Rosa
teñido de gris o viceversa
Mi
abuela Luna
Todavía no he cumplido cinco años, mientras me lleva a la escuela, ¡ qué
miedo !, será mi primer día, la abuela, mi abuela Luna debe de sentirse
orgullosa de ser la garante y guardiana de la educación de su segundo nieto, el
primer varón por otra parte. El Colegio Francés se halla a medio kilómetro
escaso de su casa. Hay que recorrer o más bien remontar casi toda la Avenida de
las Palmeras ya que existe una ligera pendiente desde la Calle Italia hasta el
colegio. Pasamos por Correos, bordeamos el Jardín de las Hespérides (en la
acera de enfrente está la escuela de la Alianza Israelita cuyo director es el
gordito y patizambo Elías Fereres insigne componente del equipo de fútbol “Los
Macabeos” que dio mucho que hablar en la década de los años treinta) y llegamos
al cementerio de Lalla Menana, luego
unas cuantas casas, que mi memoria
traicionera recuerda como pequeños chalets adosados de una sola planta. Entre
éstos se encuentran la que es o será la
casa del doctor Dalebrook así como la
casa del insigne maestro de la Alianza
Monsieur Medina. Finalmente llegamos a la altura de la casa del
Raisuni, tenemos que cruzar la carretera
pues justo enfrente se halla el que será
durante siete años mi colegio.
Mi abuela me lleva bien agarrado. Viste falda azul oscuro por debajo de
la rodilla, blusa de lunares blancos con el mismo fondo azul y una mejerma
o pañuelo también azul que le cubre su larga cabellera. Desde mi pequeñez frente a su enormidad ( por algo la apodan Luna la Larga ) yo me siento seguro a su lado a pesar de la
inquietud y la ansiedad que me embargan...
Ella, que ha tenido siete hijos, cuatro mujeres y tres hombres, que tenía apenas quince años cuando su padre
la comprometió con un hombre de más de cuarenta
venido de las montañas del Rif. Fue un trato, de los que se hacían a
finales del siglo XIX. El compromisario era camalo ( cargador de sacos y
bultos), poseía un burro, algún dinero,
cierta edad y era fiel observador de la tradición, pero sobre todo era un
“Cohenim”, más que suficiente para desposar a aquella adolescente, que
escondida tras una cortina contemplaba
con pudor y con exagerado rubor, cómo su padre la donaba a aquel desconocido
tan mayor para ella. Ella que, que nunca ha conocido la voluptuosidad del amor
joven y que vio marchitarse su belleza criando a unos hijos que nunca le
agradecerían su sacrificio. Hoy sin
embargo, debe de sentirse satisfecha de
ser abuela de un pequeño individuo al que dirige con paso firme hacía un futuro
probablemente mejor que su pasado.
Es Octubre del año 1951, en Larache, la segunda ciudad más importante del
Protectorado Español después de Tetuán y
el mundo no es de colores. Sin embargo mi abuela está y me protege,
siempre lo hará. Mi rey o ferasmal ( salido del mal en castellano
antiguo), me vaya capara por ti ( daría mi vida por ti , más o menos ), son algunas de las expresiones de cariño con
que siempre nos obsequió a mis hermanos y a mí. No ha quedado en mi memoria,
ningún reproche, ningún mal trato de su parte,
ni siquiera un cachete.
Me recuerdo
sentado en lo que ella llamaba su “alda” ( su falda ? ), que en judeoespañol parecía querer indicar el
hueco entre sus piernas cuando protegida
por una larga falda, se sentaba con
aquellas cruzadas sobre el suelo. Mientras me sostenía en su alda, me
cantaba en francés el “ petit navire “ ... Il etait un petit navire, qui
n´avait jamais, jamais navigué....” . Ella sabía leer, escribir y hablaba
francés. Había ido a la escuela a pesar
de ser mujer, de haber nacido en Larache
y en 1893. Contaban en mi casa que su
madre era gente de dinero. A veces el destino nos condena desde el primer
día, haciéndonos nacer en fecha y
lugar inadecuados.
Recuerdo cómo me
gustaba acompañarla mientras guisaba, ya fuera el potaje de habichuelas con
acelgas o la Dafina ( la comida que los judíos sefarditas cocinaban
todos los viernes y mantenían a fuego
lento hasta el sábado a mediodía ). También me sentía importante ensartándole
el hilo en el diminuto- casi inexistente-
orificio de la aguja de coser. Pero sobre todo destacaría aquella
paciente espera a que mi abuela terminara de amasar los panes en forma de
tortas para que yo los llevara al horno,
haciendo de “terrah” ( el niño que llevaba o traía los panes del horno
sobre una tabla descansando en su cabeza ).
Es el año 1951 como dije y mi
abuela Luna vive de alquiler en la Calle Grisa o Guerisa, aunque el
balcón de su casa del que daré buena cuenta en lo que sigue, da a la Calle
Italia, quizás en aquellos años la calle más importante de la ciudad. Dicha
calle empieza o termina en su margen izquierda por la Comandancia Militar, pasa
por Telégrafos que pertenece a la compañía Torres Quevedo, está jalonada
por multitud de pequeños comercios , la
mayoría regentados por judíos, como la casa de cambio del señor Amar (Jacobi,
le dijo un día a mi padre, nunca demuestres
cariño a un hijo porque si así lo hicieres te cogerá el pan de debajo del brazo), el
almacén de mercancías de Sidi Kassem, el
zapatero remendón Rbi David, la
joyería del señor Uahnono, la tienda de “varios” del señor Berros, la del señor
Emquíes y finalmente la zapatería de Rbi
Gabay que hace esquina con el Zoco
Chico justo a la entrada de la Calle Real . Esta última zona es uno de los centros
neurálgicos más bulliciosos de la ciudad. Hay un continuo deambular de
personas, carros y burros cargados de mercancías diversas que entran o salen
del zoco o de la Calle Real. Lo mismo bajan casi corriendo hacía la Calle Real,
camalos como Jai Daued con su
larga y poblada barba, llevando sobre el
hombro un pesado saco de harina,
que suben desde el puerto pesquero dos pescadores- probablemente
barbateños- a toda prisa con una caja de sardinas, posiblemente camino de los bares Central y Selva.
El balcón de mi abuela se halla en la margen derecha de la calle, frente
a las tiendas de “varios” de los señores Emquíes y Berros. Está en una primera planta y debe medir unos seis o
siete metros. Es por lo tanto una buena atalaya para observar el ir y venir de
gentes y cosas.
Desde ese balcón
como desde cualquier otro que se precie, he podido presenciar unas veces solo y
otras acompañado de mis tías, muchas
escenas dignas de ser relatadas.
En el balcón de
enfrente vive un personaje que siempre anda o más bien se sienta en pijama de
rayas acompañado de dos de sus hijas que
deben rondar la treintena . De este trío, él sobresale por su voluminosidad y
por su apariencia. Es orondo, grande y con la cabeza totalmente rasurada, de
forma que mi tía Raquel que para poner
apodos se las pinta, le ha bautizado como era de esperar como
Mussolini. Y es verdad, que sentado en
una silla y apoyado sobre la baranda del balcón se asemeja al difunto dictador
italiano. En ocasiones mis tías y yo nos distraemos mirando por las rendijas de las persianas los
movimientos y las gesticulaciones de
Mussolini. Sin embargo, la escena que más curiosidad despierta en mí,
es contemplar al señor Berros cerrar su tienda al atardecer. Hay que decir
antes que el tal señor es un hombre enjuto y alto, vestido con un traje oscuro envejecido y
ataviado con un sombreo negro que más que a un comerciante recuerda a un sepulturero. El ritual es siempre el mismo
: el señor Berros echa la cerradura a
la puerta de su comercio, echa uno o dos candados y se va. No han
pasado ni diez segundos cuando vuelve y comprueba con parsimonia una por una
las cerraduras, la escena se repite por lo menos de tres a cinco veces
dependiendo del día, hasta que finalmente nuestro ínclito personaje desaparece en
la oscuridad. Pero desde el balcón de mi
abuela también se divisa la casa de un rudo y grandullón comerciante árabe que
vive en una planta baja y que todas las
noches se sienta en el suelo con las piernas entrecruzadas para proceder a
realizar el balance contable del día que no es sino el recuento una a una de
las monedas y uno a uno de los billetes. La manera en que tiene lugar esta
pequeña ceremonia añadida al aspecto del personaje barbudo, siempre vestido con
“zaraueles”, calzando unas babuchas amarillas y con un pañuelo blanco
liado en la cabeza, nos hace pensar a
mis tías y a mí que este hombre es una avaro que antes de acostarse disfruta
con la contemplación de sus ganancias. A pesar de que la mayoría de los comerciantes
de la calle son judíos, resulta cuando menos sorprendente que el avaro, al
menos aparentemente, sea un árabe.
Llegados a la puerta de la clase,
en la segunda planta , mi abuela me “entrega” a Mlle Beniluz, la maestra de primaria del Colegio Francés,
que había sido su compañera de escuela y creo recordar que era prima suya.
Mientras las dos mujeres conversan en la puerta de la clase, yo contemplo
desamparado cómo lo hacen, y rompo a
llorar cuando mi abuela se despide de mí
por la puerta entreabierta. Mi desde
entonces inseparable amigo Mustafa Tahar al que acabo de conocer, me acompaña en los llantos. Nuestra amistad
se mantuvo hasta la adolescencia.
El niño que siempre va conmigo, nunca olvida a su abuela Luna, aquella
señora mayor que siempre tenía un sitio en su alda para cobijarle y una
palabra dulce para gratificarle. Las anécdotas de la vida diaria se han ido
disipando de mi mente con el paso de los años,
sin embargo, los sentimientos y
las sensaciones de aquella época de mi vida junto a ella permanecen indelebles
y la nostalgia de su recuerdo predomina. Nadie es indiferente al cariño de una
abuela. Ese cariño desinteresado que ni exige ni establece reglas de juego u obligaciones, quizá porque es la última forma
de amar del ser humano.
De mi libro La Memoria Blanqueada Hebraica de ediciones 2006