enviado, para que todos podáis disfrutarlo.

Sergio Barce, junio 2020

El Balcón de Luna

Más tarde o más temprano, el tiempo nos devuelve al jardín de la infancia, al jardín de los recuerdos, que para mí siempre será el Balcón de Luna”

Cuando uno recorre los habitáculos de su memoria, la memoria de su vida, uno se topa con escenas, instantes, lugares y personas que dejaron una huella perenne e imborrable. Algunos de esos lugares son paradigmáticos y es inevitable referirse a ellos por lo que significaron en su momento y con el transcurrir del tiempo. Uno de esos lugares fue y sigue siendo el balcón de   mi abuela Luna.

El balcón de Luna es bastante más complejo que un voladizo de unos seis metros de longitud por uno de ancho, rodeado por una barandilla de hierro. Bajo esa forma común y sencilla subyacen otros muchos significados  que lo convierten en un referente de mis recuerdos y en mucho más. Ese balcón no es solo lo que parece, sino lo que representa para el adulto que recuerda y  para el escritor que transforma en palabras los recuerdos. Es el balcón de mi primera infancia, y más tarde el de mi memoria. Es también el balcón de la nostalgia. Es una atalaya desde donde contemplar mi pasado y el de mi familia, pero también el pasado de  mi pueblo natal. Es el lugar desde donde el niño extendía su mirada soñadora hacía todo lo que ocurría enfrente, al lado y debajo. Donde la vida se le presentaba en todo su esplendor y su bullicio, llena de voces, de ruidos y de colores. Pero también es el balcón de la alegría y de las emociones. Y es además uno de los pasadizos a través del cual la memoria del adulto se reencuentra con su  pasado. Es un balcón que hace parte de una casa  pero también de un sueño, el  sueño del niño que fue feliz. Ese balcón  convertido ya en un símbolo es parte de mi memoria vital, pero también de mis ensoñaciones, de manera que siempre que puedo, vuelvo a él para recuperar ese tiempo perdido que fue el de mi infancia, en una suerte de diálogo diacrónico conmigo mismo.

En esta especie de análisis introspectivo he llegado incluso a preguntarme: ¿Acaso el balcón de Luna no podría ser también una excusa, una argucia, un invento o una vuelta de tuerca al Tiempo, de las que el escritor se sirve  como motivo o argumento,  para sumergirse en su pasado y relatar  lo acontecido junto a lo imaginado? ¿Y por qué no? ¿Acaso nuestra memoria cuenta solo la verdad, nada más que la verdad y toda la verdad? ¿Acaso nuestra memoria no confunde sin proponérselo o a propósito, ficción y realidad?

Ese balcón tiene además su trastienda, que no es sino la vida de la familia de mi abuela, compuesta por mis dos tías Raquel y Mery, mi prima Flora, mi tío Elías y nosotros, sobre todo mi hermano, mis dos hermanas y yo.

En todas las casas hay un alma mater y en esta es sin lugar a dudas Luna, mi abuela, la que cocina, la que cose, la que va  al mercado y la que aporta equilibrio y sosiego a las discrepancias  familiares. Y a la que extrañamente no recuerdo durmiendo. 

El balcón por la mañana era un mirador desde donde se podían apreciar todos los  movimientos rutinarios de los comerciantes de enfrente, desde su llegada, la apertura de los locales, el posterior deambular de los clientes y de los transeúntes y la hora del cierre de las tiendas bien entrada la noche. Era un balcón rebosante de vida. A él nos asomábamos, en él posábamos para hacernos fotos, y desde él presenciábamos el discurrir de la vida desde la calle Italia hacia el Zoco Chico o hacia la calle Real y viceversa. Desde ahí veíamos y oíamos pasar las bodas musulmanas por la noche o los entierros con sus cánticos característicos de día. La vida y la muerte, tan opuestas y tan cercanas.

Pasados los años, volví en muchas ocasiones al balcón de Luna, no sé si en sueños o  con la imaginación, me detuve  y me asomé para recordar mi primera infancia y desde él la repasé, la recorrí  y la recreé. También recobré los olores y los sabores de aquellos años. Olor y sabor del pan amasado en casa que se desprendía del horno cercano en el Zoco Chico, sabor a buñuelos y té, olor a especias de la tienda de Kassem, olor y sabor a dafina…Mientras viva, el balcón de Luna seguirá ahí firme y evocador, habitándome, iluminándome y guiándome por los caminos del recuerdo, como una pequeña luz o un faro a los que poder siempre recurrir y seguir.   Junio de 2020

 

lunes, 3 de enero de 2022

MI LIBRO JACOB COHEN

 


                                                                     PREFACIO

 

“Inconscientemente, cuando el padre de León Cohen aparece, aunque sea de manera furtiva en sus relatos, cobra vida de manera inusitada, y la rápida descripción que hace de él lo dota de vida, de protagonismo, como una presencia que nunca desapareciera”. Sergio Barce

 

Si esta especie de biografía ilustrada o  retrato, empieza con el entierro de mi padre, es porque a raíz de su muerte inesperada, cobró vida para mí una manera diferente de ver mi infancia y sus personajes. Es a partir de su muerte  cuando  comenzó a rebobinarse la película de mi propia vida. Fue un punto final que marcó un punto de partida hacia atrás, hacia un  pasado  poblado de fantasmas, donde su figura domina  y  donde para mí  siempre fue el rey.  En esta especie de homenaje a su vida y a su persona, he reunido todos los relatos en los que figura como protagonista directo o indirecto, y donde he podido, los he acompañado de fotografías que tratan de  ilustrar y acompañar lo que expresan las palabras. Estas fotografías son las guardianas que fijan y representan instantes y testimonios de vida, proyectándolos  hacia el futuro, para que las generaciones venideras puedan contemplar su pasado y conocer cómo eran y cómo se expresaban y sentían aquellos seres que les precedieron. Quiero señalar porque es significativo, que en algunas de las fotos elegidas, aunque yo no salga, sí que presencié la instantánea como espectador, y por lo tanto mis comentarios son los de un testigo directo de esos momentos vividos. Ha ocurrido que estos relatos que se hallan dispersos en algunos de  mis libros anteriores, fueron escritos en fechas muy distantes entre sí  (algunos separados por más de veinte años) y nacieron como historias aisladas sin relación entre ellas y sin ninguna pretensión a priori de conformar una línea común. Pero el proceso creativo es indescifrable y  lo imprevisible ha tenido lugar, de modo que al cabo del tiempo he podido constatar que como las piezas de un puzle, estos relatos creados de manera independiente, encajan perfectamente, constituyendo una innegable unidad temática. En consecuencia, reunirlos aquí como un solo bloque, me ha parecido una manera sencilla  de acercarlos al lector y de compartir con él mi visión del personaje y mostrar por fin el retrato acabado. En ocasiones he llegado a preguntarme si este libro no estaba ya escrito en mi cabeza y han sido el tiempo y mi evolución personal,  los que han ido extrayendo cada uno de sus capítulos de manera escalonada. Como si este libro contara la historia de dos personajes singulares uno padre y otro hijo, con perfiles muy distintos y en algunos casos hasta opuestos, que hubieran sido diseñados por el destino para encontrarse y vivirse, uno delante y otro detrás de la cámara, uno protagonizando y el otro filmando y contando. Porque cuando un escritor relata la vida del personaje desde el respeto, el cariño y la admiración, también en cierto modo, se está retratando a sí mismo al desnudar sus sentimientos, como si el personaje lo atrapara y le obligara a ello. 

Muchos de los relatos de este libro parten o describen hechos realmente acaecidos que el autor vivió en primera persona, o que le fueron contados por otros u otras. Algunos, como el extracto de la Carta a Juanita Narboni o Jacobi, mezclan ficción con realidad y convierten al personaje Jacobi en un personaje novelesco más, relacionándolo con Juanita o con Sol Bensusan y haciéndolo partícipe del universo literario tangerino del autor, para culminar finalmente con el Reencuentro con Jacobi. En estos últimos relatos, sorprendentemente, persona y personaje llegan a confundirse  sin que el personaje pierda en ningún momento su identidad real.

 Uno se puede enfrentar a estos relatos desde perspectivas variadas, pero en todos ellos el lector podrá descubrir el cariño profundo y casi incondicional que profesaba por Jacobi. El personaje lo merecía. Y digo personaje, porque cuando se estaba con él, uno nunca sabía  si estaba con el protagonista de una película o con un ser real, tal era su presencia envolvente. 

Dotado de un carisma y de una personalidad arrolladores, apoyados en un físico agradable (sus amigos le apodaban Jacobi el guapo) y una voz cálida y seductora, mi padre fue sobre todo un ser generoso y un optimista irreconciliable, que desprendía vida y empatía e infundía confianza. Nada narcisista, sabía ganarse la simpatía de los demás por su trato natural y respetuoso, donde el interlocutor fuera cual fuera su status social o su edad, se sentía importante y correspondido. Sabía escuchar y darle su sitio a cada uno. Conocía como nadie los tiempos y las cadencias de la conversación, para que el intercambio de palabras nunca se transformase en dos monólogos. Y si había debate, también sabía dar entrada en cada momento a los debatientes. Su empatía era tan natural que a nadie se le ocurría pensar que era una pose, porque él se preocupaba sinceramente por los problemas de su prójimo, lo manifestara o no. Todos esos atributos que son los que popularmente se conocen como don de gentes, hacen de él un  ser  entrañable y una figura inolvidable para todos los que le conocimos. Los numerosos  testimonios de personas que lo trataron me dejaron gratamente sorprendido. No puedo evitar repetirme cuando hablo de él, y quizás con palabras distintas o parecidas, en muchos de mis relatos donde lo menciono o está presente, dije algo parecido a lo que estoy manifestando en esta introducción. Necesitaría un exceso de sinceridad que no poseo, para expresar lo que mi propio pudor me impide afirmar para no parecer excesivo al referirme a él. A veces la moderación puede  resultar más contundente que la exageración.  Y es que, sentimientos como el cariño o la admiración, no necesitan potenciarse con adjetivos empalagosos para provocar emoción.

                 PREFACIO DE MI LIBRO JACOB COHEN (HEBRAICA EDICIONES 2020)


👉Paloma F. Gomá sobre Jacob Cohen

👉SERGIO BARCE sobre Jacob Cohen 


 Dónde pedir el libro Jacob Cohen :

 jig.infodavar@gmail.com       




CRÓNICA DE UN REENCUENTRO

 

PRÓLOGO

 

Durante mi estancia en Polonia (de 2008 a 2013) amplié el ámbito de mi investigación desde la Literatura negroafricana o subsahariana en español a la Literatura africana en español

En esa época descubrí a un notable conjunto de autores magrebíes y saharauis que escribían en español y también fue el momento en que me encontré con la obra de León Cohen Mesonero. 

En el año 2008 la editorial SIAL, en la que yo había publicado ya varias obras en solitario y en colaboración, sacó a la luz el libro Calle del Agua, Antología de la Literatura Hispanomagrebí contemporánea. La  obra había sido concebida inicialmente por Rodolfo Gil Benumeya Grimau, que en la década de 1960 había dirigido un Centro Cultural Hispánico, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, como yo también dirigí varias décadas después otro Centro Cultural español. No coincidimos ni en el tiempo ni en el lugar, pero sí coincidimos en haber sido ambos directores de dos centros culturales españoles en África.  Lamentablemente Rodolfo Gil Benumeya murió en el mismo 2008. Aunque no tuve la oportunidad de conocerle, su proyecto fue culminado con éxito por Manuel Gahete y otros cuatro autores.  

Calle del Agua me ofreció por primera vez el nombre y la obra de León Cohen Mesonero. Se habían seleccionado para la mencionada antología dos relatos, uno autobiográfico, La calle Real (de Larache) y el magnífico Rachid y el Señor Levy, que después tuve oportunidad de ver publicado en otras antologías y que se encuentra en el apéndice de la obra que hoy nos ocupa.       

Interesada ya de lleno por la obra de León Cohen, seguí buscando y di con selecciones de cuatro de sus libros en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes: Relatos robados al tiempo (2003), del que se habían seleccionado cuatro relatos; Cabos sueltos (2004), libro dividido en cuatro libros a su vez, los tres primeros de poemas y el cuarto de reflexiones de pequeño formato en prosa; La memoria blanqueada (2006), del que había dos narraciones; y Cartas y Cortos (2011), con una selección de cuatro títulos. 

Relatos robados al tiempo es un libro que me impactó profundamente. Allí tuve ocasión de conocer a Juanita Narboni y a Sol Bensusan,  a Jacobi, de volver a  encontrarme con Rachid y el Señor Levy, de enfrentarme al terrible viaje de los boat people, de revisitar una guerra civil que para mí estaba novedosamente deslocalizada, pero sobre todo fue la oportunidad para encontrarme con El Alquimista.    

Fui leyendo todo lo que encontraba escrito por León Cohen y sobre León Cohen y fui haciéndome mi propia imagen del autor. En la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes sus libros estaban indexados como Literatura marroquí; Literatura africana; Literatura española; Poesía marroquí; Narrativa española. El autor se me revelaba como algo misterioso y difícil de clasificar para que lo entendieran mis alumnos polacos. ¿Era autor judío, francés, marroquí, español? Mi respuesta era que sí, que un poco de todo.

     A medida que iba leyendo sus relatos y los retazos de su biografía en blogs como el de Sergio Barce, dibujaba un mapa de su interesante vida, de padre judío nació en Larache en la época de los protectorados español y francés en Marruecos, diez años antes de la independencia del país magrebí. León Cohen tuvo la suerte de vivir los años de su crecimiento y primera juventud en ciudades cosmopolitas como la atlántica y tolerante Larache y sobre todo en la mítica Tánger en la época de su máximo esplendor. Tánger era una ciudad enteramente polifacética, orgullosa de su multiculturalidad, como no podía ser menos para una ciudad con estatuto de internacionalidad. Allí diferentes tradiciones y religiones convivían en serena concordia (en el momento de la independencia de Marruecos habitaban en Tánger 40.000 musulmanes; 31.000 cristianos y 15.000 judíos). En esos días León transitaba su infancia y adolescencia sin solución de continuidad por diferentes culturas, la judío-sefardita, la árabe-bereber, la francesa y la española, ésta última a su vez conformada por elementos castellanos viejos y andaluces.

    Utilicé los relatos de León Cohen como parte del material para el seminario de literatura africana en español que estuve impartiendo en la Facultad de Iberística de la Universidad de Varsovia. Varios de mis alumnos eligieron los relatos de Cohen para sus comentarios de texto entre una buena oferta de autores magrebíes, guineo-ecuatorianos, cameruneses o gaboneses escribiendo en español.

Mi fascinación por algunos de los relatos de León no ha decaído en absoluto con el paso de los años.  Y esta Crónica de un reencuentro me ofrece la doble oportunidad de releer una vez más los admirados relatos y poder además escribir sobre ellos.

Dejando a un lado su producción académica y poética, la obra narrativa de Cohen puede dividirse en cuatro bloques, que responden a distintas posiciones del narrador. En el primer bloque el narrador será el Yo autobiográfico donde el autor se cuenta a sí mismo y comparte con sus lectores los lugares y los personajes de su pasado que le han convertido en el León Cohen que ahora es; el segundo bloque utilizará la tercera persona para dar lugar a la narración de acontecimientos objetivos; el tercer bloque se corresponde con la literatura epistolar donde el adquiere protagonismo en tanto que las cartas siempre van dirigidas a un tú concreto con nombre y apellidos, destinatario de los mensajes epistolares.  Finalmente en el cuarto bloque también habrá un narrador (aparentemente) objetivo que cuenta las historias de otros. Pero no nos dejemos engañar, en estas historias - como en El alquimista o en Rachid y el señor Levy -, el discípulo, el narrador y el alquimista; y Rachid y Levy son reflejos, avatares del autor. De una manera o de otra el escritor oculto, disfrazado, desdoblado o distópico, se va desvelando en sus personajes.

El primero y más numeroso de esos bloques está formado por las auto-narraciones que describen su microcosmos: las ciudades de los recuerdos o los recuerdos de las ciudades, la nostalgia de la adolescencia vivida y sentida en un tiempo milagrosamente paradisíaco a pesar de las carencias materiales, El  recorrido sentimental por las calles de la memoria, esas que se solapan, se bifurcan y convergen hasta identificarse plenamente con las calles físicas que un día existieron y que ahora se han transformado de forma dramática para el autor. En este bloque encontramos muchos relatos costumbristas que describen no solo calles, locales o ciudades, siempre espacios de la infancia, la adolescencia y la juventud, sino también miembros de su familia, como la querida abuela Luna y otros entrañables personajes. El obligado exilio, el desgarro de tener que abandonar la querida ciudad, la emigración con la familia marcarán ese recuerdo que destila añoranza. Relatos inolvidables de este apartado son Mi casa, La calle Real o la Calle Barcelona. 

El segundo bloque, el más periodístico, en el que el autor se objetiva y se distancia para hablar de problemas candentes de nuestro tiempo y de nuestra sociedad, así encontramos Camisas mojadas, sobre el cruce del Estrecho en pateras por pobres inmigrantes irregulares o Aquella mañana aciaga, sobre el atentado del 11-M en Madrid.

El tercer bloque se compone de cartas. Cohen utiliza con habilidad la literatura epistolar para hablar con personajes que se encuentran muy cerca del autor pero temporal o espacialmente lejos. En este grupo encontramos la exitosa Carta a Juanita Narboni 1; Carta a Juanita Narboni 2. Jacobi; Carta a una amiga americana; Carta a mi padre; Carta a mis tías; Carta de un ciudadano corriente o la Carta a Jacobo Israel Garzón.  

En el cuarto y último bloque narrativo aparecen los relatos del narrador menos autobiográfico y más virtuoso, el mago de las palabras, el malabarista, el hacedor, el creador de personajes con vida propia. Y entre ellos aparecen los increíblemente bien perfilados Rachid y el señor Levy y El alquimista, incluidos en el apéndice de esta obra.

Llegados a este punto de creación literaria nuestro autor ejecuta una original vuelta de tuerca por la que algunos de sus personajes mejor logrados vuelven a encontrarse con su autor, dialogan con él y tienen nueva voz.

Cierto es que no es totalmente nuevo este recurso en nuestro autor dado que ya en Tributo a dos ciudades: Larache y Tánger aparecen tres narraciones en los que el autor y sus personajes, o los creadores de otros personajes que han influido en su obra,  se encuentran y dialogan en persona. Así encontramos:  La librairie des colonnes donde el escritor se reúne en un tiempo imposible con los por algunos considerados escritores malditos Mohamed Chukri y Ángel Vázquez;  La Calle Goya donde Juanita Narboni (personaje principal creado por Ángel Vázquez) y Sol Bensusan (su contraparte o reverso, creada por León Cohen) participan con el mismo Cohen en un intenso diálogo; y finalmente  Encuentro en Tánger donde nuevamente Juanita y Sol se reúnen para rememorar la añorada Tánger, esa magnífica ciudad donde nadie podía sentirse extranjero, ese querido lugar del que tuvieron que exilarse para convertirse en tangerinos errantes vagando por el mundo en una diáspora sin retorno

En Crónicas de un reencuentro: relatos imaginarios con cinco personajes clave vuelve Cohen a recuperar, a revisitar a esos personajes afortunados, brillantemente perfilados muchos años antes. Esos personajes, a diferencia de su padre a quien escribe una carta años después de haber fallecido, nunca estuvieron muertos, no había que resucitarlos, solo había que visitarlos y comentar con ellos el efecto del tiempo.

Y esto es de lo que trata este libro, de hacer una reflexión sobre el proceso creativo diacrónicamente, a lo largo del tiempo, se trata de saber algo más de los personajes, cómo se comportan ahora, qué piensan después de los acontecimientos transcurridos, como actúan con sus nuevas circunstancias de tiempo y espacio, de historia a sus espaldas. Podemos pensar que necesariamente la evolución de los personajes ha de ser la del propio autor a lo largo de la línea temporal que ha recorrido, podemos pensar que necesita contarnos sobre los personajes algo más que quedó pendiente en su momento, o podemos pensar que los personajes están creados de una manera tan verosímil que tienen existencia  propia y sus ideas y su carácter han ido adaptándose a las cambiantes circunstancias. Sea cual sea la opción que el lector elija, en esta obra no son los personajes quienes buscan al autor, como nos dice Cohen en su prefacio citando a Pirandello, sino que es el autor quien ha llamado a la puerta de los personajes para ver cómo se desenvuelven en su vida actual. El creador no se olvida, el padre se preocupa por sus hijos. Cinco personajes: Rachid, el aprendiz de alquimista, Juanita, Sol y Jacobi dialogan años después con el escritor que les dio vida. Apenas treinta y cinco páginas son la esencia de un prodigioso y original juego donde el intelecto y la literatura se dan la mano.

Lector, queda en tu mano una nueva interpretación de este libro que se bifurca y crece de forma ilimitada. Lector, tienes en tus manos una fuente de innegable disfrute.                                                                                                                      Gloria Nistal   (Marzo 2019)



CRÓNICA DE UN REENCUENTRO 

(Extracto de mi libro publicado por Editorial Círculo Rojo en 2019)

Llamé a la puerta de mis personajes y todos acudieron. Y todos se manifestaron en su nuevo tiempo, y a todos atendí y entendí. Excepto Jacobi, que se había despedido veinte años antes y al que decidí no dar voz por respeto a su silencio eterno, pero al que una vez más me dirigí para ensalzar su omnipotente y entrañable presencia, y lo hice a través del niño que yo era y de su amiga Sol Bensusan. Y completada la crónica de este reencuentro, ya puedo despedirme de ellos y  dejo para ti querido lector, sus voces, sus confidencias  y sus reflexiones en estas páginas, que como dice la escritora Gloria Nistal, son la esencia de un prodigioso y original juego donde el intelecto y la literatura se dan la mano..



CAPÍTULO 2

Reencuentro con Rachid

            Como dije, Rachid abandonó la parábola moral de la que fue protagonista en el cuento escrito en 1995 que llevaba por título Rachid y el señor Levy,  y se dirigió al café “La Crónica”  situado en una de las principales avenidas literarias de la mente de su autor. En esa avenida nacieron entre otros, cuentos como El Alquimista y La Biblioteca, y en una calle adyacente aunque desplazada en el tiempo, se fraguaron historias como la Carta a Juanita Narboni o Jacobi primero, y bastantes años más tarde La Librairie des Colonnes, La Calle Goya y Encuentro en Tánger.  El autor no sabría afirmar si Rachid fue citado en primer lugar por razones cronológicas o por motivos menos aparentes, pero la realidad es que fue el primero en acudir a la cita con nuestro narrador.

Tenía una edad indefinida, entre los cincuenta y los sesenta años. Habían pasado más de veinte desde su aparición en el año 1995. Bien vestido, muy a la moda, coqueto en las maneras y en los ademanes, quizás con algo menos de pelo y unas gafas que le daban cierto aire de intelectual, Rachid, convertido en viejo profesor de la Sorbona, ya en retirada, le recordó a sí mismo en determinada época de su vida.  Autor y personaje se saludaron con afecto y efusión, pues era mucho el tiempo transcurrido y ambos se hallaban ahora en situaciones muy diferentes a las de veinte años atrás. En estos años, el escritor había  publicado varios libros y se había afianzado tanto en su labor profesional como en la literaria, llegando a ser considerado un escritor de cierto prestigio entre un grupo, hay que decirlo, no muy numeroso de lectores y  críticos. Por su parte, Rachid  y su historia se habían dado a conocer en varios medios de difusión, lo que le había convertido en personaje público. No en vano, se había producido en esos años la gran revolución digital y el mundo que conocimos a finales del siglo XX, en nada se parecía al de las dos primeras décadas  del XXI. La extensión de Internet al mundo entero y la aparición de las redes sociales habían supuesto una revolución inimaginable veinte años antes.  Y así transcurrió este primer reencuentro:

­─Bueno Rachid, comenzó el escritor, esta situación supone para mí una oportunidad única de poder establecer un recorrido dialógico contigo transcurridos casi veinticinco años. Creo que volver al origen del cuento que escribí a mediados de los noventa del siglo pasado, para contar detalles de ti mismo que desconoces, puede ser un buen comienzo. En primer lugar tengo que decirte que la elección de Rachid como nombre no fue arbitraria, tiene que ver con mi propio pasado. Durante toda mi infancia y adolescencia solo puedo recordar a cuatro personas con tu nombre, quiero imaginar que sería un nombre poco extendido entre la población marroquí de la época. El primero fue un gran amigo mío cuyo nombre completo era Rachid Tetuani, nos conocimos en Souk-el-Arba con apenas doce años. Él era un chico de talla media, bastante rubio con unos bonitos ojos verdes, la mirada inteligente  y una risa contagiosa. Por su aspecto físico, cabía pensar que su ascendencia pudiera  ser de origen bereber. El hecho es que desde el principio hicimos buenas migas, porque a los dos nos gustaba el deporte, luego la amistad se fue afianzando. Rachid era simpático, cariñoso y  de trato fácil, creo que nunca llegamos a discutir. Pasados unos años, volvimos a encontrarnos en el liceo de  Rabat y mantuvimos la amistad. Ocupa un lugar privilegiado en  mi memoria sentimental. El segundo Rachid que conocí fue en el internado de Rabat,  se llamaba Mouley Rachid Alaoui y era algo así como un primo del rey Hassan II. Era un chico educado, algo taciturno y con bastante habilidad para jugar al fútbol.  Nuestras conversaciones siempre giraban en torno al balón y sus derivadas. El tercer Rachid fue un compañero del Lycée Regnault en Tánger y se apellidaba Temsamani, era un joven educado a la europea, hijo de la burguesía tangerina, siempre muy bien vestido y no muy estudioso, aunque muy socarrón y con gran sentido del humor.  Finalmente el cuarto y último, era algo mayor que yo y regentaba una discoteca muy conocida en Tánger. De todos guardo un grato recuerdo. Tengo que significar que Rachid como nombre parecía tener en la época, cierta connotación de nobleza en Marruecos y era un nombre utilizado sobre todo entre la burguesía marroquí.

»Tu lugar de origen, Mechra Bel Ksiri, era un pueblito cercano a Zoco el Arba, donde había nacido mi amigo Maklouf Lugassi, el hijo del Mismisi, un larachense emigrado y compañero de colegio de mi abuela Luna. Yo nunca estuve allí, pero el nombre de ese pueblo conserva para mí un significado especial. Los hechos que citas de tu infancia, corresponden a los que yo mismo viví  en el zoco chico de Larache y hacen parte de la realidad diaria de mi ciudad en la zona española del Protectorado para un niño de ocho  o diez años. Hay que situarse en el tiempo, son los primeros años 50 del siglo XX, antes del año 1956, el de la independencia de Marruecos. La posguerra había empezado  diez años antes y seguía vigente en España, y Larache no era sino una prolongación con matices de la España franquista. Desde 1912 en Larache compartían espacio tres culturas, la arábigo-bereber musulmana, la judío sefardita y la hispano católica. La necesidad también obligó a la convivencia entre diferentes, por una cuestión de pragmatismo. Esa  coyuntura tuvo como consecuencia no prevista una notable interpenetración cultural que indudablemente enseñó tolerancia y enriqueció a los miembros de las tres culturas aunque fuera a posteriori. O dicho de otro modo, esa convivencia obligada por las circunstancias contribuyó a un  entendimiento inevitable pero sincero.  Había pobreza, había escasez de recursos aunque hay que puntualizar que Europa también vivía una terrible posguerra y por lo tanto  nuestros vecinos europeos no estaban mucho mejor. Los bienes de consumo eran casi inexistentes para todos. La mayoría de nuestros padres, la generación de la guerra, iba  tirando con sueldos o jornales exiguos. Todos los niños de mi edad pueden recordar los pantalones zurcidos o los zapatos remendados. No se pasaba hambre, pero había poca alegría en las cocinas. Ocurría que la gente se adaptaba porque no conocía otra cosa, y sus necesidades eran menores, diríase que mínimas. Sí hay que reseñar que en las sociedades de la escasez, la solidaridad es mayor  y en muchas situaciones fueron un recurso y un remedio necesarios e inevitables. Y a pesar de todo, al menos así ha quedado en mi recuerdo, los niños de la escasez fuimos felices a nuestra manera, pues a falta de pan buenas  eran  tortas, como reza el dicho.

»Como ves, fueron múltiples e imprevisibles los elementos autobiográficos y otros, los que influyeron y confluyeron en la elaboración del cuento. Fuiste un niño feliz, que tuvo la suerte de tropezarse en su camino con el  señor  Levy, quien como muchos maestros  de antes y de siempre, con su ejemplo, supo abrir las puertas de tu mente y de tus inquietudes hacía nuevos horizontes. Y de una manera sutil  te dejó marcada la senda a seguir. Pero además, en ese cuento se mezclan otros muchos conceptos como la amistad, como valor supremo por encima de creencias e ideales, la importancia del conocimiento como un fin en sí mismo, la ética como valor moral hacia el que hay que tender siempre. Y por fin, la parte mágica con la que acaba el cuento, donde el señor Levy aparece como un santón que trata de proteger al hijo de su amigo árabe, no solo física sino también moralmente, a través de las tres virtudes que lo acompañan todas las noches.    

 Mientras tomaban un café, Rachid que había escuchado atentamente a su autor, se lanzó a una exposición que no dejó de sorprender a nuestro narrador a pesar de la íntima y evidente interrelación entre ambos:

─Me sorprende saber lo que cuentas y no puedo evitar ser Rachid, sí,  el personaje del cuento que escribiste en 1995, ni dejar de considerarme y enorgullecerme de ser  discípulo del señor Levy. En cuanto a mí, debido a mi formación como profesor universitario y a mi procedencia de un país como Francia (aunque de origen marroquí) al que admiro por su acervo cultural y por su innegable influencia en la historia pasada y reciente de Europa. Para mí Francia es la tierra de Montaigne, de Molière, pero también la de Descartes, Pascal,  Voltaire y  Montesquieu  y más recientemente de Valery, Sartre y Malraux, dejando entre dos aguas a mi admirado Camus originario de Orán y con una abuela española. Esto por citar a algunas de sus grandes  plumas. Pero, Francia es también el país de la revolución del 1789, de la “Resistance” al nazismo y paradójicamente del “Colaboracionismo”. Pero sobre todo Francia o su misión cultural,  fue la responsable de mi educación académica y sentimental  desde los cuatro hasta los veinte años.  Me considero biznieto de Baudelaire e  hijo de Prévert, Bécaud, Aznavour, Jean Ferrat o Jacques Brel (que era belga) y contemporáneo de Halliday o Claude François.   

»Yo procedo de un cuento con componentes autobiográficos, pero lo esencial  del cuento bajo mi punto de vista, es la influencia “moral” del señor Levy que es la que va a determinar mi comportamiento vital acorde a unas normas de conducta ética relacionada con el estudio,  la sabiduría y la moral natural. El recurso del autor para moverse en un plano de fantasía busca como objetivo imprimir  un halo de misterio que le sirve para apoyar sus argumentos. Esta historia también hace alusión a la  interculturalidad o transculturalidad como dimensión enriquecedora de nuestra sociedad.  Es en cierto modo una parábola, donde se mezclan conceptos tan sólidos como amistad, sabiduría, estudio, humildad, honradez etc…Yo Rachid, soy el símbolo del alumno aplicado y dispuesto a aprender, mientras el señor Levy es una fuente de saber  y de comportamiento ético y moral.     

»Pero en estos años he envejecido (nadie escapa al paso del tiempo) y he evolucionado hasta reconocerme en un personaje más maduro y equilibrado, alejándome de la radicalidad de los extremos, para situarme en el que creo ser mi verdadero lugar en el mundo. Hasta llegar aquí, el recorrido ha sido complejo pero  gratificante. He conseguido escapar de tu relato y he logrado hacerme mi hueco en un mundo nuevo y extraordinariamente cambiante. Recordarás amigo autor, que en aquel pequeño cuento, hablábamos de amistad, humildad, honradez y sabiduría, pero también de tolerancia y de respeto al otro, al hermano diferente. Verás amigo autor, un escritor que no aborde los grandes problemas humanos, que no se implique en su definición ni en su importancia, un escritor que no se pronuncie sobre  los temas éticos, será solo un narrador de historias sin contenido, un escritor cojo, un entretenedor. En lo que a mí atañe, a lo largo de mi vida tuve la suerte de ahondar en el conocimiento de diferentes culturas, y eso me permitió ser más permeable, asequible y flexible, hasta llegar a considerarme ciudadano del mundo y por encima de todo hermano de mis congéneres. Entre otras muchas cosas, aprendí que la compasión es la expresión más genuina de la empatía y del amor por nuestros semejantes y la que nos conduce al disfrute de la vida.

─Estimado Rachid, comparto tu reflexión sobre la importancia de la ética y sobre el compromiso en la literatura, más allá del componente de entretenimiento que también es inherente a ella. Además la fantasía literaria permite abarcar todos los temas bajo ángulos múltiples, y deja al escritor la libertad de decir lo que piensa y su contrario, sin caer en las contradicciones de la realidad diaria. También he podido constatar Rachid, a través de tus palabras, que la herencia de tu maestro permanece intacta. 

─Me gustaría volver amigo autor volver sobre las  tres Virtudes de tu cuento (si acentúo con mayúscula es porque en el cuento aparecen personificadas). En muchas ocasiones he dedicado tiempo de reflexión a cada una de ellas, tratando de dilucidar por qué las elegiste entre tantas otras. Aunque en tu relato quedaron muy bien definidas, y está casi todo dicho sobre ellas, voy a aprovechar esta oportunidad para ampliar y matizar esas definiciones y dar mi propia versión de las mismas:  

»Sabiduría para captar, expresar y trasladar los conceptos y así poder comunicarse con el otro, nuestro semejante. Sabiduría para saber  situarnos en el mundo, como haría un actor de teatro experimentado al salir a escena. No es más sabio aquel que atesora mucho conocimiento, sino aquel que ha aprendido a reflexionar  y a extraer el fruto de esa reflexión. Sabio es aquel que se afana en la búsqueda  del centro entre los extremos, porque el centro es el equivalente al  estado de equilibrio donde los sistemas alcanzan mayor estabilidad. Sabio en definitiva, es aquel que dedica tiempo, voluntad y reflexión a tratar de resolver las ecuaciones inherentes a los grandes enigmas vitales, por muy complejas que aquellas parezcan. Pero sobre todo, amigo escritor, sabio es aquel que huye de la seguridad de las certezas y se asienta en la duda como valor supremo de su quehacer intelectual y moral, sometiendo a esta cualquier asunto, por muy aceptado que este esté. Yo me definiría como aquel que nunca se atrevería a pronunciarse sobre los límites del Bien y del Mal.  Desconocer, dudar, son para mí verbos y conceptos supremos. 

»Humildad. Conviene a este respecto, recordar los dos infinitos de Blaise Pascal : Car enfin qu'est-ce que l'homme dans la nature ? Un néant à l'égard de l'infini, un tout à l'égard du néant, un milieu entre rien et tout.” (“Porque en definitiva, qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un centro entre la nada y el todo”). Humildad que nace del conocimiento de nuestra infinitamente diminuta dimensión en el Universo. Humildad para reconocer en nuestros semejantes a nuestros iguales. Humildad por oposición a arrogancia y soberbia. Humildad desde el conocimiento de nuestra fragilidad. De nuevo humildad para dudar de las verdades eternas y alejarnos del fanatismo, con seguridad el peor enemigo de las sociedades democráticas.

»Honradez. La honradez a mi entender, es un pacto y un compromiso con uno mismo y con la sociedad en la que vive. Guarda relación en nuestra memoria temprana, con conceptos primarios como el no mentirás, no engañarás, no tomarás lo que no es tuyo… Pero va más allá, un ser honrado no alberga  ninguna duda ni remordimiento sobre su comportamiento pasado o presente, porque ser honrado hace parte de su identidad. Camina ligero de equipaje porque ni la avaricia ni la codicia  forman parte de su mochila.  Un ser honrado es ante todo generoso con el otro, su semejante. Honrado pero a la vez sabio, es aquel que reconoce el orden de las cosas y el valor de los principios. Me atrevería a afirmar que la honradez se sitúa por encima y engloba todas las demás virtudes y  es el pilar de la ética de nuestro comportamiento social y moral.  

─Rachid, me alegra mucho haber vuelto a verte y haber podido compartir contigo estos momentos que para mí como escritor, significan  recuperar a uno de mis personajes favoritos y protagonista de uno de mis cuentos donde creo que la mezcla de lo mágico y  lo ético- moral  resultó más conseguida.

Rachid, se levantó de la mesa, se despidió del escritor  y se dirigió con paso decidido hacía la puerta de la cafetería. Pero en su camino, como le ocurrió en el cuento, no pudo evitar tropezarse con la mirada y la sonrisa cómplices de uno de los camareros que estaba en la barra. Otra vez se dijo, otra vez:─¿Acaso el señor Levy? 

Al salir a la calle, Rachid pudo comprobar que había anochecido. Aceleró el paso pues no quería que se le hiciera tarde, aunque esta vez su preocupación nada tenía que ver con la intranquilidad de su madre como le ocurrió en el cuento. Cuando llevaba recorridos unos cientos de metros, de nuevo sintió unos pasos que parecían ser los de alguien que le seguía. Se dio la vuelta y otra vez pudo ver a las tres virtudes del cuento con su porte majestuoso. Se dijo que ese era su destino y que el señor Levy convertido en su ángel de la guarda y en su protector nunca habría de abandonarle. Agradeció una vez más haber tenido la suerte de conocerlo, dobló una esquina  y desapareció. Esta  vez quizás para siempre.

El escritor permaneció pensativo mientras saboreaba una taza de café que acababa de pedir. Venía de estar con Rachid, pero se sentía vacío. De nuevo le asaltó la duda de no saber si valía para algo lo que acababa de escribir y ni siquiera si escribir, “ese viento fugitivo” en palabras del poeta, tenía alguna utilidad, aparte del entretenimiento personal. Todo estaba dicho sobre las razones para escribir: Escribir como denuncia, escribir como testimonio, escribir como terapia, escribir como necesidad o por placer…Era indudable que había de todo eso un poco en la escritura, pero él no estaba en este momento en esa reflexión, pues para él escribir era simplemente  un fin en sí mismo, sin más ni menos que añadir ni contemplar. De forma que se inclinó por seguir con el relato, pues le esperaba su siguiente personaje: L. el discípulo del alquimista.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

 Reencuentro con el discípulo del alquimista

Nuestro autor había decidido ir a casa de L. en coche, recogerlo y darse un largo paseo por las autopistas de una ciudad cualquiera - se preguntará el lector que dónde estaría la casa de L. y el escritor le contestaría que probablemente  en alguna calle de su propia imaginación-. Le pareció que durante ese paseo la conversación con L. podría resultar más cómoda y entretenida para los dos. L. se montó en el coche ocupando el asiento del copiloto,  saludó a su autor y sin más preámbulos comenzó su parlamento:

─Han pasado muchos años y ya no puedo recurrir a mi gran amigo el alquimista, pero sus enseñanzas permanecen indelebles e imborrables en mi memoria y me han ayudado siempre en mi camino vital. He profundizado y avanzado en mi relación con la literatura  y en mi estudio y reflexión  sobre las palabras. ¡Ah las palabras! Las habladas y las escritas, delatoras en boca del chivato, malsonantes cuando las pronuncia el ignorante, despiadadas e hirientes cuando hablan de desamor o aduladoras cuando las usa el seductor,  conmovedoras en la pluma del escritor y entrañables  en los versos del poeta, pero también elocuentes cuando enmudecen, callan y construyen el silencio.

 ─Querido amigo y personaje, ahora me parece oportuno recordar la pequeña reflexión de R. en mi cuento La Biblioteca: “…las palabras se habían vaciado de contenido y huecas habían perdido su grandeza y vagaban perdidas por los despachos de los banqueros y las tribunas de los políticos. Las palabras prestadas en boca de pícaros, estúpidos o ignorantes habían perdido su credibilidad de antaño. Ahora, para sellar un trato habían inventado notarios, y albaceas para los testamentos. Los poetas de la palabra se habían refugiado y exiliado en su intimidad y ya nadie podía presumir de tener palabra o de ser autor de un bello poema. Gentes que apenas sabían expresarse en su propio idioma (lo cual denotaba, por lo menos, unas mentes confusas y poco desarrolladas, pensó R.) presumían de ser señores poderosos por sus cuentas bancarias y la cantidad de objetos que poseían. ¡Cuánta ignorancia! Diría el filósofo, pues ¿Hay mayor poder que poseerse a uno mismo? ¿Y cómo poseerse sin ser capaz de expresar con elegancia y claridad nuestro propio pensamiento?”

─En efecto, ─continúo el narrador─,  la palabra se ha desvirtuado y  convertido en una prostituta que se entrega al mejor postor. Creada para comunicar las necesidades y los deseos o las contrariedades del que la usa,, la palabra se ha vuelto compleja y peligrosa. Utilizada por un político es hueca y ampulosa, escrita en un periódico es falsa. Ni siquiera los interlocutores diarios, los colegas de trabajo, la utilizan dándole su auténtico valor y dignidad, pues en la mayoría de los casos la palabra se tiñe de hipocresía. La palabra adopta entonces recodos y vericuetos y viaja por callejuelas oscuras, despistándonos unas veces, otras engañándonos. Sólo la palabra culta y precisa que utiliza el científico trata de acercarse al origen para el que fue creada que no es sino transmitir y comunicar.

L. convertido en prestidigitador  de las palabras, como su viejo profesor, replicó:   Mientras hayan palabras que ilustren pensamientos, que expresen sentimientos, mientras hayan palabras para unir las distancias y derribar los muros que guardan el silencio, seremos más de uno y estaremos más cerca los unos de los otros. Como verás amigo escritor, el mundo de las palabras, que es un poco mi mundo, es rico y variopinto y se presta a disquisiciones y reflexiones infinitas, como por ejemplo esta, sobre el misterio y la amenaza de las palabras cuando se las deja libres e incontroladas: ”Esas palabras hijas de la media luz y de la oscuridad,  esas palabras salidas de las tinieblas de la mente, que ahora caminan juntas, y sumadas, pretenden convertirse en un cuento amenazador para las conciencias de todos aquellos que no supieron controlarlas y las dejaron escapar tan libremente”.

            El escritor, aún admitiendo el interés de la exposición de L. prefirió desviar la conversación hacía el cuento, que según algunos críticos literarios conducía inevitablemente a los lectores a Borges y al proceso de creación.   Atónito ante la habilidad del autor para reconducir la conversación, L. permaneció callado e interesado y sorprendido por lo que otros narradores habían opinado sobre el relato del que era protagonista y de cómo ese cuento se prestaba a lecturas diversas. Luego prosiguió:

─Estimado autor: La fantasía alquimista fue tu  recurso y quizá tu pretexto  para interpretar y explicar la creación literaria. Pero la fantasía, o más precisamente la mezcla de ciencia real y alquimia como es el caso del cuento, puede conducir al creador a elaborar teorías más propias del mundo onírico, que paradójicamente pueden resultar atractivas y sugerentes para el lector y servir como estimulo a su imaginación. Pues la creación es un campo abierto de infinitas posibilidades. Todos hemos vivido situaciones que solo serían explicables por la influencia o presencia de elementos mágicos.

─¡Cuánta realidad hay en lo dices L!─replicó el narrador─. En mis recuerdos duermen momentos mágicos. Puedo recordar a un joven argelino cuando estudiaba bachiller en el internado de  Zoco-el-Arba, que poseía unas cualidades para jugar al fútbol que yo tildaría de mágicas, y que nunca he vuelto a ver en nadie. Quizás tocado por la varita de unas diosas que lo habían elegido para demostrar que la magia no es antagónica con el mundo real. E incluso, he llegado a pensar en alguna ocasión que mi encuentro con él no fue nada fortuito porque “alguien” lo puso en mi camino.

─Ya veo que compartes conmigo la presencia de lo mágico en nuestras vidas y por ende en nuestra literatura. Y me atrevería a ir más lejos, nuestro reencuentro transcurridos veintidós años, ha sido  una demostración más de que en literatura todo puede ocurrir cuando la  imaginación de un creador echa a volar.   

Con el propósito de tomarse un descanso, el escritor detuvo el coche en una estación de servicio e invitó a L. a seguirle a la cafetería. Mientras tomaban café, L. quiso hacerle partícipe de una reflexión que luego resultaría cuando menos sorprendente y cautivadora:

─En tu cuento, tu personaje principal que era yo mismo, recurrió a su amigo alquimista para que este le ayudará a escribir un relato, y la idea central de su maestro consistió en aplicar los conocimientos esotéricos de la alquimia a la literatura. Pues bien, pasados los años, gracias al  desarrollo exponencial de la Informática y la Electrónica, que entre otros muchos avances ha contribuido al nacimiento y crecimiento de nuevas ramas de las ciencias como  las Redes Neuronales y la Inteligencia Artificial, yo te propongo como escritor, que apliques estos conocimientos a la creación literaria. Ambas ramas de las ciencias tienen su fundamento en la combinación de complicados algoritmos para resolver problemas que plantean otras disciplinas. Esos algoritmos permiten por ejemplo, predecir el comportamiento futuro de cualquier fenómeno físico o químico a partir  de los datos del presente y pasado. ¿Qué te parece mi propuesta?

El autor, miró a L.  y dijo con cierto escepticismo: ─Es toda una tentación.  Y creo firmemente que la posibilidad de aplicar algoritmos cada vez más complejos (yo me quedé en el algoritmo de Euclides sobre los números primos), gracias al desarrollo de la Informática, traerá una revolución que afectará al devenir de la Humanidad, ciertamente comparable a las de otros grandes descubrimientos. Pero me queda la duda más que razonable de saber, si por muy complicados y enrevesados que sean, esos algoritmos desprovistos de la magia de la alquimia y de la fantasía de la imaginación, serán capaces de provocar emoción en el lector  o de crear un verso tan hermoso como este: “Ando buscando un verso que supiese parar a un hombre en medio de la calle, un verso en pie – ahí está el detalle- “  O un párrafo como el que sigue: “Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y sólo a veces, elocuente.” Contentos de haberse reencontrado, L. y el escritor se despidieron en un punto  cercano a la casa del primero, situada probablemente en un lugar recóndito de la imaginación de estos dos alquimistas de la palabra.  

 

 

CAPÍTULO 4

 Reencuentro con Juanita y Sol

Esta vez no tuvo dudas, sabía dónde encontrarlas y sin vacilar se dirigió a Porte, la tetería  tangerina por excelencia, por nombre y por prestigio. Y no se equivocó, en una de las mesas cerca de uno de los ventanales que daban a la calle Goya, están sentadas charlando amigablemente, las dos filósofas tangerinas. Como en uno de sus relatos, el escritor se acercó para sentarse con ellas y saborear un té con pastas. Excelente manera de empezar el relato de un reencuentro para un narrador, se dijo.

Autor: ─ Muchas veces he querido comentar con vosotras estas reflexiones, y ahora que os tengo tan cerca aprovecho para no desperdiciar la oportunidad. Sol Bensusan nació en una de mis raras noches de insomnio (toda mi vida he dormido como los ángeles) del  año 2002, cuando  se atrevió a firmar una carta a Juanita Narboni, su amiga en la ficción y probablemente también en la realidad mágica, quien a partir de esa misma noche sin proponérselo, pasaría  a convertirse en un personaje recurrente e insustituible de mi literatura sobre Tánger. Diría más: Aquella misma noche también se originó el primer capítulo de lo que muchos años más tarde, se convertiría en lo que he dado en llamar la “Pentalogía Tangerina”, compuesta por la mencionada Carta a Juanita Narboni, Jacobi, la Librairie des Colonnes, la Calle Goya y Encuentro en Tánger; cuyos actores principales o protagonistas sois vosotras dos. Cinco relatos-cuentos que resumen una manera de contar y de representar la realidad tangerina (si es que hubo tal realidad) a  través de una ficción muy sui generis, construida por la imaginación y los recuerdos además de los sueños del autor, donde todo lo que se cuenta es pura invención, producto o resultante de una realidad vivida.

Juanita: ─Tánger como paradigma, Tánger como símbolo, Tánger como ciudad idílica o como excusa, Tánger como deseo y sentimiento. Porque Tánger es el paraíso imaginado, la ciudad encantada y por lo tanto hablar de Tánger es como contar un sueño del que ningún tangerino quería despertar. Para empezar no está nada mal, intervino Juanita.

Autor: ─La pentalogía sobre Tánger es un ejemplo paradigmático de realismo mágico no buscado o al menos no previsto, donde las historias y los personajes se mueven en ese hilo delgado que separa ficción de realidad  pasando de una a otra sin interrupción. Resulta a posteriori sorprendente observar cómo  rescaté a Juanita del libro de Ángel Vázquez, la adopté  y la convertí en personaje de mis relatos, en la amiga de Sol Bensusan. Dos personajes ficticios que dialogan y reflexionan en varios de los cuentos. Ambas son la  herramienta o el medio del que me valgo inconscientemente al principio, para relatar el impacto y la influencia posterior que tuvo Tánger sobre mí. Y digo pentalogía, aunque los cinco cuentos podrían constituir uno solo, a pesar de haber sido escritos en distintos momentos,  siguiendo una línea temática común, que empezó con la  Carta a Juanita Narboni en 2002 que es donde aparece por vez primera Sol (de hecho, parte de la carta reaparece en la Librairie des Colonnes) y  terminó con el Encuentro en Tánger escrito y publicado en 2017. Por lo tanto dos personajes de ficción, una ciudad encantada y probablemente inventada (como los personajes) o cuando menos soñada, esos son los elementos de la pentalogía sobre la que descansa mi tributo a Tánger. Quisiera recordar un detalle revelador en La Calle Goya, cuando se encuentran el señor C. el autor, con Sol, su personaje, que en cierto modo son uno mismo, e intercambian reflexiones  existenciales. Es al menos sorprendente. Lo mismo que ahora, donde yo mismo, os estoy hablando de vosotras sin que parezca que hablo de mí.

Sol: ─Esa ficción multidimensional y transversal solo es posible cuando tiene lugar el milagro de la creación literaria.

Juanita: ─Hasta la noche en que Sol me dirige  la carta en 2002, yo era el personaje de la novela de Ángel Vázquez, su alter ego, pero a partir de esa noche, pasé a ser otra Juanita Narboni,  seguramente la que Sol Bensusan  imaginaba que yo era. De facto, en esa carta figuro como un personaje fantasma y pasivo, sin voz ni apariencia, simplemente la amiga a la que la Bensusan se dirige. En palabras de Sol, tuve alguna aventurilla con Jacobi. Posteriormente, pasados quince años, en el siguiente cuento, La Librairie des Colonnes (2015),  mi amiga vuelve a escribirme una pequeña misiva donde cuenta algo de mis orígenes familiares  y de mi vida en Tánger, pero seguí sin aparecer. Hasta que en La Calle Goya (2015), por fin me concediste la dicha de poder pronunciarme. Finalmente, es en el encuentro con Sol (2017), último relato de la pentalogía, donde ambas intercambiamos, al mismo nivel y con la misma participación, ideas y convicciones sobre Tánger y sobre nosotras. Pero mi impresión es que tu Juanita está tan lejos de la de Ángel como vosotros dos como escritores. Y es que estoy convencida de que me elegiste como el pretexto necesario para hablar de tu Tánger pero también para  homenajear a Vázquez. A pesar de todo lo expuesto, concluyó Juanita, nunca te agradeceré lo bastante haberme dado la oportunidad  de ser la misma y otra a la vez. Y de no haberme dejado olvidada en la novela de Ángel. 

Autor:─Es cierto que quizás de una manera no premeditada y probablemente inconsciente, yo hice mío el personaje del libro de Ángel,  primero por el atractivo que sobre mí ejerció  en su momento, y sobre todo por lo que simboliza más que por lo que es. Y si le doy voz y vida y la mantengo en relatos posteriores  es como un recurso literario  que me sirve para expresarme por oposición a su amiga Sol. Como no es menos cierto que cuando le escribo a Juanita me estoy dirigiendo en realidad a Ángel Vázquez, o al menos eso creo yo.

Sol:─Bueno, yo creo querido autor─ intervino Sol─que esa interpretación que haces de la presencia en tus relatos de mi gran amiga Juanita, es cuando menos discutible y reductora. Pues en mi opinión, Juanita es un personaje de ficción que a partir de la publicación del libro de Vázquez, se presta a diversas lecturas y cobra una dimensión  que va más allá de la ficción literaria, hasta convertirse en testigo y testimonio de un tiempo y de una ciudad  irrepetibles. Diré más, Juanita es tan real y tan ficticia a un tiempo, como lo fue  la propia ciudad de Tánger  y  como lo fueron muchas de las mujeres tangerinas de la época. A mí sin embargo me diste otro papel, a pesar de ser amiga de Juanita soy una mujer más joven, no tengo esa sensación de haber perdido el tiempo y valoro más los elementos positivos que me dio la vida y la suerte de haber nacido en Tánger. De tus relatos se desprende y se intuye que mi alegría y mi optimismo, se contraponen a la amargura que desprende Juanita, a ese mal carácter de “vieille fille”, y nos convierten  a las dos, en personajes opuestos pero complementarios.    

Autor:─Antes de despedirme quisiera contaros algo relativo al relato sobre Jacobi y cuál fue la  génesis de  ese relato sobre este personaje que representa a alguien tan fundamental durante toda mi vida. Ocurrió que una semana después de haber terminado la carta a Juanita, sentí de pronto la necesidad de completarla con una segunda parte, y ahora que pasados los años, analizo las dos partes de la carta, observo que Jacobi  ya aparece en la primera relacionado con Sol y con Juanita, y que Sol ya lo describe con una palabra de haquetía muy reveladora  como es gial , que se puede traducir por guapo, bonito, bueno etc…De manera que el relato sobre Jacobi no es más que la consecuencia inevitable de la carta a Juanita. Bueno, mis queridas amigas más que personajes, continuó el narrador,  estar aquí en Porte sentado con vosotras saboreando unas pastas con té, es también como disfrutar de un pasado y de una ciudad que el tiempo nos arrebató y convierten este reencuentro en un momento mágico, que solo la literatura puede procurarnos. Y ahora sin más, os dejo a las dos en buena compañía como siempre que os juntáis. Mis mejores deseos para ambas y hasta la vista, que dentro de poco me toca encontrarme  con Jacobi.


CAPÍTULO 5

 Reencuentro con Jacobi

─¡Por fin y de nuevo Jacobi! Acabo de dejar a Rachid, a L. el aprendiz de alquimista, a Juanita y a Sol a medio camino entre la realidad y la ficción. Me he reunido con todos ellos y les he cedido la palabra. Tú eres mi último personaje, ahora voy a prescindir de la fantasía y voy a tratar de conjugar en primera persona del singular ─dijo el autor─.

»Hace nada hablábamos de ti con Juanita y Sol, y hasta ahora tenía dudas razonables de si debía o no reencontrarme contigo. Quizás o seguramente por miedo, miedo a enfrentarme otra vez a los fantasmas de mi pasado. Enfrentarme también a las emociones que inevitablemente me embargan cada vez que me reencuentro contigo. Pero acepto el reto y voy a intentar limitarme a hablar del personaje de los dos relatos tangerinos, y lo voy a hacer escribiendo una carta. Una carta es algo más íntimo y para mí más cómodo, porque no necesito tenerte delante, aunque no pueda evitar sentirte  siempre presente en mi memoria y en mi corazón, “…como una presencia que nunca desapareciera”, como dijo hace poco un  amigo escritor. 

»En tu caso, el personaje sucedió a la persona y se instaló para siempre en algunos relatos de mi  pentalogía tangerina. Pasados tantos años, ya me cuesta saber si el recuerdo que existe en mi memoria infantil con menos de nueve años, fue real o imaginado. En esa escena, yo estaba con mi madre y alguien más, en un Pontiac de principios de los cincuenta (aunque en la carta a Juanita sea un Ford), que estacionaste en pleno Boulevard Pasteur. A partir de ese recuerdo y de mi fantasía puse estas palabras en boca de Sol: Todavía lo estoy viendo caminando como un rey  por el Boulevard Pasteur, con su chaqueta marrón de doble pecho alto y erguido. Ni Robert Taylor se le acercaba en guapura, qué gial…Recuerdo que me dejaba sentada  en el Ford  y se bajaba cerca de Galeries Lafayette para comprar monedas de oro mejicanas en el banco de Méjico que daba a la calle Velásquez.“ Una escena que para siempre, Sol convirtió en cinematográfica. Resulta fácil imaginar a Jacobi con su traje cruzado de raya diplomática, con pinta de galán de cine negro, bajarse del Pontiac  y dirigirse al banco de Méjico, atravesando el concurrido Boulevard Pasteur un viernes a media mañana, y luego en el casino para jugar al bacarrá. O entrando por la noche en el restaurante “Chez Elías” o “Casa Elías” qué más da, y saludando al dueño y a los camareros como lo hizo entre otros muchos Errol Flynn,  cuya fotografía quedó para siempre fijada en mi memoria, colgada de una pared como testimonio de su presencia.

»En esos años cincuenta, para ir a Tánger había que pasar por una aduana en la que siempre te detenías para hablar con algún amigo tuyo carabinero, aunque ignoro de qué hablabas con ellos. Lo que no puedo olvidar es que siempre, cuando te montabas en el coche donde te esperábamos un buen rato, siempre pronunciabas las mismas palabras:- Bueno, ya está, que no sé si eran palabras de satisfacción o de alivio, algo así como misión cumplida. Tú sabrías por qué. Fíjate que me has pillado en un renuncio, porque no he podido evitar referirme a la persona y dejar al personaje. Y es que resulta  muy difícil contigo no confundir a  persona y personaje, pues el límite que separa a ambos es imperceptible. De hecho en la segunda parte de la carta a Juanita, yo como autor, hice una detallada semblanza, rescatándote  de la ficción del personaje, para centrarme en la persona, aunque finalmente, después de releer el relato, ni yo mismo atino a distinguir con claridad, ficción de realidad. Siempre tuve la sensación remota pero cierta, de que tú no eras mi padre de carne y hueso,  sino un personaje de película o de novela que se había instalado en mi vida.  Y es que convendrás conmigo, que un padre tan apuesto, con voz de tenor, que jugaba al póker y al bacarrá, que tiraba al plato y al pichón (que incluso había competido con el Conde de Tebas en una tirada en el Palo de Málaga),  que era el mejor chofer de Larache según muchos (yo le vi ganar más de una yincana), al que su amigo Pepe Osuna, llamaba Morgan, que desaparecía en batidas de jabatos de dos o tres semanas, con sucesivos autos de la época como un Ford, un Pontiac, un Plymouth  y un Mercedes que yo recuerde, cuando casi nadie tenía coche, que ya en el año 1948, viajaba a Madrid (cuando Madrid estaba a años luz de Larache) o asistía a la feria de Sevilla.  Alguien así, con tantos amigos y conocidos, no podía ser un padre normal. Tenía mucho de personaje de ficción. Estoy convencido que ni siquiera el personaje que describo en los dos relatos de la carta a Juanita Narboni, sea  más fantástico que tú. Quizás por esa aureola mágica que te envolvía y seguro que también por ser quien eras y cómo eras, todos mis hermanos y hermanas, de alguna manera  te venerábamos y nos sentíamos orgullosos de tener un padre como tú, tan sorprendente, tan de novela y al que tanto admirábamos. En esta descripción, hay, tengo que reconocerlo, una cierta mitificación del personaje o de la persona (no lo sé muy bien), que quizás resulte inevitable dadas tus características y las circunstancias temporales y sociales que te tocaron vivir. La ecuación es simple, la combinación de un personaje excepcional con una ciudad encantada, solo puede producir un relato más propio de la mitología o la leyenda que de la realidad vivida. 

»Cuando empecé a escribirle a Juanita a través de Sol, apareciste sin que nadie te llamará, no sé todavía cómo ocurrió, pero yo no hice nada para convertirte en personaje de la carta a Juanita, porque tú ya estabas ahí antes. Tú  ya eras el personaje antes de escribir Sol la carta. Yo me limité a relatar lo que ya había sucedido y hubiera sido  para mí imposible describir aquel Tánger de los cincuenta sin mencionarte, sin que tú fueras parte integrante de él. Sin ti, Tánger habría sido un paisaje incompleto y la carta hubiera sido otra.

»Esa carta escrita por Sol, que había pretendido en principio ser un homenaje de admiración al libro, a Juanita Narboni y a su autor Ángel Vázquez, acabaría  convirtiéndose además entre otras cosas, en un tributo a Tánger, a sus habitantes y por ende a Jacobi. De manera tal, que la carta ensanchó su proyección, alcanzando finalmente dimensiones no previstas y quedando para siempre, Juanita, Sol y Jacobi, como personajes indisolubles de una ciudad y de una época, irrepetibles. Y para terminar esta carta, le cedo la palabra a mi querida Sol Bensusan:

─Mi querido e inolvidable “ferasmal” Jacobi: Yo te percibí ante todo como un ser “endiamantado” al que los dioses premiaron tanto física como moralmente. No puedo evitar emocionarme al recordarte. Como los grandes ídolos de la pantalla, llenabas con tu  voz grave y cálida  y con tu presencia arrolladora cualquier escenario en el que te movías, ya fuera en la casa o en la calle. Desprendías un halo de humanidad  y cualquiera a tu lado se sentía más importante, porque  poseías  el escaso don de darle a cada uno su sitio, tal era tu generosidad. Todavía, amigos y amigas mías de juventud, recuerdan lo cómodos  que se sentían hablando contigo, a pesar de la diferencia de edad. Un ser irrepetible, un gigante al que tuve la suerte de conocer y de querer profundamente. Fuiste simplemente un gial. Y sabes una cosa: Aquella mañana de viernes, cuando los ojos de aquel  niño se fijaron en tu elegante y decidido caminar hacía el Banco de Méjico, y se empaparon de aquel boulevard bullicioso, es muy probable que justo en ese momento,  empezara a escribirse en su  cabeza  aquella carta que saldría a la luz casi cincuenta años más tarde y aunque ya por entonces te habías marchado, quiero imaginarte leyéndola y esbozando una sonrisa teñida de  satisfacción.


 



 


Carta de un ciudadano corriente

  "Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta puesta al hombro, al amanecer, cuando los gallo...