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«EL BALCÓN DE LUNA», UN RELATO DEL ESCRITOR LARACHENSE LEÓN COHEN
Me llegó ayer este relato de León Cohen lleno de añoranza. Es uno de sus textos más delicados y emotivos. Tiene un ritmo pausado que le confiere ese toque de apacible fluir que tanto me reconcilia con una narración bien escrita. Y con él, nos lleva hasta ese balcón tan especial de Larache. Lo comparto rápidamente en mi blog antes de que León se arrepienta de haberlo enviado, para que todos podáis disfrutarlo.
Sergio Barce, junio 2020
El Balcón de Luna
“Más
tarde o más temprano, el tiempo nos devuelve al jardín de la infancia, al
jardín de los recuerdos, que para mí siempre será el Balcón de Luna”
Cuando
uno recorre los habitáculos de su memoria, la memoria de su vida, uno se topa
con escenas, instantes, lugares y personas que dejaron una huella perenne e
imborrable. Algunos de esos lugares son paradigmáticos y es inevitable
referirse a ellos por lo que significaron en su momento y con el transcurrir
del tiempo. Uno de esos lugares fue y sigue siendo el balcón de mi abuela Luna.
El
balcón de Luna es bastante más complejo que un voladizo de unos seis metros de
longitud por uno de ancho, rodeado por una barandilla de hierro. Bajo esa forma
común y sencilla subyacen otros muchos significados que lo convierten en un referente de mis
recuerdos y en mucho más. Ese balcón no es solo lo que parece, sino lo que
representa para el adulto que recuerda y
para el escritor que transforma en palabras los recuerdos. Es el balcón
de mi primera infancia, y más tarde el de mi memoria. Es también el balcón de
la nostalgia. Es una atalaya desde donde contemplar mi pasado y el de mi
familia, pero también el pasado de mi
pueblo natal. Es el lugar desde donde el niño extendía su mirada soñadora hacía
todo lo que ocurría enfrente, al lado y debajo. Donde la vida se le presentaba
en todo su esplendor y su bullicio, llena de voces, de ruidos y de colores.
Pero también es el balcón de la alegría y de las emociones. Y es además uno de
los pasadizos a través del cual la memoria del adulto se reencuentra con
su pasado. Es un balcón que hace parte
de una casa pero también de un sueño,
el sueño del niño que fue feliz. Ese
balcón convertido ya en un símbolo es
parte de mi memoria vital, pero también de mis ensoñaciones, de manera que
siempre que puedo, vuelvo a él para recuperar ese tiempo perdido que fue el de
mi infancia, en una suerte de diálogo diacrónico conmigo mismo.
En
esta especie de análisis introspectivo he llegado incluso a preguntarme: ¿Acaso
el balcón de Luna no podría ser también una excusa, una argucia, un invento o
una vuelta de tuerca al Tiempo, de las que el escritor se sirve como motivo o argumento, para sumergirse en su pasado y relatar lo acontecido junto a lo imaginado? ¿Y por
qué no? ¿Acaso nuestra memoria cuenta solo la verdad, nada más que la verdad y
toda la verdad? ¿Acaso nuestra memoria no confunde sin proponérselo o a
propósito, ficción y realidad?
Ese
balcón tiene además su trastienda, que no es sino la vida de la familia de mi
abuela, compuesta por mis dos tías Raquel y Mery, mi prima Flora, mi tío Elías
y nosotros, sobre todo mi hermano, mis dos hermanas y yo.
En
todas las casas hay un alma mater y en esta es sin lugar a dudas Luna, mi
abuela, la que cocina, la que cose, la que va al mercado y la que aporta equilibrio y
sosiego a las discrepancias familiares.
Y a la que extrañamente no recuerdo durmiendo.
El
balcón por la mañana era un mirador desde donde se podían apreciar todos
los movimientos rutinarios de los
comerciantes de enfrente, desde su llegada, la apertura de los locales, el
posterior deambular de los clientes y de los transeúntes y la hora del cierre
de las tiendas bien entrada la noche. Era un balcón rebosante de vida. A él nos
asomábamos, en él posábamos para hacernos fotos, y desde él presenciábamos el
discurrir de la vida desde la calle Italia hacia el Zoco Chico o hacia la calle
Real y viceversa. Desde ahí veíamos y oíamos pasar las bodas musulmanas por la
noche o los entierros con sus cánticos característicos de día. La vida y la
muerte, tan opuestas y tan cercanas.
Pasados
los años, volví en muchas ocasiones al balcón de Luna, no sé si en sueños
o con la imaginación, me detuve y me asomé para recordar mi primera infancia
y desde él la repasé, la recorrí y la
recreé. También recobré los olores y los sabores de aquellos años. Olor y sabor
del pan amasado en casa que se desprendía del horno cercano en el Zoco Chico,
sabor a buñuelos y té, olor a especias de la tienda de Kassem, olor y sabor a
dafina…Mientras viva, el balcón de Luna seguirá ahí firme y evocador,
habitándome, iluminándome y guiándome por los caminos del recuerdo, como una
pequeña luz o un faro a los que poder siempre recurrir y seguir. Junio
de 2020
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