3.
Recorrido sentimental por las calles de la memoria
Aparqué el coche en la Plaza de España. Me bajé y respiré hondo, como queriendo recuperar los olores perdidos en jardines de la infancia, como queriendo recobrar el aire de tantos años pasados, en un exilio no deseado aunque inevitable, alejado de mi pueblo. Este era un viaje proyectado muchos años atrás, y siempre, por una u otra razón, aplazado. Pero he aquí, que por fin estaba en Larache, la ciudad donde nací y donde transcurrieron mi infancia y adolescencia. Había venido solo, porque sólo yo podía realizar este paseo por el tiempo. Lentamente, como midiendo cada paso, me dispuse a cumplir el objetivo de aquel viaje. Enfilé la calle que empezaba con la sastrería “ Mi Sastre” ( mi sastre era un hombre alto, calvo y a pesar de ello canoso) dejando a su flanco izquierdo a la Unión Española, y, caminando por el flanco derecho, pasé junto al Bar Selva, eché una mirada al interior y pude comprobar cómo los hermanos Selva, el de las gafas y el de la sonrisa puesta, seguían en la brecha, saludé al Momi, el barman, a quien encontré muy envejecido. Luego, me detuve ante el escaparate de la Zapatería Companys, el padre de mi compañera Margarita se mantenía como solía en la puerta de la tienda, alto y erguido, con su inhalador colgado del cuello y vestido con corbata y chaleco azul. Por un momento recordé su voz mitad ronca, mitad atiplada y su caminar, con los pies ligeramente enfrentados y la mano izquierda apoyada sobre el pecho. Pude asimismo comprobar cómo, todavía, el escaparate exhibía un par de zapatos gorila y unas sandalias de crepé. Seguí subiendo la pequeña cuesta hasta la esquina, donde aún lucía con cierto brillo la placa del despacho de abogados, y la casa a la que siempre relacioné con el juez Don Manuel Moreno Garzusta. Desde esa esquina se podía distinguir mirando hacía la izquierda y al fondo, la imprenta Cremades, el hombre de la acentuada cojera, un trecho más arriba, la farmacia Albarracin, del que nunca supe la identidad, para mí siempre fue su mancebo: un señor regordete con bata blanca, bigote poblado y muy pelado al cepillo, mirando a la derecha, en la cuesta, podía intuir, la tienda de Balaguer y en la puerta casi siempre, alguna de las hijas o Delmas, su yerno, el cual, por su tez oscura, su pelo azabache y muy lacio, siempre me pareció un indio de Bombay. Crucé la carretera y por el camino me topé con la bodega de Salomón Fereres, miré hacía el interior y pude distinguir la figura de aquel apuesto zorro plateado. Luego, pasé junto a un taller de bicicletas y motocicletas dejando a mi izquierda lo que más tarde sería la Burraquía (mercadillo de telas, ropas y enseres domésticos). Recordé que en el callejón que había a mi derecha, vivió en un tiempo el señor Benchluch , el practicante, al que en alguna ocasión hube de visitar con mi padre para alguna inyección urgente. Aquel hombre bajito y ligeramente encorvado, de voz profunda y de nariz afilada y excesiva, celebraba con parsimonia el pequeño ritual de la desinfección de las agujas y de la preparación de la jeringa, infundiendo en el enfermo seguridad y temor a un tiempo. Llegado a la pequeña rotonda, me detuve para contemplar las cuatro calles que allí desembocaban. Por un lado, la calle del Cine Avenida, donde entre otras, se hallaban la comisaría de policía y la casa de los Torres, a mi derecha, la calle que llevaba a la farmacia Coliseo y a la plaza de abastos que diseñó el arquitecto Bustamante. Seguí hacía mi frente, dejando a un lado el interminable palacio de la Duquesa. Los pequeños gamberros que éramos entonces, saltábamos las vallas que daban a la calle colindante, la calle donde vivía Rubén el chofer del Lukus, el hombre más grande de Larache y del mundo, para recorrer los jardines, desafiando al guarda quien, según decían los más experimentados, disparaba a los niños con una escopeta de sal. En la primera bocacalle, bajando unos metros se encontraba todavía el taller de plancha de mis “primas tías” Simy y Allo, a las que recordé con el cariño que siempre merecieron. Ladeé unos pabellones donde tiempos ha, vivió mi amigo Carlitos, hijo de un policía armada, al que tanto le molestaba que yo fuera a por su hijo en horas de siesta. Al final del palacio, otro cruce de caminos, a mi derecha la calle donde vivieron los Pérez. No pude olvidar aquella noche de cena de despedida en casa de mi abuela Luna, recuerdo cómo aquellos jóvenes emigrantes reían y bromeaban para ocultar su nerviosismo y su ansiedad, a media luz , que era lo que abundaba en aquellos años oscuros. Al día siguiente viajaban a Venezuela, hacía un destino incierto, era el año 1956, y entre ellos, recuerdo desde mi pequeñez a Baldomero, a Pérez y a mi padre. Mi padre volvió al cabo de un año, pero Pérez se quedó y se perdió para siempre, en cuanto a Baldomero nunca se supo de él.
Aceleré mi paso y en pocos minutos me planté en la segunda rotonda, la de los colegios de los Maristas y de las Monjas , en el primero jugué al fútbol (aquellos regates que hacíamos lanzando el balón contra las paredes de las clases que limitaban el campo, recuerdo con precisión que Tuito era un maestro en este arte) en el segundo, estudió mi prima Flora y en más de una ocasión asistí a los partidos de baloncesto entre alumnas.
Me detuve de pronto y me percaté por vez primera que aquella imagen fija de la calle hacia mucho tiempo que se había borrado y supe que estaba haciendo un recorrido sentimental donde todo lo relatado fue y hoy ya nada era. Pero yo no tenía demasiado interés en ver lo evidente, así que decidí seguir mi propio camino. Arriba de la cuesta, hacía mi derecha se erguía el Patronato y un campito de tierra donde empecé a hacer gala de mis regates diabólicos con quince o dieciséis años, estaba por fin empezando a jugar bien, aunque fue en Tánger, dos años más tarde cuando exploté y di todo lo que había estado aprendiendo durante tantos años Por aquel campito, se podía llegar, si mi memoria era fiel, hasta la playa del Matadero. Luego, la rotonda de los Viveros, a mi derecha la entrada al parque y al lado, la Hípica, adonde tantas veces acompañé a mi padre a las tiradas al plato y creo que de pichón, de las que era asiduo además de buen tirador, a la izquierda, una gran extensión de tierra baldía, que en nuestra infancia atravesábamos para llegar recortando camino a nuestras casas de la Calle Barcelona. En aquellos descampados tenían lugar nuestras guerrillas de moros y cristianos a pedrada limpia, en ocasiones, nos protegíamos con escudos de madera algunas veces reales y otras imaginarios, porque eso sí, nos sobraba imaginación. Mi vecino, Pepe Ortega Padilla, era nuestro jefe. Más adelante, una suerte de casas adosadas que siempre se me antojaron ser unos pabellones militares y algo más distantes, al final de ninguna parte, los tres cementerios, los cementerios de las tres culturas, aquellas que hicieron a España y a Andalucía grandes entre las grandes, siglos atrás. Había llegado al final de la primera etapa de mi viaje sentimental e imaginado por los caminos del recuerdo. Me prometí volver, para recorrer otros lugares.
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