4.
Zoco el Arba: 1958-1962
1.- Recuerdos
¡Las doce y media! Qué hora más extraña para empezar a narrar algo, algo cuyo comienzo data del año 1958. ¡Cincuenta y un años transcurridos! casi nada. Siempre he creído, que relatar unos hechos anodinos que deambulan perdidos por la memoria del autor y que a pocos o a ninguno pueden interesar, es la manera que tenemos algunos escritores de ser generosos con las personas y los paisajes que poblaron nuestro pasado. La magia surge, cuando ese intento de recreación de la vida vivida se convierte en literatura.
Todo empezó en el Lycée Liautey de Casablanca, donde me examiné del ingreso en “Sixième”, equivalente al primero de bachiller. Estaba a más de trescientos kilómetros de mi casa y mis padres me acompañaron, como era natural. Aprobé aquel ingreso, pero todavía me quedaba lo más difícil, convencer a mi padre aquel verano de que me diera la posibilidad de estudiar en Souk-el-Arba, que se hallaba a ochenta kilómetros de Larache. Era el lugar más cercano, pero no evitaba tener que ingresar como interno con el gasto consiguiente, que en aquellos tiempos, suponía un desembolso importante para la economía familiar.
Aquel verano, por razones que aún ignoro, fuimos todos los componentes de la familia a veranear casi tres meses a Zarzuela del Monte, el pueblo de mi madre. Un verano que nunca he olvidado. Zarzuela era prácticamente una aldea de la Castilla profunda. Para mí, aquellos parajes, tan secos, tan diferentes a los de mi ciudad, supusieron una novedad no exenta de cierta y agradable sorpresa. Allí aprendí a coger los melones del melonar bajo un sol de justicia, a recorrer los campos yermos castellanos para cazar conejos o perdices con el Tío Valentín (hermano de mi abuelo materno), a montar a caballo con los consejos de mi pequeña amiga apodada “la Chata” y a padecer el dolor en la ternilla del coxis por las noches, a trillar el trigo en un trillo medieval y revolcarme en la paja, a bromear con los mozos del pueblo simbolizados por Bruno, a comer las chuches de Tía Basilia, a acostumbrarme a los olores de los establos caseros, a ir a por agua a la fuente, a cagar en el campo… Fueron días felices, días de disfrute de nuevas sensaciones y de experiencias irrepetibles. El día que tocó volver, mientras el Mercedes 180D se alejaba del pueblo, todos, mis hermanos y yo, derramamos lágrimas abundantes de pena y de nostalgia, nostalgia de los momentos vividos. Aquel verano fue para nosotros un sueño intenso que duró demasiado poco. Dejamos amigos y amigas entrañables y vivencias únicas que nunca, desgraciadamente, volveríamos a experimentar con tanta ilusión e intensidad.
Yo tenía once años apenas, y cuando se acercaba el comienzo del curso, usé toda mi capacidad de convencimiento para que mi padre aceptara mi petición de estudiar fuera, tal era mi deseo de proseguir mis estudios. El estudio se manifestaba ya como mi gran vocación. Gracias a la intermediación de mi madre, lo conseguí, y así empecé a construir mi vida, sobre esa base que nunca habría de abandonarme. Siempre he pensado que salvo contingencias imponderables, cada uno de nosotros, con nuestra voluntad y decisión, somos los labradores de la mayoría de los surcos que jalonan nuestra existencia y que, por tanto, el azar tiene muy poca incidencia. Somos, en definitiva, lo que hemos querido ser.
Souk el Arba o Soukel o Zoco el Arba (el zoco del miércoles), era un pueblito de la llanura del Gharb, bañada por el caudaloso río Sebou, un pueblo, por lo tanto, de agricultores y campesinos, y uno de los centros agrícolas más importantes de Marruecos, que en época muy reciente había pertenecido al Protectorado Francés. Conservaba como herencia de aquella relación, un “cuasi liceo” francés perteneciente a la “Mission Universitaire et Culturelle Française”, en el que se podía estudiar hasta “Troisième” o cuarto de bachiller. A final de los estudios se podía obtener, mediante el examen correspondiente, el “Brevet d’Études du Premier Cycle du Second Degré”(BEPC), una especie de reválida, que en aquellos tiempos era un título con cierto prestigio y una garantía para quien lo poseía.
El pueblo que tengo en mi memoria se hallaba situado a orillas de la carretera general que unía Tánger con Casablanca. En esa carretera confluían tres pequeñas vías que podían alcanzar casi, el denominativo de avenidas, avenidas éstas que recorrían todo el pueblo. De aquel pequeño pueblo y de aquella época, me resulta fácil recordar los apellidos de algunas familias, como los Barcesat, Bousbib, Elbaz, Malka, Benoudiz, Soudry, Moussaoui, Moulay Taieb, Bouchta, Tetouani, López... José López o Joselito el Herrero, era un cordobés, bajito, siempre muy arreglado y perfumado, vestido con una sahariana azul marino, camisa blanca y corbata a juego. Recuerdo sobre todo el tono de su voz y su peculiar acento, inconfundible e inolvidable. No es difícil imaginar que había escapado a la zona francesa durante la guerra civil. El ambiente de aquel pueblo era relajado y tranquilo, además de ser palpable cierto bienestar económico.
Nuestro internado era parte de un complejo escolar integrado por las aulas del colegio, las oficinas y las instalaciones deportivas. Las aulas estaban todas dispuestas en fila, desde párvulos hasta “troisième” (un total de diez aulas, muy amplias y con grandes ventanales), y se extendían sobre un extremo lateral del colegio, separadas de las oficinas, situadas en el ala lateral enfrentada, por un extenso campo de unos cuatro mil metros cuadrados. El internado, propiamente dicho, que se hallaba en el otro extremo, justo detrás de las oficinas, comprendía dos dormitorios de una sola planta, uno para las chicas y otro para nosotros, separados por el comedor o refectorio. A partir de las cinco de la tarde, todas las instalaciones del colegio quedaban a nuestra disposición. La vida del interno es ante todo una vida gobernada por el orden y la disciplina, dos valores nada despreciables. Después de siete años en distintos internados, considero que las experiencias allí vividas conformaron de algún modo mi manera de ser y de sentir, no creo sin embargo, que éstos sean lugares recomendables para reforzar la educación. No obstante, nuestro internado tenía un valor añadido indudable, era mixto, y eso hizo que la convivencia y las vivencias, cobraran aspectos muy singulares y enriquecedores que, pasado el tiempo, he podido calibrar en toda su dimensión. Aprender a apreciar y a conocer a las mujeres desde niño, en sus facetas más diversas, como compañeras y amigas, más allá de las relaciones “unidireccionales” que impone el género, es toda una lección de convivencia y de vida que todos los seres humanos deberíamos recibir. Eso templa el machismo y agudiza la sensibilidad. Entre aquellas compañeras, amigas y maestras de mi vida, puedo recordar con cariño y admiración a Esther, Simy, Elsa, Geneviève, Antoinette, Marie-Thérèse, Flora, Carmen, Gisèle, Denise, Dalia, entre otras muchas.
Nosotros los internos, siempre distinguíamos entre internos y externos al referirnos a algún compañero, como una manera de expresar que tal o cual persona era o no era de los nuestros.
Por una razón evidente, rara vez las relaciones interno-externo iban más allá de cuestiones relacionadas con los estudios. Aunque yo tuve la suerte, de alcanzar a ser bastante amigo de algunos externos que llegaron incluso a invitarme a sus casas en ocasiones determinadas y donde fui atendido de manera exquisita. La hospitalidad tanto de judíos como de musulmanes, dejaría en mí una huella indeleble para el resto de mi vida. En Marruecos, el huésped es el rey de la casa y como tal ha de ser tratado, algo que Occidente parece haber olvidado tiempo ha.
La única salida que hacíamos los internos durante la semana era la “promenade” del jueves, en que nos llevaban después de comer, en filas de dos a un campo situado a las afueras del pueblo. Era un lugar de recreo donde algunos jugábamos al fútbol, las chicas paseaban, bueno aunque entre las chicas había de todo, como Denise Segura, aquella hermosa rubia, capaz de correr y saltar más que cualquiera de nosotros... Recuerdo una sed desesperante, que convertía en interminable el camino de vuelta, y las discusiones “futboleras” con mi amigo Pepe Jiménez que duraban todo el trayecto. Los viernes, los pocos internos que por la lejanía de nuestras casas no teníamos mas remedio que quedarnos, teníamos cineclub, donde casi siempre proyectaban películas de los grandes genios del humor, como lo fueron sin lugar a dudas, Harold Lloyd, Charlie Chaplin, Buster Keaton o Stan Laurel y Oliver Hardy . Aquellas películas contribuyeron a enriquecer nuestra cultura cinematográfica además de hacernos pasar unos momentos distendidos donde las risas eran continuas. A mí personalmente me desternillaba la expresión de atolondrado de Laurel, un cómico irrepetible. En ocasiones, también proyectaban algunos clásicos antiguos, de cinemateca, protagonizados por los grandes actores franceses como Raimu o Simon.
Quizás, llevado por una pasión y una visión cinematográfica de la vida, cuando he intentado revivir mis recuerdos, casi siempre he tendido a convertirlos en escenas de cine, en auténticos cortos, porque siempre he visto en el cine a la más perfecta imitación de la vida, incluso por encima de la literatura.
2.- Escenas
Las escenas que a continuación describo, surgieron para retratar momentos irrepetibles, que reflejan la manera en que, el ambiente y las personas, dejaron en mí su marca durante aquellos cuatro años de internado.
·
Escena 1: De
cómo nació mi amistad con Maklouf L.
Una mañana de octubre de 1958, el
primer día de clase, en nuestro primer recreo, busqué un lugar en el patio
donde dar rienda suelta a mi pequeña melancolía. Más que patio era un campito
de unos tres o cuatro mil metros
cuadrados, con árboles y sin pavimentar, lo cual le daba cierto aire de parque
de esparcimiento. Yo estaba taciturno, como cualquier niño que se siente
desubicado en un lugar nuevo y extraño, cuando, de repente, oí una voz cálida y
amistosa: era un compañero de clase que se interesaba por mi situación. Su
apariencia y su actitud me infundieron una mezcla de confort y de bienestar que agradecí para siempre. Sin
saberlo, aquel encuentro fue el inicio de una entrañable amistad que duraría
tres años, hasta que Maklouf abandonó Marruecos. Durante aquellos años,
compartimos meriendas y aficiones como el atletismo o el fútbol, así como
interminables conversaciones sobre un mundo que empezábamos a conocer.
Comentábamos con ánimo, nuestras marcas en velocidad o salto de altura y él me
daba consejos sobre cómo mejorarlas. También, no faltaba más, nos deteníamos en
elogiar las cualidades de tal o cual jugador de fútbol de la época. Sin
embargo, lo que más huella dejó en mí de aquellos primeros meses de amistad incondicional, fue la manera
magistral con la que Maklouf me introdujo en aquel mundo mágico que sería para
mí la mitología griega y sobre todo la IIiada de Homero. Como un maestro de la
épica, relataba con una parsimonia que aún hoy me sorprende, cómo, para vengar
la muerte de su hermano Héctor, que era
el más valiente de los hijos de Príamo, y el guerrero más poderoso de
toda Troya, el incomparablemente bello Paris, disparó su flecha con tal
puntería que el invencible Aquiles cayó fulminado. Describía a aquellos
personajes con mucho cariño y todo lujo de detalles, se detenía cada vez que
mencionaba uno nuevo, como dibujando su
retrato muy lentamente, midiendo los tiempos y acompasando gesto y palabra.
Explicaba quién era y cómo era, de manera
que para mí, la imagen de los personajes de Homero fue para siempre la
que me transmitió mi amigo. Tanto es así que, inevitablemente, los
troyanos siempre serían los buenos, y los griegos comandados por el
terrible Agamenon los malos. Aunque todos se me aparecían con un halo de
divinidad, de fuerza y de belleza, que la voz cálida y el estilo lento y
ampuloso en ocasiones, de aquel contador singular contribuyeron a reforzar. Yo
me sentía diminuto ante un cuentista de tal dimensión. Nadie hubiera jamás
podido imaginar, que aquellos dos niños de apenas doce años, que caminaban
tranquilamente por el recreo, fueran discípulos del genial Homero. A través de
ML también entraron y se instalaron en mi vida todos los dioses del Olimpo.
Así, la mitología griega se convirtió en un vínculo entre nosotros, que no sólo
nos entretenía, también nos unía.
Más tarde, mi amigo, que vivía muy
cerca en Mechra-Bel-Ksiri, me contaría que él era hijo de personas muy mayores,
sobre todo su padre que, casualidades de la vida, había sido compañero de
infancia de mi abuela en Larache. Su padre, apodado “el Mismisi” era un buen
bebedor de “cachacha”, o “magia”, un aguardiente casero que él mismo, como buen
judío marroquí, preparaba. Maklouf fue
sin duda, el gran amigo de mi primera
adolescencia.
·
Escena
2: Aquella hermosa tarde de Abril de 1961
Acababa de mojarme un poco las
manos y había aprovechado para beber. Eran las cinco o las seis de la tarde
de un domingo del mes de Octubre de
1960. Como cada Octubre, éste era para mí el tercero, los internos
nos incorporábamos al nuevo curso. Era en Zoco el Arba, un pequeño
pueblo del interior de Marruecos, en la
llanura del Gharb, cuya población
europea estaba formada por colonos,
dedicados en su mayoría a la agricultura. También vivían allí algunos
republicanos españoles refugiados. Me di
la vuelta y la vi por vez primera, no
pude evitar detener mi mirada en ella. Aquel rostro “pluscuamperfecto”, me dejó
anonadado, estupefacto. Desde aquel
instante supe que estaba enamorado, acababa de cumplir catorce años y vaya si
fue fuerte el impacto. Ella me miró sin verme, me sentí como un pequeño lagarto
observado por una diosa.
Habían pasado seis meses desde el día del hechizo,
era el veintitrés de Abril de 1961. ¿ Cómo olvidar aquella fecha? En
aquellos meses debieron de ocurrir multitud de incidentes, como por
ejemplo, que ella aprendió mi nombre de
pila, que sus múltiples pretendientes me contaban sus escarceos y sus asaltos
sin éxito a mi pequeña reina devenida más cercana. Yo, seguro de que ella sólo
podía ser mía y sorprendentemente a un tiempo atemorizado por la impenitente
duda que siempre subyace en estos casos,
sonreía a mis rivales sin mostrar
interés, mientras, esperaba mi momento,
como el cazador que conoce la guarida del lobo y disimula ante sus
competidores. Confieso, transcurrido
tantos años, que demostré una gran
astucia y prudencia para mi corta edad.
Nunca más tarde, he vuelto a
tener esa habilidad de jugador de póquer. Aquel día, del
que no recuerdo muy bien si era viernes o sábado como tampoco atino a
recordar por qué aquel fin
de semana ella se quedó en el internado,
aunque poco importa para lo que
voy a contar.
Debían de ser las seis o las siete
de la tarde de aquel día de hermosa primavera. Íbamos a entrar a la clase de
“permanence” para repasar un poco antes de cenar. Ella se me acercó y me dijo algo que no
recuerdo, aunque todavía se me acelera el corazón y me tiemblan las piernas de
puro vértigo. No sé si alguno de nosotros o los dos, lo habíamos premeditado o
si ocurrió de manera espontánea, pero
acabamos sentados en el mismo banco, a pesar de que la clase estaba medio vacía.
La luz de la tarde conservaba aunque atenuada, algo de la fuerza del día. La primavera,
en aquella zona del país, era un regalo de vida naciente, de belleza, de
luz, de ruidos y de olores agradables que nunca he podido olvidar. Me costaba trabajo creer que pudiéramos estar
tan cerca y tan juntos. Cada vez que nos
mirábamos, todo a nuestro alrededor
desaparecía como si sólo los dos pobláramos aquella clase. El verde de sus ojos
era un mar infinito de dulzura. Embelesados, dejamos pasar algunos minutos, sin
saber muy bien qué decir o qué hacer. No recuerdo como ocurrió, pero intuyo que
a partir de un cierto momento, me dije
que no podía dejar escapar aquella ocasión,
me armé de valor y debí
pronunciar dos o tres palabras parecidas
a: “ je voulais dire que je t’aime”.
Recuerdo como ella, supongo que llevada
por la emoción, quizás en un intento de
mostrarme su apoyo y de arropar mi inseguridad, tomó mi mano y la arrastró
suavemente hasta hacerla reposar bajo la suya
sobre la mesa del banco. Sonrojados, con un ligero temblor en todo el
cuerpo, embargados por la euforia y por la intensidad de la situación,
permanecimos unos interminables e inolvidables minutos en silencio, mi mano en
su mano, su mirada en la mía, como
tratando de apurar y quizás de inmortalizar aquel momento. Se llamaba Flora
Benet, era tierna, hermosa y rubia como Afrodita.
·
Escena 3:
Escena de refectorio
Era una escena digna de una
película de Elia Kazan. Sentados a oscuras, cada uno en cada una de las tres
mesas octogonales del refectorio de los mayores, en un salón que no debía de
tener más de 100 metros cuadrados, como si los tres protagonistas se hubieran
puesto de acuerdo previamente en la escenografía. Parecía un ensayo y sin embargo así se habían dispuesto de manera
aparentemente espontanea. Ciertamente daban medio.
Clair era del 41 o del 42, Paco
Hidalgo del 40 y Rattazi del 43. Clair era enorme, alto y delgado, rubio y con
aspecto desenfadado, más que andar, arrastraba las piernas y casi siempre
portaba un pullover marrón que le llegaba muy por debajo de la cintura
cubriendo gran parte de sus vaqueros. Paquito no medía más de un metro sesenta,
era el mayor, y se había granjeado el respeto de sus compañeros, porque era
reflexivo y muy amable además de ser muy firme en sus decisiones. Rattazi, el
más joven, era también el más temperamental
y parecía el más violento quizás porque su fuerte complexión y su
timidez excesiva nos imponían a los más pequeños, la realidad era que siempre
fue de trato gentil con nosotros.
Habíamos terminado de comer, era
mediodía y todos habíamos abandonado el comedor
excepto ellos tres, que eran del grupo de los más mayores, eran alumnos
de “Troisième” , una especie de cuarto de bachiller que en Zoco el Arba era el
último curso. Era el año 1958, mi primer año de internado, yo tenía doce años y
aquellos compañeros de internado eran como mis mayores. Más tarde nos
enteraríamos de que su actitud de aquel día, parece que premeditada, era para
protestar porque la comida les parecía de muy poca calidad. La directora del
internado, la oronda y dictatorial Mme G. les conminaba a salir del comedor,
pero ellos cada uno en su estilo, se negaban de manera cada vez más agresiva.
La tensión iba in crescendo y todos los
internos esperábamos expectantes a que
alguno de ellos cometiera alguna barbaridad. Estaban o al menos parecían
realmente enfadados. Una mezcla de sorpresa, pánico, admiración y una cierta
complicidad nos embargaba, mientras Clair lanzaba gritos de desesperación,
presa de un aparente ataque de histeria y Rattazi emitía gruñídos como un
felino en estado de alerta. Únicamente Paquito mantenía el tipo y conversaba
con la directora. Mme G. no las tenía todas consigo, cualquier cosa podía
ocurrir. La situación se prolongó algunos minutos e imagino que llegaron a
algún tipo de acuerdo, aunque no puedo recordar cuales fueron las consecuencias
para los rebeldes, parece que su estrategia por esta vez funcionó. Fue mi primer encuentro en vivo con una manifestación
contra una situación injusta.
·
Escena 4: “Les Carottes”
Todavía no han dado las siete de la mañana, lo sé porque la campana no ha sonado aún. A través de los grandes ventanales, puedo oír los zureos de las tórtolas que por la mañana descansan en las copas de los eucaliptos que rodean nuestro internado. Es cualquier día de primavera en el viejo internado de Souk-el-Arba. Soy de los internos más antiguos y siento una cierto orgullo al decirlo. Para ser un interno viejo han de pasar unos años, tiempo que no todo el mundo resiste. Hay que sumar una serie de experiencias, de castigos y de habilidades, que en este microcosmos son muy útiles. Es en definitiva un sistema carcelario con internos más jóvenes. La alcaidesa o mejor dicho la directora Mme G. es una señora gruesa y poderosa, una francesa viuda o separada que ha sabido bandearse y regir su internado con mano dura. Aquí nadie le tose. De vez en cuando uno de los mayores le monta el número de la rebeldía en el comedor para impresionar a los más jovencitos, pero todo queda al final en agua de borrajas. A mí una tarde, casi al final de curso, también me tocó rebelarme. Y es que no me apetecía, era incapaz de comerme la ensalada de zanahorias, y muy cuidadosamente la lié en mi servilleta y la metí dentro del tubo metálico que soldado a la mesa nos servía para guardar aquella. No me había dado cuenta, Mme G. estaba plantada con los brazos cruzados detrás de mí:“ Reprends tes carottes et fais moi le plaisir de les manger “ dijo. Yo me negué, me torteó y me mandó arrodillarme fuera del comedor. No acepté comerme las malditas zanahorias aunque si obedecí su orden de arrodillarme. Pero a nuestra directora, le pareció corto el castigo a mi terquedad y pretendió humillarme de la manera más cruel y vergonzosa. Se equivocaba. Invitó a todas las niñas a desfilar dándome una torta. Las puso en un serio aprieto, pues la mayoría eran mis amigas. Las ayudé. Antes de que ninguna tuviera tiempo siquiera de decidirse, me levanté, dije alguna barbaridad y salí corriendo, huí del internado. Extrañamente, no recuerdo adonde fui, ni nada más, de aquella tarde de rebeldía del año 1961.
3.- Profesores
Este retrato quedaría incompleto, si no aludiera a aquellos profesores, que por su personalidad unas veces y otras por su saber comunicar, dejaron en mí una traza, que pasados los años me devuelve a ellos.
·
Monsieur
Hiel : "De la complejidad de una incógnita llamada simplemente x
"
Es el momento de recordar... Atrás quedaron
ocultos en el bosque del tiempo y la memoria,
momentos, paisajes, olores y personas irrepetibles e
inolvidables. Puede que fueran
las tres de la tarde, puede que fuera
otoño cuando Monsieur Hiel se dirigió con un caminar firme y decidido hacía el
estrado. Como era costumbre en él, llevaba la mano derecha metida en el
bolsillo de su gabardina beige mientras sostenía con la otra mano su
"cartable" de color marrón
oscuro. De complexión fuerte, de cabello rubio aunque muy escaso, usaba unas
gafas de montura metálica y cristales transparentes. Nuestro profesor de
matemáticas era en aquella época un hombre que debía de rondar los cuarenta.
Monsieur Hiel no tenía labios, su boca podía ser fácilmente dibujada por un
simple trazo de lápiz. Sin embargo tenía sonrisa, esa sonrisa única compuesta
por el alargamiento de la comisura de unos labios inexistentes y por el brillo
irónico de unos ojos diminutos. Puso
el maletín sobre la mesa, se quitó la gabardina. Llevaba una chaqueta de
cheviot bajo la que se adivinaba un chaleco verde, una camisa pulcramente
blanca y una corbata indefinida, era un
hombre cortado a la medida de su tiempo. Era
el año 1959. Antes de empezar su clase,
nos dirigió una mirada escrutadora aunque amable, era su manera de
cerciorarse de que no faltaba nadie. Luego se llevó ambas manos abiertas al
mentón como si de repente sintiera la necesidad de concentrarse, como si nunca antes hubiera hecho ni dicho lo
mismo. Entonces pronunció unas palabras parecidas a éstas:
" - Imaginad
que alguien nos preguntase el precio de una manzana dándonos como información
previa el precio de diez manzanas, por
ejemplo cien pesetas. Para interpretar
los datos conocidos escribiríamos
esta sencilla expresión matemática: 10 x = 100. Dicho de otra manera,
habríamos sustituido el precio de una manzana por x, de forma que x sería como
un pronombre personal universal que nos facilitaría la escritura. Es lo que en
Álgebra llamamos la incógnita, el valor que no conocemos y pretendemos conocer,
simplemente eso... ". Con este razonamiento sencillo y a la vez elaborado
a lo largo de una ya dilatada experiencia didáctica, Monsieur Hiel nos introdujo en la misteriosa
Álgebra, en una manera nueva de pensar y de relacionar entes y conceptos
matemáticos. A partir de aquel día, despejar la x de una ecuación, se
convertiría para mí en un reto del que
casi siempre salía airoso. Así recuerdo entre luces y tinieblas la primera
lección de Álgebra, pero recuerdo sobre
todo aquella “après-midi” y a Monsieur Hiel. A ese su saber comunicar y entusiasmar, que producía en mí efectos mágicos, como esa mezcla de sentimientos tan difíciles
de describir, aunque próximos a la curiosidad y euforia que experimentan los
enamorados. Este pequeño apunte quiere ser un homenaje a su magisterio y a su
persona.
·
Monsieur
Barcesat
Si traigo a colación a Monsieur Isaac Barcesat, que fue mi profesor multidisciplinar, tanto de Idioma Español, como de Ciencias Naturales y de Jardinería, es porque era más próximo y familiar que los restantes profesores, ya que era de Larache (donde nació en 1913), por lo tanto hablaba español y era además compañero de infancia de mi padre. Estaba concluyendo sus estudios de Veterinaria cuando la Guerra Civil le sorprendió en Madrid. Debido a sus simpatías por la República, hubo de trasladarse a Souk el Arba,que era zona francesa, huyendo de los falangistas, donde se afincó ejerciendo como profesor. Su francés era sui generis, con un marcado “rulado” de la r que siempre parecían ser dos cuando él la pronunciaba. También recuerdo una de sus frases favoritas: Lo dijo Blas punto redondo. Era un hombre más bien bajito aunque de complexión fuerte (lo que le hacía parecer más alto), con unas gafas de amplias dioptrías y en su rostro, las marcas de un probable acné juvenil. Era un tipo muy vitalista y trabajador y desempeñaba su labor de profesor con honradez y dedicación, aunque seguramente fuera un veterinario frustrado (su especial entusiasmo explicando Anatomía, así lo revelaba). Hace poco supe que emigró a Israel en 1968, donde falleció en la ciudad de Beer-Cheva en el año 2002. Me alegra saber que vivió una vida larga y guardo de él un grato recuerdo como profesor y como persona. Fue de hecho un representante genuino de una generación, que se vio doblemente afectada por algunos de los tumultuosos sucesos del siglo XX, primero por el golpe de estado contra la República y luego por la Independencia de Marruecos y la posterior emigración casi obligada a Israel. Los sionistas nunca imaginaron el inevitable desarraigo que iban a causar en aquellos inmigrantes.
· Monsieur Goddard:
No recuerdo su nombre de pila ( Yves? Paul?), pero sí su apuesta presencia y su gran carisma. Fue mi profesor de Educación Física durante tres años en Souk el Arba y posteriormente en Rabat. Monsieur Goddard, además de ser y saberse un seductor a la antigua usanza, era un tipo que desprendía confianza, era fácil sentir cariño y respeto por él. Con él, ocurría lo mismo que con Monsieur Barcesat . Mi profesor de gimnasia había perdido parte de su pierna derecha (desde la rodilla hasta el pie) durante la Segunda Guerra Mundial. Había sido antes, un excelente futbolista. Tenía una prótesis de madera (pata de palo) como los barbudos y terribles piratas de los cuentos y películas. Sin embargo, su gran porte y su distinción, conseguían disfrazar su minusvalía. Fue mi profesor de gimnasia desde mi primer curso en Zoco el Arba hasta el último, siete años después, en Rabat, con algún paréntesis cuando estuve en Tánger. Me trataba como a alguien de la familia. El último año, en el “Lycée Descartes”, me eligió para la selección absoluta de fútbol del liceo, donde estudiaban más de dos mil jóvenes. Reconoció públicamente, que el pequeño León, así me llamaba en Zoco el Arba, se había convertido en un extraordinario jugador. Yo tenía por entonces diecinueve años, y fue aquel año de 1966 en el que más y mejor jugué y disfruté con el fútbol, aunque eso me costaría dejar de lado los estudios y perder el curso. Hasta mis propios compañeros de equipo, reconocían la gran calidad de mi juego. En más de una ocasión, fui sacado a hombros del terreno de juego. Fue, dicho sin ambages, un año glorioso. Con Monsieur Goddard practiqué varios deportes con balón, como Volley, Baloncesto y Balonmano, pero también aprendí a apreciar el Atletismo. Esa educación en el deporte, me ayudó en mi vida posterior y siempre me ha acompañado y ha sido parte de mi formación integral.
Escrito en 2009 y publicado en mi
libro Entre dos aguas en 2013
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