10.
“Otro nuevo relato de León Cohen.
El Alquimista es un bello ejercicio en el que nos trata de mostrar el
proceso de creación del escritor, y consigue un efecto hipnotizador por el que
nos lleva de la mano hasta un mundo en el que algunos, los que escribimos, nos
reconocemos. También es, además de un relato de gran factura, una declaración
de principios, un autorretrato sincero de León Cohen, en el que saca una parte
importante de su interior y lo expone sin rubor. Es un texto escrito con una
sinceridad elocuente, muy personal, y muy humano. Narrar como placer, narrar
como instrumento para crear arte. Todo esto es El Alquimista.” Sergio Barce, diciembre
2015
"El Alquimista, es un ejercicio de malabarismo brillante con resultado exitoso
de mezcla de química y fantasía. Gloria Nistal
El Alquimista
“Por esto me llamo Hermes Trismegisto,
porque poseo tres partes de
la filosofía de todo el mundo “. De la Tabla
de Esmeralda
Le habían encomendado escribir un cuento, qué
complicación, pero si él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de
pluma corta, concisa y, sólo a veces,
elocuente.
Llevaba semanas tratando de lograr un argumento que
fuera mínimamente creíble y que diera al menos para quince folios, quince
folios a doble espacio, qué barbaridad, él, que nunca rebasó las tres páginas.
Siempre fue parco en palabras, le gustaba decir lo imprescindible y necesario
para que los demás le entendieran. Los añadidos y los tópicos le parecían
florituras inútiles, que en última instancia servían sobre todo para entretener
y aburrir a los sufridos interlocutores. Escribiendo le ocurría otro tanto, por
eso era un admirador de los poemas de diez a quince versos, nunca más de
veinte. También, y por la misma razón, había sido lector empedernido de Ramón
Gómez de La Serna, La Bruyére, la Rochefoucauld y de todo aquél buen escritor
capaz de resumir y concretar en frases cortas, ideas, opiniones y gustos;
siempre que lo hicieran con la brillantez y la originalidad de los tres
citados. Las formas, para él eran lo primero. Una banalidad bien escrita,
siempre era mejor recibida por él que un pensamiento profundo expresado de
manera grotesca o enrevesada. ¡Ah, las formas! ¿Qué era la educación sino la
expresión y el mantenimiento de aquéllas?
Aquella noche, no estaba especialmente inspirado, pero
se sentía obligado por los amigos, con los que de alguna manera se había
comprometido. Y él, ni gustaba, ni podía defraudar a sus amigos. Esa concisión
tan característica suya, confundía a sus interlocutores, que la interpretaban
como un signo inequívoco de antipatía y de
rechazo misántropo. “Uno acaba siempre siendo el producto de las buenas
o malas versiones que los demás tienen de uno “, se decía. Pero esa era otra
historia...
Había intentado varios relatos que se le quedaban cortos o que no
acababan de gustarle. Esta vez pretendía escribir un cuento o un relato corto
que atrapara al lector desde la primera línea y que le sorprendiera, pero para
conseguir ese objetivo, necesitaba inspiración, reflexión y sobre todo tiempo.
Tiempo para estructurar un argumento sólido, tiempo para permitir que la
inspiración emergiera y tiempo para pensar. Ciertamente se encontraba bloqueado
y con muy pocas ganas de escribir,
recordó entonces, los versos de
Blas de Otero: “Porque escribir es viento fugitivo y publicar columna
arrinconada”.
Cuando se daba una situación como esta, es decir, cuando se hallaba en un
“impasse”, como ahora, su recurso volvía a ser casi siempre el mismo, buscar a su viejo amigo, el alquimista.
Doblemente viejo pensó L., en la amistad
y en su avanzada edad. Alquimista, era
la manera cariñosa que L. tenía
para resaltar y resumir la erudición
casi sin límites de aquel hombre que le honraba con su amistad “desde
siempre”. L. se sintió ingrato, solía
tener ese extraño sentimiento de culpa cada vez que recurría a la amistad para
pedirle algo, simplemente por necesidad o interés. Pensó, como siempre, que
esta vez era inevitable, que su amigo y maestro le ayudaría, como siempre. Salió de casa precipitadamente y hubo de
recorrer varios kilómetros en coche hasta llegar a casa de su amigo, que vivía con su mujer en las afueras de la ciudad. La pareja le recibió
con el cariño con que acostumbraba.
Había transcurrido bastante tiempo desde que se vieron por última vez.
L. puso en antecedentes al viejo erudito y le resumió sus intenciones y sus
dificultades en pocas palabras. Su amigo tampoco necesitaba explicaciones más
detalladas. No hizo apenas ningún comentario, era su estilo. Primero tenía que
reflexionar, sus recursos eran casi infinitos. L. conocía sus maneras y también
sabía que debía ser paciente. El hombre le ofreció un café, y los tres departieron largamente.
La compañera de toda la vida de su amigo,
era un ser entrañable. Educada (las
personas amables y educadas se salvan y nos salvan, le había comentado en
alguna ocasión, su amigo), discreta, simpática,
amable, buena conversadora y a pesar de todo, de fuerte
personalidad, con una gran capacidad de
sacrificio y muy trabajadora, era, como
decía su marido, una suerte, una de esas raras personas cuyo trato y conocimiento
te hacen crecer y te mejoran. Siempre
comentaba con convencimiento no exento de humor, que sin ella, él hubiera sido
como mucho la mitad de lo que era. Fue una velada agradable, como siempre que
se encontraban y fue bien entrada la noche cuando se despidieron.
Su amistad databa de la
Universidad, L. era un bisoño profesor colaborador cuando entró a formar parte
del equipo de investigadores que dirigía
su amigo, ya por entonces maduro
catedrático. Por esas extrañas sensaciones que nunca se sabe muy bien por qué
unas personas sienten al conocer a otras (“... porque era él, porque era yo
“decía Montaigne), L. y aquel
hombre congeniaron y afinaron en
casi todo desde el principio y
así fue para siempre. Hasta ahora, en que uno terminaba su madurez y otro había
llegado a la ancianidad. Los separaba la edad, todo lo demás los unía. L. recordaba con precisión, una de las
reflexiones de su amigo sobre el envejecimiento: “Vivir es envejecer. No podría ser de otra manera. Envejecer es
coleccionar recuerdos y momentos compartidos con otros, con esos seres que por
pura casualidad nos pertenecieron y a los que
pertenecimos. Esos seres que nos habitan y nos visitan por y para
siempre. La ventaja de los viejos es que poseen todas las edades. En ellos
conviven la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y la propia vejez.
Todos somos realmente lo que ha sido nuestro pasado. El pasado de cada uno es
el labrador del presente. Por eso, creo
que se puede seguir siendo bello en todos los sentidos (por fuera y por dentro) hasta que empieza la verdadera decrepitud.
Llegado ese momento, uno debiera haber aprendido a dejar su hueco para que otro
lo ocupe, sin amargura y sin miedo.
También, creo que la suerte ha de
acompañarnos para alcanzar ese tiempo de despedida”.
A lo largo de tantos años de amistad y convivencia, ambos amigos habían
tenido tiempo de intercambiar ideas, conocimientos, pensamientos y
sentimientos. L. conservaba en un cajón de su despacho, como una de sus
tenencias más apreciadas, las que su
amigo denominaba “Reflexiones de un viejo chiflado”, y que no eran sino, una declaración
de principios, que reflejaba una de las múltiples facetas de la rica
personalidad de aquel hombre tan sorprendente. Aquella noche, antes de
acostarse, L. volvió a leer aquellas reflexiones que siempre le sugerían
algo nuevo:
“Soy nada más y nada menos que un
ciudadano corriente, de clase media, mi mayor virtud es la discreción, así que
fíjense, apenas existo, soy como una sombra apenas esbozada. No salgo en
televisión ni en los periódicos, ni siquiera me conocen la mayoría de mis
conciudadanos. Sin embargo, puedo ser profesor universitario, gustarme y
practicar la literatura y el ensayo, ser políglota y soñador y sobre todas las
cosas puedo y quiero tener opinión, mi opinión, que nadie se moleste. Me gusta decir o escribir lo que pienso cuando
la ocasión y el interlocutor se prestan. Cosas como éstas:
·
En nombre de la
tradición, la gente permanece anclada en unas formas pasadas que poco o nada ayudan al progreso
del hombre.
·
El
camino de los nacionalismos acaba casi siempre en Auschwitz.
·
La autoestima y
el respeto a uno mismo conducen a la
estima y al respeto hacía nuestros semejantes.
·
Si Dios
existe, como si no existe, tenemos la
responsabilidad de no permitir que todo esté permitido.
·
Ningún hombre,
ninguna idea, ninguna institución está por encima de nosotros.
Heredero de la
cultura sefardita por parte paterna y de la sobriedad castellana por parte
materna, hijo, por formación, de la
escuela republicana francesa y andaluz por vocación y sentimiento, desprecio la incultura y la mala educación y
me aburren la trivialidad y la vulgaridad. Odio la prepotencia y la impunidad
con la que un gran número de personajillos mal versados y sin escrúpulos
se pasean por la vida. Adoro la poesía y las canciones de autor, me gustan
entre otros muchos y por razones distintas Salinas, Machado,
Prévert, Benedetti y Baudelaire.
Sigo siendo fiel a Camus, a Voltaire y a Dostoievsky. Aborrezco esta sociedad mercantilista y
utilitaria donde el dinero y el consumo son los patrones de medida. Me aburre
la ineficacia de los políticos que con
su verborrea ampulosa e inútil se extienden en palabras hueras desde tribunas
de cartón, repitiendo sus tópicos a un auditorio mudo y sobre todo sordo. Cómo
si quedara todavía alguna razón para creer. Admiro la humildad y la naturalidad, aprecio por encima de todo
la honradez, la sinceridad, la educación
y la tolerancia (en el mejor sentido de la palabra). Todos estos vocablos
tienen para mí un significado singular donde no caben las medias tintas (que
tampoco me gustan). Los mentirosos, los
interesados, los corruptos, es decir, la inmensa mayoría, no me interesa. No soy un moralista, pero
considero que debemos esforzarnos en
hacer de la vida algo útil para nosotros mismos y para los demás, al menos, el
esfuerzo y la lucha me producen satisfacción y me justifican. Con lo aprendido
y lo heredado me he construido una ética y una estética, así he podido dibujar
mis límites y configurar mis principios, algunos casi (sólo casi) inamovibles que me permiten vivir en paz conmigo
mismo. Por ejemplo, una amigo o una
amiga no es un trapo que uno se pone un día y otro día deja colgado en el
armario, un respeto, eso, pues un respeto, es lo principal y lo secundario con
los amigos. No quiero parecer fundamentalista porque no lo soy, aunque sí
severo conmigo y con los demás. No tengo casi nada claro, únicamente el
casi. Aunque, repito, hay cosas que están mal porque sí, como la
pena de muerte, las dictaduras duras y las blandas, el coartar la libertad de
los demás, la falta de generosidad, el no comprometerse, la falta de respeto o
de coherencia.
Lo que he
perdido en espontaneidad, lo he ganado
en prudencia. El proverbio árabe dice: “La primera vez que tú me engañes, la
culpa es tuya, la segunda vez, la culpa
es mía “, yo estoy en la tercera, aquella en la que ya nadie va a engañarme ni
nadie va ser culpable de nada. En el camino se han quedado algunos de mis seres
queridos, algunos amores hechos de humo
y algunas amistades
de papel (mojado). Permanecen los
recuerdos y las heridas de la memoria. Ahora soy dueño de mis miserias y conocedor de las
ajenas. Ahora camino en paz, sobrevolando un pasado ingenuo y desafiando un futuro sin sorpresas. Por
fin, me reconozco como un hombre que lleva en su mochila una pequeña dosis de
sabiduría.
Sé que ninguna verdad es
absoluta, creo haber alcanzado el
cinismo absoluto de los pensadores griegos. Ya no soy capaz de imaginar a
Sísifo feliz. Por principios y por educación he aprendido a arrastrar mi piedra
hasta arriba, a sabiendas de que nada ni nadie me esperan. Ni aplausos, ni
sollozos, ni solidaridad. Mi soledad y algún que otro cariño incondicional me acompañan (que no es poco).
Las aspiraciones de alguien ambicioso, entiéndaseme, con la simple y llana
ambición de ser, nada más y nada menos, siempre quedan a medio camino,
inacabadas. Extranjero en un mundo hostil, incomprendido, uno se siente solo,
incluso mejor solo. Baudelaire manifestaba su desdicha y parecía lanzar una
plegaria al Gran Ausente: “Seigneur
mon Dieu, laissez moi faire quelques beaux vers qui me prouvent à moi même que je ne suis pas le dernier des
mortels, que je ne suis pas inférieur à
ceux que je méprise”( “ Señor, Dios mío, permíteme hacer algunos bellos
versos que me demuestren que no soy el último de los mortales, que no soy
inferior a aquellos que deprecio”).
Prefiero mi soledad infinita, como
Cioran o Musset: “Si le ciel nous
laissa como un monde avorté, le juste opposera le dédain à l’absence et ne
répondra que par un froid silence au silence éternel de la divinité
“(“Si el cielo nos dejó como un mundo abortado, el justo opondrá su desdén a la
ausencia y sólo responderá por un silencio frío al silencio eterno de la
divinidad”).
Ahora por fin, vivo en el
“escepticismo global”, pocas cosas me
entusiasman (mi nieto, por fin un cariño sin reglas y sin condiciones, aquél
que tiene lugar desde la distancia que une una vida nueva con otra en declive),
pero ya nada ni nadie me desilusiona. Me hallo en la misma orilla
que Voltaire o La Rochefoucauld. Por último, quiero creer que quizás todavía
hay una puerta abierta que conduce hacía
África, hacía los sin tierra, donde aún debe quedar algún resto de dignidad y
de inocencia”.
Podría pensarse al leer estas líneas, que el desencanto de
los años vividos, habían labrado en el
viejo amigo de L. un cierto pesimismo.
Éste fue sin embargo siempre, y seguía siéndolo, un optimista convencido con un acusado
sentido del humor. No hay que confundir pesimismo con clarividencia. De su
personalidad destacaban, un elevado concepto de la amistad, una gran coherencia
en sus actos, y un profundo sentido de la disciplina en su
trabajo como docente y como investigador,
acompañado de una vocación sin límites. Además, el paso del
tiempo había limado las esquinas de un carácter temperamental y de un estilo
necesariamente demasiado directo en ocasiones
que a lo largo de su vida le había acarreado algunas enemistades.
Habían transcurrido exactamente tres días, cuando
el viejo sabio llamó a nuestro
personaje. Éste escuchó con suma atención la sugerencia, la inaudita y a
primera vista escandalosa sugerencia de su amigo, que le estaba proponiendo la, en principio,
descabellada idea de aplicar sus conocimientos de química a la escritura, según
una milenaria receta alquimista que describía un procedimiento infalible para
elaborar un cuento, relato, poema o
novela. Antes de proseguir, el viejo profesor hizo algunas reflexiones
en voz alta que L. siempre recordaría. :
“¿Qué son las palabras, sino una
secuencia de caracteres dispuesta al azar a la que el hombre en los albores de
la historia le dio un sentido? Cada idioma posee su propia secuencia y los
mismos caracteres dispuestos de una u otra manera cobran sentido según el
idioma de que se trate. Con las palabras, una vez creadas y almacenadas en la
memoria ocurre otro tanto. Bastaría con que
nosotros fuésemos capaces de
separar las palabras de un soporte escrito, un libro por ejemplo, y luego que
consiguiésemos reagruparlas en otro orden sobre otro soporte, entonces
habríamos conseguido el objetivo de construir un relato inédito. En el fondo
las historias existen antes de que el escritor las describa. Las palabras
flotando en el aire de nuestra memoria esperan ser derramadas sobre el papel o
en la pantalla del ordenador. Todo consiste en dar con la agrupación adecuada.
¿Acaso el escritor conoce de antemano lo que va salir de su pluma? Mi propuesta
es aplicar la destilación como medio para separar las palabras, sí destilar palabras, ese es el
fundamento, no puedo explicarte más, en la receta encontrarás todos los
detalles. Pero sobre todo, haz de poner toda tu capacidad de concentración en
el último momento, si fallas te llevarás
alguna sorpresa. “
A pesar de que
no era la primera vez que acudía a él,
esta vez L. llegó a pensar que el gran
hombre había perdido la cabeza, sin embargo era tal su prestigio que éste hubo
de disimular su perplejidad y dejó que su amigo prosiguiera con el detalle de
la receta. Esta vez, L. se despidió de
su amigo alquimista entre asombrado y escéptico. En el camino de vuelta a
casa trató de poner en orden lo que había oído. A pesar de la rotundidad
con que su amigo se había pronunciado, quedaban muchas dudas por despejar. Sin
embargo, la inquietud y la curiosidad le
hicieron desviarse del camino a casa y dirigirse hacía la Facultad. Aquella
misma noche se pondría a trabajar.
Siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la receta, aquella noche L. dejó todo preparado para empezar el ensayo
al día siguiente. Llenó con agua hasta la mitad un matraz de cuello ancho y
sumergió en él algunas hojas de una vieja novela que guardaba en un
cajón de su mesa de trabajo: “Cada hombre en su noche“era el título y Julien
Green el autor. Luego, adaptó un
refrigerante al cuello del recipiente
que debía servir para condensar las palabras
evaporadas. Aquella noche nuestro personaje no pudo dormir. De acuerdo
con la receta y con lo manifestado por el profesor, calentando el fondo del matraz hasta
ebullición y condensando los vapores de manera fraccionada, se recogerían en varios vasos de precipitado
los cortes de destilados que contendrían cada uno las diversas partes
constituyentes de un relato o varios relatos dependiendo de varios factores que
no estaban bajo control del experimentador. En cualquier caso se trataba de una
destilación selectiva de palabras. Pero,
cuándo se suponía que lo recogido daba para la extensión deseada, se
preguntó L.. Recordó entonces las
palabras de su amigo: “Esa es labor del
escritor y a él corresponde delimitar y modificar a su antojo aquello que no le gusta. Cuestión
de sentido común. “ Y por qué se
preguntó L., no ocurriría que como en
las destilaciones comunes, las palabras más cortas como preposiciones,
conjunciones y pronombres saliesen todas sin ton ni son las primeras, por ser
las más cortas. “Pareces haber olvidado que ésta es una receta alquimista y para eso están los metales preciosos que hacen de
catalizadores y tienen además otros efectos que no estás en condiciones de
comprender. Si has acudido a mí, es porque confías en los poderes de mis
conocimientos, por lo tanto debes aceptar que algunas cuestiones que a ti te resultan de difícil entendimiento, tiempo ha que fueron resueltas por los
alquimistas, aunque siento no tener autorización para revelarte los secretos de
los grande Maestros “le había comentado el viejo erudito.
Sin más
información y atendiendo a su lógica, L. supuso que la primera fracción
correspondería con seguridad a la mezcla
de palabras más volátiles que al depositarse sobre el primer vaso formarían la
introducción. Esta idea de volatilidad quedaba muy propia aplicada al comienzo
de cualquier relato. Si bien es cierto que
cualquier escritor que se precie, tiene una idea preconcebida del
argumento que va a sustentar el relato,
ninguno podría responder a la pregunta de cómo va a empezar éste. Es un
misterio que corresponde al azar y que sólo un cúmulo de circunstancias
favorables puede a veces justificar. En cuanto a las fracciones
siguientes, L. pensó que el “escritor -
alquimista” debía realizar una labor de
ordenación por reducción al absurdo, probando con cada una de aquellas hasta
conseguir un todo consistente y coherente. Sin embargo, no quedó muy convencido de su razonamiento.
Algo fallaba.
Al día siguiente,
que era festivo, L. se puso manos
a la obra. Antes de realizar las conexiones eléctricas añadió a la “disolución de papel en agua”
unos miligramos de oro y de platino además de unas gotas de otro producto
desconocido que su amigo le había entregado con gran misterio. Luego,
conectó la manta eléctrica donde reposaba el recipiente, abrió la llave
del agua del refrigerante y esperó a que
el contenido del matraz alcanzara su punto de ebullición. El viejo alquimista
le había advertido que en las condiciones del ensayo las palabras tardarían bastante tiempo en destilar.
Durante la espera, que duraría varias horas, L. hizo algunos descubrimientos muy
interesantes. Se preguntó por qué los alquimistas usaban con gran profusión
metales preciosos cuando él, como
químico, sabía que éstos se caracterizaban por ser metales nobles, es decir muy
poco reactivos o casi inertes. Mientras hacía esta reflexión, halló la
respuesta: su poca reactividad era la que hacía de los metales nobles, metales
preciosos, pues su inercia para con los reactivos, les permitía
pertenecer al medio de reacción sin interferir
en la reacción propiamente dicha. Como la mayoría de las reacciones
necesitaban de un catalizador y
transcurrían sobre la superficie de éste, qué mejor que un metal noble como el
oro o el platino. Ahora, quedaba
satisfactoriamente explicada para L la
importancia de tales metales para los
antiguos alquimistas.
Sin embargo, no
podía entender el uso del calor ni del
medio acuoso para primero separar las
palabras de su soporte y luego reagruparlas según una secuencia lógica. Contra
su voluntad, tuvo que hacer un acto de
fe en las palabras de su amigo y confiar
en las virtudes del “producto secreto“que aquél le había dado. En aquel
instante recordó sus palabras: “Todos llegamos a este mundo con nuestra
correspondiente dosis de magia. Esa magia fue la responsable de nuestra
amistad. Se trata de no dilapidarla y de
adecuar su uso a cada situación “L. empezaba a comprender.
Como indicaba la receta, recogió varias fracciones de
“palabras destiladas” de poco volumen. Aunque había tardado toda la noche, L.
quería tener varias posibilidades.
Ahora, llegado el momento clave, sintió algún que otro escalofrío.
¿Y si, un exceso de calor
convertía a las palabras en vapores y
aquellas volatilizadas escapaban por su
cuenta hacía cualquier parte?, ¿Qué caminos recorrerían y cómo se unirían?
¿Cómo recibirían los posibles receptores esos mensajes distorsionados, sin
sentido? Se preguntó L. con cierto temor, luego se dijo que era un riesgo que
había que asumir.
La siguiente operación
y la última, consistía en verter
el contenido de los vasos sobre los
folios que nuestro experimentador tenía preparados al efecto sobre la
mesa del laboratorio.
“… si fallas, te llevarás alguna
sorpresa.” fueron las últimas palabras del alquimista. Pero hubo un
comentario adicional de éste: “Esparce sobre los folios el producto en forma de
polvo y extiéndelo a todo lo largo y ancho de aquellos con sumo cuidado de
repartirlo por igual. “
L. no quería que la prisa del final
abortara un experimento en el que tanto empeño había puesto, por eso trató de
recordar hasta el más mínimo detalle todo lo acontecido en casa de su amigo.
Por fin, esparció cada fracción sobres
varias hojas de papel como decía la receta y
las dejó secar como si de fotografías se tratase. Tuvo que esperar un
par de horas. No tuvo ningún fallo, al menos no habría sorpresas, seguramente
desagradables, se dijo con alivio.
Luego,
impaciente por conocer los resultados de tan insólita experiencia, leyó una por
una cada una de las cuartillas
correspondientes a cada una de las fracciones recogidas, en total
noventa. No podía salir de su asombro. Ahí, sobre la mesa, tenía seis cuentos entre los que elegir,
todos diferentes y contados con estilos distintos.
L. recordó a su amigo con una mezcla de cariño,
admiración y agradecimiento. A partir de ahora, él también sería un químico
convertido a alquimista.
Le quedaba decidirse. Se dijo que aún tenía tiempo y
se marchó a casa, no sin antes guardar
como oro en paño los seis cuentos.
Por fin unos días más tarde, después de muchas
indecisiones optó por el que a él le pareció más sugerente. Comenzaba así:
“Le habían encomendado escribir un cuento, qué complicación, pero si
él ni siquiera era escritor, apenas un aficionado de pluma corta, concisa y,
sólo a veces, elocuente...
León Cohen 1995