👉COLABORACIÓN EN LA REVISTA PENÉLOPE 2022
👉COLABORACIÓN EN LA REVISTA PENELOPE 2023
Cuentos. Relatos. Cabos Sueltos. Apuntes. Artículos de opinión. Poemas. Microrrelatos. Reflexiones. Cartas.
Presentación el 13 de Mayo de 2022 a las 19 horas de mis dos libros 100 Microrrelatos y Jacob Cohen por Miguel Vega
Microrrelatos seleccionados y publicados entre los 10 mejores en DIARIO SUR
1.- El dilema
Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente y el hombre trasplantado se preguntó si un corazón tan blando como la lana no le haría sufrir demasiado y si un corazón tan duro como el acero no le haría aguantar demasiado. Entonces el hombre trasplantado decidió dar el salto al vacío. 10-04-2020
Otros microrrelatos
Viaje a la Luna
Su
relación con la Luna llegó a ser obsesiva, tanto, que desde niño quería ser
astronauta para poder viajar un día a ella. No había día en que no la
mencionara, ya fuera para citar su fase de crecimiento o su plenitud y siempre
su belleza. ¡Qué bonita está hoy la Luna! ─Solía decir─. Hasta tal punto soñaba
con la Luna que a su primera hija le puso Luna. Como cabía esperar estudió Astronomía.
Pero no contento con poder observarla y estudiarla desde la Tierra con potentes
telescopios, quiso dar un paso más y se preparó para ser astronauta. Y lo
consiguió. Fue seleccionado para un próximo viaje a la Luna entre más de mil
aspirantes. Pasaron algunos años hasta que llegó el día tan esperado por él y
temido por su familia. El lanzamiento del cohete espacial tuvo lugar a las diecisiete
horas de un lunes en pleno verano americano. Todo transcurría por los cauces
normales cuando de manera tan imprevista como inesperada el cohete explotó. Y
así fue como el tan deseado viaje a la Luna se convirtió en un viaje a ninguna parte, pues
esa pequeña, casi ínfima probabilidad de
que un fallo tuviera lugar, también
hacía parte del viaje y había que contar con ella. Aquella noche la luna reflejó su lado más oscuro.
León Cohen
Publicado en Tinta Lunar V Certamen literario de Círculo Rojo. Páginas 33 y 34
Junio de 2019
Sevilla
Tenía la barbilla apoyada sobre su mano izquierda, mientras, iba leyendo las respuestas de los candidatos a guía turístico de Sevilla. La pregunta del examen era escueta: Cite nombres o expresiones que le sugiere la ciudad de Sevilla. Y claro, aparecieron los tópicos: Semana Santa, Feria de Abril, Viva er Betis etc… De repente se topó con una respuesta sorprendente: Silvio, Benito Moreno… Por fin se dijo, la cultura alternativa emergía de las profundidades, bajo los nombres de dos destacados artistas, un roquero y un artista polifacético próximos al “underground”. Anotó un 10 sobre el papel y se sintió aliviado y un poco feliz.
Junio 2022
Comentario publicado en Campo de Gibraltar XXI del día 9-02-2022
Ayer en vivo decidí no participar en la
presentación con unas palabras, por razones que ignoro. Pero no quiero dejar
pasar esta oportunidad que me brinda Campo
de Gibraltar XXI para en primer lugar, agradecer a Paloma F. Gomá todos
estos años de colaboración (que han sido muchos) en la revista que ha dirigido
con empeño y dedicación, hasta convertirla en un referente de la literatura de
las dos orillas. Mañana se cumplirán 54 años de mi llegada a Algeciras desde
Tánger. Nunca imaginé que aquel viaje sería el viaje de mi vida. Salí de una
ciudad multicultural y esplendorosa, aunque en plena decadencia y arribé a un
puerto pesquero del que no tenía la más mínima noticia. Hoy pasados tantos
años, puedo afirmar que del mismo modo que aquel pueblo fue creciendo y
desarrollándose hasta convertirse en la ciudad multicultural que es hoy, yo
mismo sufrí una inevitable transformación en paralelo, hasta sentirme hoy
algecireño y andaluz por los cuatro costados, manteniendo en el recuerdo la
otra orilla, la orilla hermana de donde salí. Quiero terminar con las palabras
que escribí en mi relato Tres Orillas
dedicado a Paloma en 2013:
» Este relato nace de los flujos y reflujos migratorios entre las dos orillas que unen y separan a dos pueblos cuya historia se confunde en determinadas épocas y se aleja en otras. Este relato transcurre en cada una de las dos orillas, y sus protagonistas, como no podía ser menos, acaban unidos por el destino. Las dos orillas del Estrecho se convierten entonces en una sola, diluyéndose en un mismo mar. Pero existe, o eso dicen, una tercera orilla, la orilla imaginaria, la orilla alternativa, la orilla utópica, la orilla invisible, donde confluyen las otras dos, la orilla a la que aspiramos, una orilla de encuentro, de armonía, una orilla simbólica que acerca caminos, que une voluntades, que hermana a los pueblos. La tercera orilla, aquella donde el oleaje no impide el desembarco. Una orilla donde la palabra nunca pierde su naturaleza como vehículo de comunicación y de entendimiento. La orilla donde uno adopta la manera de ser y el idioma del otro.» León Cohen
👉Noticia Campo de Gibraltar XXI
10.
“Otro nuevo relato de León Cohen. El Alquimista es un bello ejercicio en el que nos trata de mostrar el proceso de creación del escritor, y consigue un efecto hipnotizador por el que nos lleva de la mano hasta un mundo en el que algunos, los que escribimos, nos reconocemos. También es, además de un relato de gran factura, una declaración de principios, un autorretrato sincero de León Cohen, en el que saca una parte importante de su interior y lo expone sin rubor. Es un texto escrito con una sinceridad elocuente, muy personal, y muy humano. Narrar como placer, narrar como instrumento para crear arte. Todo esto es El Alquimista.” Sergio Barce, diciembre 2015
"El Alquimista, es un ejercicio de malabarismo brillante con resultado exitoso de mezcla de química y fantasía. Gloria Nistal
El Alquimista
“Por esto me llamo Hermes Trismegisto,
porque poseo tres partes de
la filosofía de todo el mundo “. De la Tabla
de Esmeralda
Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y, sólo a veces, elocuente.
Llevaba semanas tratando de lograr un argumento que fuera mínimamente creíble y que diera al menos para quince folios, quince folios a doble espacio, qué barbaridad, él, que nunca rebasó las tres páginas. Siempre fue parco en palabras, le gustaba decir lo imprescindible y necesario para que los demás le entendieran. Los añadidos y los tópicos le parecían florituras inútiles, que en última instancia servían sobre todo para entretener y aburrir a los sufridos interlocutores. Escribiendo le ocurría otro tanto, por eso era un admirador de los poemas de diez a quince versos, nunca más de veinte. También, y por la misma razón, había sido lector empedernido de Ramón Gómez de La Serna, La Bruyére, la Rochefoucauld y de todo aquél buen escritor capaz de resumir y concretar en frases cortas, ideas, opiniones y gustos; siempre que lo hicieran con la brillantez y la originalidad de los tres citados. Las formas, para él eran lo primero. Una banalidad bien escrita, siempre era mejor recibida por él que un pensamiento profundo expresado de manera grotesca o enrevesada. ¡Ah, las formas! ¿Qué era la educación sino la expresión y el mantenimiento de aquéllas?
Aquella noche, no estaba especialmente inspirado, pero se sentía obligado por los amigos, con los que de alguna manera se había comprometido. Y él, ni gustaba, ni podía defraudar a sus amigos. Esa concisión tan característica suya, confundía a sus interlocutores, que la interpretaban como un signo inequívoco de antipatía y de rechazo misántropo. “Uno acaba siempre siendo el producto de las buenas o malas versiones que los demás tienen de uno “, se decía. Pero esa era otra historia...
Había intentado varios relatos que se le quedaban cortos o que no acababan de gustarle. Esta vez pretendía escribir un cuento o un relato corto que atrapara al lector desde la primera línea y que le sorprendiera, pero para conseguir ese objetivo, necesitaba inspiración, reflexión y sobre todo tiempo. Tiempo para estructurar un argumento sólido, tiempo para permitir que la inspiración emergiera y tiempo para pensar. Ciertamente se encontraba bloqueado y con muy pocas ganas de escribir, recordó entonces, los versos de Blas de Otero: “Porque escribir es viento fugitivo y publicar columna arrinconada”.
Cuando se daba una situación como esta, es decir, cuando se hallaba en un “impasse”, como ahora, su recurso volvía a ser casi siempre el mismo, buscar a su viejo amigo, el alquimista. Doblemente viejo pensó L., en la amistad y en su avanzada edad. Alquimista, era la manera cariñosa que L. tenía para resaltar y resumir la erudición casi sin límites de aquel hombre que le honraba con su amistad “desde siempre”. L. se sintió ingrato, solía tener ese extraño sentimiento de culpa cada vez que recurría a la amistad para pedirle algo, simplemente por necesidad o interés. Pensó, como siempre, que esta vez era inevitable, que su amigo y maestro le ayudaría, como siempre. Salió de casa precipitadamente y hubo de recorrer varios kilómetros en coche hasta llegar a casa de su amigo, que vivía con su mujer en las afueras de la ciudad. La pareja le recibió con el cariño con que acostumbraba. Había transcurrido bastante tiempo desde que se vieron por última vez. L. puso en antecedentes al viejo erudito y le resumió sus intenciones y sus dificultades en pocas palabras. Su amigo tampoco necesitaba explicaciones más detalladas. No hizo apenas ningún comentario, era su estilo. Primero tenía que reflexionar, sus recursos eran casi infinitos. L. conocía sus maneras y también sabía que debía ser paciente. El hombre le ofreció un café, y los tres departieron largamente.
La compañera de toda la vida de su amigo, era un ser entrañable. Educada (las personas amables y educadas se salvan y nos salvan, le había comentado en alguna ocasión, su amigo), discreta, simpática, amable, buena conversadora y a pesar de todo, de fuerte personalidad, con una gran capacidad de sacrificio y muy trabajadora, era, como decía su marido, una suerte, una de esas raras personas cuyo trato y conocimiento te hacen crecer y te mejoran. Siempre comentaba con convencimiento no exento de humor, que sin ella, él hubiera sido como mucho la mitad de lo que era. Fue una velada agradable, como siempre que se encontraban y fue bien entrada la noche cuando se despidieron.
Su amistad databa de la
Universidad, L. era un bisoño profesor colaborador cuando entró a formar parte
del equipo de investigadores que dirigía
su amigo, ya por entonces maduro
catedrático. Por esas extrañas sensaciones que nunca se sabe muy bien por qué
unas personas sienten al conocer a otras (“... porque era él, porque era yo
“decía Montaigne), L. y aquel
hombre congeniaron y afinaron en
casi todo desde el principio y
así fue para siempre. Hasta ahora, en que uno terminaba su madurez y otro había
llegado a la ancianidad. Los separaba la edad, todo lo demás los unía. L. recordaba con precisión, una de las
reflexiones de su amigo sobre el envejecimiento: “Vivir es envejecer. No podría ser de otra manera. Envejecer es
coleccionar recuerdos y momentos compartidos con otros, con esos seres que por
pura casualidad nos pertenecieron y a los que
pertenecimos. Esos seres que nos habitan y nos visitan por y para
siempre. La ventaja de los viejos es que poseen todas las edades. En ellos
conviven la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y la propia vejez.
Todos somos realmente lo que ha sido nuestro pasado. El pasado de cada uno es
el labrador del presente. Por eso, creo
que se puede seguir siendo bello en todos los sentidos (por fuera y por dentro) hasta que empieza la verdadera decrepitud.
Llegado ese momento, uno debiera haber aprendido a dejar su hueco para que otro
lo ocupe, sin amargura y sin miedo.
También, creo que la suerte ha de
acompañarnos para alcanzar ese tiempo de despedida”.
A lo largo de tantos años de amistad y convivencia, ambos amigos habían tenido tiempo de intercambiar ideas, conocimientos, pensamientos y sentimientos. L. conservaba en un cajón de su despacho, como una de sus tenencias más apreciadas, las que su amigo denominaba “Reflexiones de un viejo chiflado”, y que no eran sino, una declaración de principios, que reflejaba una de las múltiples facetas de la rica personalidad de aquel hombre tan sorprendente. Aquella noche, antes de acostarse, L. volvió a leer aquellas reflexiones que siempre le sugerían algo nuevo:
“Soy nada más y nada menos que un
ciudadano corriente, de clase media, mi mayor virtud es la discreción, así que
fíjense, apenas existo, soy como una sombra apenas esbozada. No salgo en
televisión ni en los periódicos, ni siquiera me conocen la mayoría de mis
conciudadanos. Sin embargo, puedo ser profesor universitario, gustarme y
practicar la literatura y el ensayo, ser políglota y soñador y sobre todas las
cosas puedo y quiero tener opinión, mi opinión, que nadie se moleste. Me gusta decir o escribir lo que pienso cuando
la ocasión y el interlocutor se prestan. Cosas como éstas:
·
En nombre de la
tradición, la gente permanece anclada en unas formas pasadas que poco o nada ayudan al progreso
del hombre.
· El camino de los nacionalismos acaba casi siempre en Auschwitz.
·
La autoestima y
el respeto a uno mismo conducen a la
estima y al respeto hacía nuestros semejantes.
·
Si Dios
existe, como si no existe, tenemos la
responsabilidad de no permitir que todo esté permitido.
·
Ningún hombre,
ninguna idea, ninguna institución está por encima de nosotros.
Heredero de la
cultura sefardita por parte paterna y de la sobriedad castellana por parte
materna, hijo, por formación, de la
escuela republicana francesa y andaluz por vocación y sentimiento, desprecio la incultura y la mala educación y
me aburren la trivialidad y la vulgaridad. Odio la prepotencia y la impunidad
con la que un gran número de personajillos mal versados y sin escrúpulos
se pasean por la vida. Adoro la poesía y las canciones de autor, me gustan
entre otros muchos y por razones distintas Salinas, Machado,
Prévert, Benedetti y Baudelaire.
Sigo siendo fiel a Camus, a Voltaire y a Dostoievsky. Aborrezco esta sociedad mercantilista y
utilitaria donde el dinero y el consumo son los patrones de medida. Me aburre
la ineficacia de los políticos que con
su verborrea ampulosa e inútil se extienden en palabras hueras desde tribunas
de cartón, repitiendo sus tópicos a un auditorio mudo y sobre todo sordo. Cómo
si quedara todavía alguna razón para creer. Admiro la humildad y la naturalidad, aprecio por encima de todo
la honradez, la sinceridad, la educación
y la tolerancia (en el mejor sentido de la palabra). Todos estos vocablos
tienen para mí un significado singular donde no caben las medias tintas (que
tampoco me gustan). Los mentirosos, los
interesados, los corruptos, es decir, la inmensa mayoría, no me interesa. No soy un moralista, pero
considero que debemos esforzarnos en
hacer de la vida algo útil para nosotros mismos y para los demás, al menos, el
esfuerzo y la lucha me producen satisfacción y me justifican. Con lo aprendido
y lo heredado me he construido una ética y una estética, así he podido dibujar
mis límites y configurar mis principios, algunos casi (sólo casi) inamovibles que me permiten vivir en paz conmigo
mismo. Por ejemplo, una amigo o una
amiga no es un trapo que uno se pone un día y otro día deja colgado en el
armario, un respeto, eso, pues un respeto, es lo principal y lo secundario con
los amigos. No quiero parecer fundamentalista porque no lo soy, aunque sí
severo conmigo y con los demás. No tengo casi nada claro, únicamente el
casi. Aunque, repito, hay cosas que están mal porque sí, como la
pena de muerte, las dictaduras duras y las blandas, el coartar la libertad de
los demás, la falta de generosidad, el no comprometerse, la falta de respeto o
de coherencia.
Lo que he
perdido en espontaneidad, lo he ganado
en prudencia. El proverbio árabe dice: “La primera vez que tú me engañes, la
culpa es tuya, la segunda vez, la culpa
es mía “, yo estoy en la tercera, aquella en la que ya nadie va a engañarme ni
nadie va ser culpable de nada. En el camino se han quedado algunos de mis seres
queridos, algunos amores hechos de humo
y algunas amistades
de papel (mojado). Permanecen los
recuerdos y las heridas de la memoria. Ahora soy dueño de mis miserias y conocedor de las
ajenas. Ahora camino en paz, sobrevolando un pasado ingenuo y desafiando un futuro sin sorpresas. Por
fin, me reconozco como un hombre que lleva en su mochila una pequeña dosis de
sabiduría.
Sé que ninguna verdad es absoluta, creo haber alcanzado el cinismo absoluto de los pensadores griegos. Ya no soy capaz de imaginar a Sísifo feliz. Por principios y por educación he aprendido a arrastrar mi piedra hasta arriba, a sabiendas de que nada ni nadie me esperan. Ni aplausos, ni sollozos, ni solidaridad. Mi soledad y algún que otro cariño incondicional me acompañan (que no es poco). Las aspiraciones de alguien ambicioso, entiéndaseme, con la simple y llana ambición de ser, nada más y nada menos, siempre quedan a medio camino, inacabadas. Extranjero en un mundo hostil, incomprendido, uno se siente solo, incluso mejor solo. Baudelaire manifestaba su desdicha y parecía lanzar una plegaria al Gran Ausente: “Seigneur mon Dieu, laissez moi faire quelques beaux vers qui me prouvent à moi même que je ne suis pas le dernier des mortels, que je ne suis pas inférieur à ceux que je méprise”( “ Señor, Dios mío, permíteme hacer algunos bellos versos que me demuestren que no soy el último de los mortales, que no soy inferior a aquellos que deprecio”). Prefiero mi soledad infinita, como Cioran o Musset: “Si le ciel nous laissa como un monde avorté, le juste opposera le dédain à l’absence et ne répondra que par un froid silence au silence éternel de la divinité “(“Si el cielo nos dejó como un mundo abortado, el justo opondrá su desdén a la ausencia y sólo responderá por un silencio frío al silencio eterno de la divinidad”).
Ahora por fin, vivo en el
“escepticismo global”, pocas cosas me
entusiasman (mi nieto, por fin un cariño sin reglas y sin condiciones, aquél
que tiene lugar desde la distancia que une una vida nueva con otra en declive),
pero ya nada ni nadie me desilusiona. Me hallo en la misma orilla
que Voltaire o La Rochefoucauld. Por último, quiero creer que quizás todavía
hay una puerta abierta que conduce hacía
África, hacía los sin tierra, donde aún debe quedar algún resto de dignidad y
de inocencia”.
Habían transcurrido exactamente tres días, cuando el viejo sabio llamó a nuestro personaje. Éste escuchó con suma atención la sugerencia, la inaudita y a primera vista escandalosa sugerencia de su amigo, que le estaba proponiendo la, en principio, descabellada idea de aplicar sus conocimientos de química a la escritura, según una milenaria receta alquimista que describía un procedimiento infalible para elaborar un cuento, relato, poema o novela. Antes de proseguir, el viejo profesor hizo algunas reflexiones en voz alta que L. siempre recordaría. : “¿Qué son las palabras, sino una secuencia de caracteres dispuesta al azar a la que el hombre en los albores de la historia le dio un sentido? Cada idioma posee su propia secuencia y los mismos caracteres dispuestos de una u otra manera cobran sentido según el idioma de que se trate. Con las palabras, una vez creadas y almacenadas en la memoria ocurre otro tanto. Bastaría con que nosotros fuésemos capaces de separar las palabras de un soporte escrito, un libro por ejemplo, y luego que consiguiésemos reagruparlas en otro orden sobre otro soporte, entonces habríamos conseguido el objetivo de construir un relato inédito. En el fondo las historias existen antes de que el escritor las describa. Las palabras flotando en el aire de nuestra memoria esperan ser derramadas sobre el papel o en la pantalla del ordenador. Todo consiste en dar con la agrupación adecuada. ¿Acaso el escritor conoce de antemano lo que va salir de su pluma? Mi propuesta es aplicar la destilación como medio para separar las palabras, sí destilar palabras, ese es el fundamento, no puedo explicarte más, en la receta encontrarás todos los detalles. Pero sobre todo, haz de poner toda tu capacidad de concentración en el último momento, si fallas te llevarás alguna sorpresa. “
A pesar de que no era la primera vez que acudía a él, esta vez L. llegó a pensar que el gran hombre había perdido la cabeza, sin embargo era tal su prestigio que éste hubo de disimular su perplejidad y dejó que su amigo prosiguiera con el detalle de la receta. Esta vez, L. se despidió de su amigo alquimista entre asombrado y escéptico. En el camino de vuelta a casa trató de poner en orden lo que había oído. A pesar de la rotundidad con que su amigo se había pronunciado, quedaban muchas dudas por despejar. Sin embargo, la inquietud y la curiosidad le hicieron desviarse del camino a casa y dirigirse hacía la Facultad. Aquella misma noche se pondría a trabajar. Siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la receta, aquella noche L. dejó todo preparado para empezar el ensayo al día siguiente. Llenó con agua hasta la mitad un matraz de cuello ancho y sumergió en él algunas hojas de una vieja novela que guardaba en un cajón de su mesa de trabajo: “Cada hombre en su noche“era el título y Julien Green el autor. Luego, adaptó un refrigerante al cuello del recipiente que debía servir para condensar las palabras evaporadas. Aquella noche nuestro personaje no pudo dormir. De acuerdo con la receta y con lo manifestado por el profesor, calentando el fondo del matraz hasta ebullición y condensando los vapores de manera fraccionada, se recogerían en varios vasos de precipitado los cortes de destilados que contendrían cada uno las diversas partes constituyentes de un relato o varios relatos dependiendo de varios factores que no estaban bajo control del experimentador. En cualquier caso se trataba de una destilación selectiva de palabras. Pero, cuándo se suponía que lo recogido daba para la extensión deseada, se preguntó L.. Recordó entonces las palabras de su amigo: “Esa es labor del escritor y a él corresponde delimitar y modificar a su antojo aquello que no le gusta. Cuestión de sentido común. “ Y por qué se preguntó L., no ocurriría que como en las destilaciones comunes, las palabras más cortas como preposiciones, conjunciones y pronombres saliesen todas sin ton ni son las primeras, por ser las más cortas. “Pareces haber olvidado que ésta es una receta alquimista y para eso están los metales preciosos que hacen de catalizadores y tienen además otros efectos que no estás en condiciones de comprender. Si has acudido a mí, es porque confías en los poderes de mis conocimientos, por lo tanto debes aceptar que algunas cuestiones que a ti te resultan de difícil entendimiento, tiempo ha que fueron resueltas por los alquimistas, aunque siento no tener autorización para revelarte los secretos de los grande Maestros “le había comentado el viejo erudito.
Sin más información y atendiendo a su lógica, L. supuso que la primera fracción correspondería con seguridad a la mezcla de palabras más volátiles que al depositarse sobre el primer vaso formarían la introducción. Esta idea de volatilidad quedaba muy propia aplicada al comienzo de cualquier relato. Si bien es cierto que cualquier escritor que se precie, tiene una idea preconcebida del argumento que va a sustentar el relato, ninguno podría responder a la pregunta de cómo va a empezar éste. Es un misterio que corresponde al azar y que sólo un cúmulo de circunstancias favorables puede a veces justificar. En cuanto a las fracciones siguientes, L. pensó que el “escritor - alquimista” debía realizar una labor de ordenación por reducción al absurdo, probando con cada una de aquellas hasta conseguir un todo consistente y coherente. Sin embargo, no quedó muy convencido de su razonamiento. Algo fallaba.
Al día siguiente, que era festivo, L. se puso manos a la obra. Antes de realizar las conexiones eléctricas añadió a la “disolución de papel en agua” unos miligramos de oro y de platino además de unas gotas de otro producto desconocido que su amigo le había entregado con gran misterio. Luego, conectó la manta eléctrica donde reposaba el recipiente, abrió la llave del agua del refrigerante y esperó a que el contenido del matraz alcanzara su punto de ebullición. El viejo alquimista le había advertido que en las condiciones del ensayo las palabras tardarían bastante tiempo en destilar.
Durante la espera, que duraría varias horas, L. hizo algunos descubrimientos muy interesantes. Se preguntó por qué los alquimistas usaban con gran profusión metales preciosos cuando él, como químico, sabía que éstos se caracterizaban por ser metales nobles, es decir muy poco reactivos o casi inertes. Mientras hacía esta reflexión, halló la respuesta: su poca reactividad era la que hacía de los metales nobles, metales preciosos, pues su inercia para con los reactivos, les permitía pertenecer al medio de reacción sin interferir en la reacción propiamente dicha. Como la mayoría de las reacciones necesitaban de un catalizador y transcurrían sobre la superficie de éste, qué mejor que un metal noble como el oro o el platino. Ahora, quedaba satisfactoriamente explicada para L la importancia de tales metales para los antiguos alquimistas.
Sin embargo, no podía entender el uso del calor ni del medio acuoso para primero separar las palabras de su soporte y luego reagruparlas según una secuencia lógica. Contra su voluntad, tuvo que hacer un acto de fe en las palabras de su amigo y confiar en las virtudes del “producto secreto“que aquél le había dado. En aquel instante recordó sus palabras: “Todos llegamos a este mundo con nuestra correspondiente dosis de magia. Esa magia fue la responsable de nuestra amistad. Se trata de no dilapidarla y de adecuar su uso a cada situación “L. empezaba a comprender.
Como indicaba la receta, recogió varias fracciones de “palabras destiladas” de poco volumen. Aunque había tardado toda la noche, L. quería tener varias posibilidades.
Ahora, llegado el momento clave, sintió algún que otro escalofrío.
¿Y si, un exceso de calor convertía a las palabras en vapores y aquellas volatilizadas escapaban por su cuenta hacía cualquier parte?, ¿Qué caminos recorrerían y cómo se unirían? ¿Cómo recibirían los posibles receptores esos mensajes distorsionados, sin sentido? Se preguntó L. con cierto temor, luego se dijo que era un riesgo que había que asumir.
La siguiente operación y la última, consistía en verter el contenido de los vasos sobre los folios que nuestro experimentador tenía preparados al efecto sobre la mesa del laboratorio.
“… si fallas, te llevarás alguna
sorpresa.” fueron las últimas palabras del alquimista. Pero hubo un
comentario adicional de éste: “Esparce sobre los folios el producto en forma de
polvo y extiéndelo a todo lo largo y ancho de aquellos con sumo cuidado de
repartirlo por igual. “
L. no quería que la prisa del final abortara un experimento en el que tanto empeño había puesto, por eso trató de recordar hasta el más mínimo detalle todo lo acontecido en casa de su amigo. Por fin, esparció cada fracción sobres varias hojas de papel como decía la receta y las dejó secar como si de fotografías se tratase. Tuvo que esperar un par de horas. No tuvo ningún fallo, al menos no habría sorpresas, seguramente desagradables, se dijo con alivio.
Luego, impaciente por conocer los resultados de tan insólita experiencia, leyó una por una cada una de las cuartillas correspondientes a cada una de las fracciones recogidas, en total noventa. No podía salir de su asombro. Ahí, sobre la mesa, tenía seis cuentos entre los que elegir, todos diferentes y contados con estilos distintos.
L. recordó a su amigo con una mezcla de cariño, admiración y agradecimiento. A partir de ahora, él también sería un químico convertido a alquimista.
Le quedaba decidirse. Se dijo que aún tenía tiempo y se marchó a casa, no sin antes guardar como oro en paño los seis cuentos.
Por fin unos días más tarde, después de muchas indecisiones optó por el que a él le pareció más sugerente. Comenzaba así:
“Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si
él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y,
sólo a veces, elocuente...
León Cohen 1995
9.
Rachid y el señor Levy
Como cada día el viejo profesor recorría la amplia avenida que separaba su casa de la Facultad. Él no era un profesor cualquiera, tampoco se le podía considerar un emigrante magrebí como había tantos cientos de miles en París. Él era distinto, por algo sus alumnos y sus colegas universitarios le apodaban con cariño y respeto, el viejo profesor.
Aquella mañana, sin saber por qué, los recuerdos le asediaban. Mientras caminaba, en un extraño intento de recobrar su infancia, se detuvo y volvió la vista atrás, como si todo su pasado le siguiera los pasos (todo hombre camina con su pasado a cuestas), como si su memoria fragmentada se extendiera cronológicamente sobre el camino recorrido, entonces recordó...
Rachid no era un chico corriente. Había nacido en Mechra Bel Ksiri, una aldea de la llanura del Gharb situada a medio camino entre el Norte y el Sur de Marruecos. Cuando nació Rachid, aquél era un pueblecito de colonos franceses en su gran mayoría de origen valenciano (ellos se auto denominaban españoles " naturalisés “). Recalaron allí siguiendo la ruta de la naranja. Sin embargo, aquél no sería el último destino de Rachid, pues muy pronto se trasladaría al Norte, donde su padre se establecería como carnicero. En aquellos tiempos El Ksar el Kebir era la capital comercial del Protectorado Español. Aquél cambio supuso una promoción social para toda la familia y fue determinante para que ocurrieran años más tarde los sorprendentes hechos que voy a narrar.
Desde muy pequeño, al salir del colegio, Rachid solía deambular por el zoco "chico", aunque los Miércoles era cuando más gustaba de entretenerse, aquél día el zoco se llamaba zoco del "arba" o del cuarto día. Ese día venían los fabuladores, sus personajes preferidos. La gente se arremolinaba a su alrededor formando corros en cuyo centro estos charlatanes tan peculiares narraban con incomparable maestría historias de las mil y una noches, mientras un público fiel escuchaba atónito sus fábulas. Dotados de una voz potente y de una memoria prodigiosa, estos encantadores del verbo tenían una indudable capacidad para atraer y mantener la atención de los transeúntes que acababan convirtiéndose en la mayoría de los casos, en sus seguidores.
Otro de los juegos favoritos de Rachid ( todo se convertía en juego a esa edad) era llevar al horno sobre una tabla de madera, los seis panes que su madre amasaba cada dos días. Colocaba la tabla sobre su cabeza y salía feliz hacia el horno que se hallaba a doscientos metros de su casa. No sólo disfrutaba durante el trayecto, haciendo equilibrios para demostrar y demostrarse su habilidad, sino también cuando se entretenía con el panadero, ayudándole a introducir el pan en el horno con una rudimentaria pala de madera, y a observar como aquél iba cociéndose entre poderosas llamas que le recordaban el purgatorio de los cristianos.
En las noches de verano, Rachid solía sentarse a mirar las estrellas. Mientras las contemplaba, se distraía inventando juegos mentales. Le divertía por ejemplo cambiar el lugar y la función de los seres y las cosas. Imaginaba el cielo en lugar del mar o a Dios con forma de mujer, imaginaba a todos los hombres ricos y felices en un paraíso lleno de árboles frutales, de ninfas y de ángeles desnudos, era un poco el mundo al revés. Muchas noches el sueño le sorprendía soñando en un universo feliz. Así pasaron muchas lunas hasta que Rachid se convirtió en un muchacho fuerte y apuesto.
Había completado los estudios primarios, y llegó el día de darle la vuelta a la página y empezar a trabajar. Como solía suceder en estas ocasiones, el padre de Rachid acudió a un buen amigo y éste accedió a darle el que sería su primer empleo. J. Levy, ese era el nombre del comerciante judío en cuyo almacén Rachid empezó como aprendiz de contable. Fueron sólo unos meses que determinarían su porvenir y su actitud vital. El señor Levy era un hombre sabio y cariñoso cuya personalidad marcaría profundamente la de Rachid.
Entre otras muchas cosas, enseñó a Rachid que aunque nos llenara de luces y de sombras que el ignorante desconoce, sólo el conocimiento nos hace más libres. Sólo a través de él se abre el abanico y se multiplican las opciones que nos permiten elegir o no con dignidad. Le enseñó que vivir era como caminar y hacer de cada pisada una piedra, una huella, un símbolo que los demás pudieran seguir. Le enseñó que todos somos peores porque tenemos un yo que se afirma contra el otro. Rachid aprendió, y siguiendo los consejos del maestro, no sólo conquistó Paris y La Sorbona, sino que hizo de toda su vida un vivo ejemplo de cuanto le enseñó el viejo humanista judío. Ser apodado " el viejo profesor" era todo un título, todo un resumen para una vida dedicada al estudio, la enseñanza y la dedicación a sus semejantes, pensó el doctor Rachid mientras reemprendía el camino de la Facultad. Como dominado por una fuerza invisible no pudo evitar algunos instantes más tarde volverse de nuevo hacía su pasado...
Era invierno, aunque en aquellas latitudes tanto el verano como el invierno eran estaciones suaves, atemperadas por la proximidad del mar. La noche temprana había sorprendido a Rachid terminando el balance contable mensual. Qué oscuridad, se dijo mientras caminaba con paso veloz hacia su casa , la lluvia no invitaba a otra cosa. Tardaría todavía un buen rato, pues tenía primero que llegar a la Alcazaba y luego adentrarse por el laberinto de sus callejuelas angostas y tortuosas. Tenía un presentimiento aquella noche, incluso en algún momento le invadió una extraña sensación de miedo, ¿ Estaré nervioso? se preguntó mientras aceleraba el paso. Al atravesar la puerta que daba entrada a la Alcazaba, se sintió en casa, sin embargo se equivocaba...
De repente tuvo la sensación de que alguien le seguía, y cosa aún más extraordinaria, la calle estaba iluminada a pesar de no ser aquella, noche de luna. Miró a todos lados, pero no había nada ni nadie que explicara esa claridad misteriosa venida de ninguna parte. Se asustó, aunque saberse cerca de casa, le dio alguna tranquilidad. Ni más tarde, ni nunca, alcanzó a adivinar por qué en aquellos minutos de terror, recordó que su madre estaría aún despierta esperando su llegada. Qué va a ser de ella si no llego esta noche - se preguntó. Por fin llegó, subió las escaleras saltando los escalones de tres en tres. Aquella noche no pudo conciliar el sueño.
Pasaron siete días y siete noches durante los cuales, a su vuelta a casa, Rachid oyó pasos tras él y la enigmática luz iluminó su camino. Guardó el secreto hasta entonces. Todo fue diferente a la noche siguiente. Aquella noche cuando se disponía a abrir la cancela del patio por el que se accedía a su casa, un irrefrenable deseo le hizo volverse. Aquella fue una visión fantasmagórica propia del mundo de los sueños... En la bocacalle, se erguían tres formas humanas de más de dos metros de altura vestidas con túnicas de distinto color. Cada una, aunque sería más apropiado decir cada uno porque los tres se distinguían por una barba canosa y amplia, portaba un candelabro cuya luz, por la fuerza del destello, no parecía real. A su pesar y como impelido por una atracción indomable, Rachid se dirigió hacia el lugar donde permanecían inmóviles los tres seres que a él se le antojaban como una combinación humano-galáctica. Al llegar a su altura, el joven aprendiz de contable se detuvo como deslumbrado, encantado, atónito, perplejo, asombrado, atolondrado por lo que sus ojos tenían tan cerca.
Fue entonces cuando como surgidas de las profundidades Rachid pudo oír estas palabras: " - Escucha hombrecito; has sido elegido por el Rabbi Levy. Por eso estamos aquí y así permaneceremos mientras tú seas digno de nosotros. Las palabras que vamos a pronunciar no volverás a oírlas nunca más y jamás apareceremos de nuevo ante ti. "
El gigante de la túnica roja habló el primero: " - Yo digo, como símbolo de la Sabiduría, que no es más sabio aquél que acumula más saberes sino aquél que atesora más amigos. " Se hizo el silencio, y de nuevo se oyó otra voz irreconocible que parecía provenir de la figura del centro: " - Yo afirmo, como reprentante de la Honradez, que sólo el hombre honrado es poseedor de la noche y dueño de su vigilia y de sus sueños. ". El tercero que vestía una túnica verde se pronunció en estos términos: " - Yo soy la Humildad, y digo que el humílde no es aquél que oculta sus virtudes en un gesto de soberbia, sino el que aprecia de igual manera a los otros y a sí mismo. "
Aquella noche Rachid, como no podía ser de otro modo, tardó bastante en conciliar el sueño, sin embargo, tanto le apremiaba la curiosidad, que trató por todos los medios de dormirse, con el único objeto de preguntarle al día siguiente al señor Levy, el porqué de todo lo sucedido. Así amaneció inevitablemente.
Lo
primero que hizo Rachid al llegar a la oficina, fue contarle a su jefe y
maestro, todo lo acontecido durante la última semana y más precisamente la
noche anterior. El señor Levy le escuchó
con atención, no pudiendo evitar esbozar una sonrisa que parecía delatar su
participación en los hechos. Luego
habló:
-
Mira Rachid, siempre he considerado que entre las muchas virtudes que
enriquecen la vida de un ser humano, la sabiduría, la honradez y la humildad
son las que nos confieren mayor altura y
dignidad y son también aquellas que
mejor nos protegen de la osadía de la ignorancia, de la tentación de la
corrupción y del atrevimiento de la vanidad. Como virtudes primordiales que
son, las mandé acompañarte y protegerte mientras trabajas conmigo. Es mi manera
de hacerte el heredero de lo más hermoso que aprendí en la vida, pero además lo
hago en honor a tu padre, mi amigo y mi igual en tantos aspectos.
Aquel extraño encuentro, a medio camino entre la realidad y el sueño, y las misteriosas palabras del señor Levy, que tanto tiempo le llevaría comprender, determinarían el comportamiento futuro de nuestro personaje. Nunca más volvió a trabajar con el viejo judío. Poco después emigraría a Francia...
Mientras caminaba, aquella mañana, por fin el viejo profesor se sintió
el continuador de la inestimable herencia que le dejó el señor Levy y
pudo vislumbrar el alcance de su magisterio. Por fin comprendió el significado
de aquellas figuras alegóricas.
Al llegar a la Facultad, se topó
como cada día con el conserje, se saludaron e intercambiaron unas palabras. El
conserje se despidió con una sonrisa cómplice que parecía revelar la existencia
o el conocimiento de un pasado común (?).
¿Acaso el señor Levy ?
Nota del autor: La verdadera historia sobre la que se basa este relato mágico, ocurrió entre un joven llamado Jacob C. Levy y un señor de nombre Driss. Fue en Larache, durante el primer tercio del siglo XX. Y es que la historia no cambia si se permutan los protagonistas.
1994-2009
Siempre deseé hacer este
viaje. Como sabiendo que sería un reencuentro con mi pasado, un reencuentro que
siempre he considerado necesario. Los fantasmas de mi memoria renacen y
emprenden el camino inverso, el camino del tiempo... Parece que de nuevo el
tren va a detenerse en alguna estación de cercanías. Mi mirada se pierde en el
horizonte que permite la ventanilla del vagón. Ese horizonte mutante, ya
extenso y solitario, poblado de llanuras yertas; ya verde, aguantando sobre sí
el peso de ese cielo gris, insoportable; ya sombrío e inmediato, poblado de
árboles mudos; ya montañoso y salvaje, como queriendo imitar los paisajes de
los trenes de juguete. Aquellos trenes omnipresentes de la infancia, aquellos
trenes ajenos, contemplados siempre desde lejos, a través de una pared de
cristal helada e infinita.
¡ Aquellos trenes de nadie o del
escaparatista ! ¡ Cómo olvidar aquella cara grande con bigote ! (uno de los
hermanos de Casa Martínez, en plena Plaza de España). Y el frío del otoño que
moría , queriendo ser invierno : Era Navidad en Larache, todavía “protegida”
por la España de Franco.
Era la tristeza de unos
niños hambrientos de tren, de “fuerte”, de soldaditos de plomo, de balón de
reglamento. Era la mirada angustiada de unos niños de posguerra, dentro de
aquellos pantalones “tres cuarto” zurcidos, dentro de aquellos “jerseys”
oscuros como la época, dentro de aquellos eternos zapatos “gorila” a los que
mamá había tenido que coser el contrafuerte para que aguantaran un invierno más.
Toda nuestra infancia, toda nuestra España, era un parche para seguir tirando,
porque cuando fuésemos mayores, seríamos otra cosa nos compraríamos el tren o la bicicleta que
los mayores no querían o no podían regalarnos.
Pero, ¿ quienes eran estos
Reyes Magos tan pobres, tan poco generosos ?. Lo habían ido dejando todo en el
camino, por Francia, por Europa, claro, como España estaba al final del
trayecto... eso nos decían. Ni siquiera teníamos niños a quienes envidiar, todos éramos pobres.
El viaje a Madrid desde
Algeciras: corría el año 51, atravesamos
media España en aquel viaje interminable, sentados sobre aquellos inevitables
asientos de madera. Algunas veces, al ver las películas del Oeste se me ha
ocurrido comparar; nuestros trenes eran bastante más incómodos que las
diligencias y ello a pesar de los Apaches. Recuerdo aquel Madrid despoblado
donde circulaban más guardias urbanos que automóviles.
Aquel Madrid olvidado por
los dólares del contubernio judeo-masónico donde ya empezaba la especulación
del suelo. Aquel Madrid con sus miserables y entrañables casas de comida, con
sus pensiones irrepetibles. Yo tenía la memoria vacía y el sentimiento por
estrenar.
Unos años más tarde el tren aparecería de
nuevo. Aquellos trenes eran por dentro como autobuses, sin reservados. Había
empezado la modernidad, la funcionalidad. Las cosas empezaban a perder su
encanto. Cada trimestre, durante siete años, tomaría uno de esos malditos
trenes que me llevaría lejos de mi familia, al internado. Nunca podré olvidar las
lagrimas y la angustia que se apoderaban de todos nosotros la primera noche,
después de permanecer unos días de vacaciones en casa. Había que darse prisa en
coger el sueño, porque al día siguiente, nuestros seres queridos, nuestro
pueblo se alejarían en el pasado y la distancia. Al día siguiente, por razones
impenetrables, la rutina de la vida de internos (nuestra otra vida) se
imponía y todos asumíamos la situación .
En un intento vano de
recortar los días, nos decíamos que a partir de aquel día quedaba uno menos
para las vacaciones próximas. Era el recurso del consuelo. Con el paso de los
días la primera angustia quedaba totalmente diluida.
Luego, más tarde, vendrían
los trenes militares, aquellos viajes infinitos en el tiempo y las paradas.
Donde uno se sentía como ganado, donde la única liberación llegaba con el
alcohol y el tabaco... Pero ese es ya otro tren, otro cuento.
Londres (Aeropuerto de Gatwick) 1986
7.
El
rincón del comedor
Está
sentada en el suelo junto a la Singer y mira a la cámara de fotos con cierta
desconfianza, mientras, nos tiene sentados a los dos hermanos en su halda. Es
con seguridad el año 1948. Está sentada en su rincón del comedor, para mí el
rincón de la memoria. En el comedor de Luna no hay nada más que una mesa y alguna silla, es un
comedor desierto, inevitablemente austero, yo agregaría que pobre, muy pobre,
donde únicamente destaca un tragaluz que aporta cierta claridad a la estancia. Luna
no necesita silla alguna, le basta y le sobra con el suelo. En ese lugar suele
coser, girando con su mano el volante de la máquina Singer, que alguno de sus
hijos le ha regalado o que ella misma habrá comprado a “dita”. En esa máquina, ella misma se cose sus blusas y
sus largas faldas, pues en aquel Larache,
que yo recuerde, no había comercios donde vendieran confeccionadas aquel tipo
de prendas tan “sui generis” que ella
usaba. La Singer constituye por lo tanto
un elemento de apoyo fundamental en su vida diaria, que además,
llena de vida el ambiente del
comedor, haciéndolo aparecer como un pequeño taller de costura.
La
recuerdo en ocasiones muy precisas, en ese mismo “su rincón”, petroleando su inmensa cabellera, para
conservar el cabello limpio de parásitos indeseables (?) o quizás para
fortalecerlo. Pero este ejercicio de limpieza tiene su protocolo: Primero se
desprende de su “mejerma” o pañuelo y luego deshace sus largas trenzas,
convirtiendo a estas en una densa y e inacabable melena, de color entre negro y
gris, todavía. Luego se mesa el pelo acariciándolo suavemente, y recorriéndolo
con sus manos. Finalmente lo impregna muy poco a poco con petróleo o producto
parecido (ese olor fuerte y
característico ha quedado en la memoria de mi pituitaria) y lo peina muy
despacio, tomándose su tiempo, de arriba
a abajo con un peine espeso, desde el
nacimiento hasta las puntas del cabello. Este proceso parece relajarla y rejuvenecerla
a un tiempo. De vez en cuando, toma del suelo su cajita de plata y esnifa un poco de rape, parece que le despeja
la cabeza al estornudar, al menos eso dice ella.
En
ese comedor come toda la familia a diario y en particular, todos los
sábados se come la dafina y la orisa. Menos mi padre, comensal austero y frugal donde
los haya, todos los demás preferimos la dafina. La orisa tiene la ventaja de
ser más liviana y más fácil de digerir, la dafina es más pesada pero bastante
más sabrosa. La primera lleva trigo principalmente, mientras que la dafina
contiene un poco de todo, desde garbanzos, patatas y batata, además de carne de
vacuno y de pollo y sobre todo los inolvidables huevos duros… Ambas comidas se
cocinan conjuntamente durante toda la noche del viernes. La orisa se cuece al
calor de la dafina, con el vapor que de esta se desprende. En casa de mi
abuela, cada uno de los comensales se prepara el plato a su manera, siguiendo
su propio protocolo: Así, mientras unos
optan por disponer de todos los componentes en el plato, para poder mezclarlos
a su antojo, otros prefieren ir por partes, comiendo primero el caldo y los
garbanzos para terminar luego con el resto de ingredientes. A esta comida
tradicional sefardí, paradigma culinario y cultural de mi educación sentimental por todo lo que
en mi memoria la rodea, dediqué estas
palabras no hace mucho.
Huele a Dafina
“Algunos sábados en mi casa, sobre todo en invierno, huele a
dafina. Quizás mi casa, sea la única en todo Algeciras que huela así. Justo
enfrente, en Gibraltar, los judíos de origen tetuaní, que conservan esta
tradición culinaria son multitud. Es un aroma peculiar que me remonta a la
primera infancia, a la casa de mi abuela Luna, a la que puedo recordar
levantándose a media noche, para añadir agua a la dafina que se cocinaba en el
anafe. También me recuerda la casa de Alo y Simy, primas de mi padre y
magníficas representantes de la cocina sefardí. Ellas dejaron parte de su
legado a mi mujer, a la que igualmente ahora, sorprendo en ocasiones los
viernes por la noche, bajando las escaleras para vigilar la dafina. Y es que,
parafraseando a Vargas Llosa, yo también tengo la suerte de tener una mujer que
lo hace todo, y todo bien. Muchos guisos tienen un olor y huelen muy bien, pero
para mí ninguno iguala al de la dafina. Porque la dafina, además de oler
como ninguno, huele a infancia, a sábado, a familia, a cariño, a Larache,
Zoco el Arba, Tetuán o Tánger. Es el olor de un pueblo y la manifestación
más genuina de una personalidad y de la continuidad de una tradición de
siglos: la del pueblo sefardita.”
Aquel
rincón del comedor, aquel trocito de
casa carente de cualquier comodidad, única propiedad de mi abuela y su lugar de costura y de
esparcimiento, aquel cuadradito de losetas blancas y negras, que ella convertía
en centro neurálgico de la casa y revestía de un halo de paz, abierto pero
íntimo, como si una cortina invisible
fijara unos límites inexistentes, sin puerta ni paredes, aquel rincón
devendría con el tiempo uno de los lugares más queridos de mi memoria. Desde ese rincón de la ternura, cuando yo era
muy niño, mi abuela Luna, bajo cuerda, me mandaba al "bakalito" de
abajo, a que me comprara un bocadillo, el día del Yom Kippur, pues ella no podía permitir que su nieto se quedara “tahanit”
(sin comer). Creo que esta anécdota he debido de contarla más de una vez, pero
hoy pienso que era esa su manera de protegerme de aquel dios de los mayores,
que parecía tener tanto poder, que nos creíamos obligados a no comer ni beber. Yo
no quería tener un padre así, porque en definitiva, qué es dios para un
niño, sino alguien muy parecido a su
padre. En fin, no he podido evitar volver a la casa de mis recuerdos, al rincón
del comedor de Luna, a ese rincón desértico y austero, pero lleno de vida y de
ternura, que siempre para mí será el rincón de mi memoria.
Diciembre
de 2013
"Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta puesta al hombro, al amanecer, cuando los gallo...