Blog de León Cohen Mesonero

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martes, 11 de abril de 2023

LA BLUSA BORDADA

 

León Cohen me remite un pequeño relato escrito en 1997, y una fotografía suya, estrechamente relacionada con lo que cuenta, en la que aparece junto a su padre y a su hermano en la Hípica de Larache, en el año 1952. Es un texto breve, que describe sólo un pequeño instante, una sensación, un sentimiento, y lo hace tan precisa y elegantemente que se transforma en un cuento breve delicioso. Creo que incluso los escritos en los que reflejamos nuestras vivencias personales e íntimas tienen cabida aquí, especialmente cuando provienen de algo vivido en esa hermosa tierra que es Larache. Así que espero que también disfrutéis de lo que sentía aquel niño mientras caminaba por la calle de la Duquesa de Guisa…  Sergio Barce 

 


La blusa bordada

 

Es verano. Son cerca de las cinco de la tarde, la hora de Lorca. El sol lo inunda todo. Yo camino por la calle de la duquesa de Guisa. Es Larache y no tengo más de siete años. Estamos a comienzos de los años cincuenta del siglo pasado. Voy muy arreglado. Mi madre me ha hecho un conjunto veraniego de color blanco, compuesto de una blusa y un pantalón corto, en el que destacan dos raquetas de tenis bordadas con hilos de colores sobre  el bolsillo izquierdo de la blusa. Yo las miro de reojo mientras camino y las acaricio suavemente. Estoy contento. Voy de estreno, huelo a colonia y me dirijo a casa de mi amigo Carlitos, hijo de un policía armada que vive junto a la tienda de ultramarinos La Colonial. Vengo de la Calle Barcelona, que es donde vivo y que está bastante lejos de donde me encuentro. Me miro caminar. Me observo. Siento que estoy vivo y que voy vestido de señorito. El sol cae con toda su luz sobre el asfalto. Decir Larache y Julio, es como invitar al diablo. Es como decir infierno. Por vez primera, miro mi sombra desplazarse y tomo conciencia del instante, lo retrato y lo fijo para siempre en mi memoria. Hoy transcurridos casi cincuenta años, reconstruyo el momento. Recuerdo sobre todo la impunidad del sol y mi coquetería plasmada en las dos raquetas de mi blusa.

                                 Agosto 1997 (Publicado en Entre dos aguas 2013)



     

miércoles, 22 de febrero de 2023

BEAU GESTE

 

Beau geste

 

Viernes  por la tarde y otoño, año 1962, Lycée  Gouraud,  Rabat. Todos estos datos serían superfluos si no fuera por la necesidad de “contextualizar” y de situar en el tiempo al protagonista del bello gesto.

Los internados se convierten los Viernes por la tarde en calles desiertas donde reinan la soledad y la tristeza de los pocos internos que por la lejanía de sus hogares no han tenido la suerte de irse a sus casas. Larache quedaba para mí demasiado lejana.

El internado del liceo es una construcción vetusta de principios del siglo veinte. Sus paredes son de construcción densa y sus pasillos amplios y fríos como el mármol. Los techos inalcanzables. Este es mi primer fin de semana en Rabat después de cuatro largos años en Zoco el Arba, soy por lo tanto un interno curtido, aunque mi nuevo internado, diferente en muchos aspectos, me descoloca un poco. No están los compañeros de siempre y el paisaje es más lúgubre. Además el otoño es una estación melancólica que reemplaza a la locura del verano.

Aquí hay costumbres, para mí nuevas. Después de la cena, los internos de segundo ciclo que ya somos mayorcitos, disponemos de una hora de ocio en un “foyer” (hogar) donde entre otras cosas se puede echar un cigarrito, departir con los compañeros, escuchar música (así me topé con Brel, con quien me quedé para siempre, con Bécaud o con Ray Charles entre otros muchos)  o jugar al ping-pong(que ha sido una de mis mayores aficiones).

Esa tarde, estaba yo sentado en una de las mesas del hogar, sólo, cabizbajo y con un cierto sentimiento de desamparo, muy serio, triste  y meditabundo, fuera de sitio en suma. Deseando que pasara pronto el tiempo para irme a la cama. Entonces, ocurrió, una mano amiga me tendió un pitillo, yo levanté la cabeza y rechacé amablemente la oferta, pues no fumaba. Saad, me miraba erguido con dulzura como adivinando mi situación anímica, Se metió el paquete  en el bolsillo de la americana y me dio un toque suave en el cogote, en un intento evidente de reconfortarme. Luego se alejó. Hubo en aquel cortísimo pero intenso intercambio de miradas y de sonrisas cómplices tanta densidad que nunca he podido olvidar aquel momento. Yo le agradecí para siempre aquel  bello gesto. Fue uno de esos gestos que uno colecciona y que a lo largo de toda una vida no llegan en el mejor de los casos a la decena. Fue uno de esos gestos que elevan al ser humano a las alturas. Por eso lo conservo grabado en mi memoria  para siempre.

Saad Temsamani era hijo del a la sazón gobernador de Tánger, quien a su vez era Cherif de Ouezane, descendiente de una de las más  nobles y grandes familias marroquíes. Por su origen era un chico elegante y educado, por su naturaleza era alegre, afable  y agradable. Aunque nunca llegamos a ser grandes amigos, sí mantuvimos siempre una cordialidad que manifestaba nuestra mutua simpatía. Suele ocurrir entre determinadas personas y por razones de difícil explicación. Son cariños que tenemos aparcados por si llega la ocasión. En nuestro caso, no llegó nunca, porque el mismo día en que me trasladé a vivir a Tánger en Septiembre del año 1964, Saad Temsamani, al que desde ahora llamaré Beau Geste, se mató en un accidente de circulación. Iba con su hermano mayor en un deportivo que conducía este último, sólo murió él. Tenía dieciocho años. Fue de esas personas que uno se alegra de haber conocido y que justifican nuestra estancia en este corto camino que es la vida. Con este relato he pretendido agradecerle su bello gesto.

                                                                               

                                                                                  6-12-2003

 

 

 

 

miércoles, 30 de diciembre de 2020

LOS TRENES DE MI INFANCIA

 

Los trenes de mi infancia

 Siempre deseé hacer este viaje. Como sabiendo que sería un reencuentro con mi pasado, un reencuentro que siempre he considerado necesario. Los fantasmas de mi memoria renacen y emprenden el camino inverso, el camino del tiempo... Parece que de nuevo el tren va a detenerse en alguna estación de cercanías. Mi mirada se pierde en el horizonte que permite la ventanilla del vagón. Ese horizonte mutante, ya extenso y solitario, poblado de llanuras yertas; ya verde, aguantando sobre sí el peso de ese cielo gris, insoportable; ya sombrío e inmediato, poblado de árboles mudos; ya montañoso y salvaje, como queriendo imitar los paisajes de los trenes de juguete. Aquellos trenes omnipresentes de la infancia, aquellos trenes ajenos, contemplados siempre desde lejos, a través de una pared de cristal helada e infinita.

¡ Aquellos trenes de nadie o del escaparatista ! ¡ Cómo olvidar aquella cara grande con bigote ! (uno de los hermanos de Casa Martínez, en plena Plaza de España). Y el frío del otoño que moría , queriendo ser invierno : Era Navidad en Larache, todavía “protegida” por la España de Franco.

Era la tristeza de unos niños hambrientos de tren, de “fuerte”, de soldaditos de plomo, de balón de reglamento. Era la mirada angustiada de unos niños de posguerra, dentro de aquellos pantalones “tres cuarto” zurcidos, dentro de aquellos “jerseys” oscuros como la época, dentro de aquellos eternos zapatos “gorila” a los que mamá había tenido que coser el contrafuerte para que aguantaran un invierno más. Toda nuestra infancia, toda nuestra España, era un parche para seguir tirando, porque cuando fuésemos mayores, seríamos otra cosa  nos compraríamos el tren o la bicicleta que los mayores no querían o no podían regalarnos.

Pero, ¿ quienes eran estos Reyes Magos tan pobres, tan poco generosos ?. Lo habían ido dejando todo en el camino, por Francia, por Europa, claro, como España estaba al final del trayecto... eso nos decían. Ni siquiera teníamos niños a quienes envidiar,  todos éramos pobres.

El viaje a Madrid desde Algeciras:  corría el año 51, atravesamos media España en aquel viaje interminable, sentados sobre aquellos inevitables asientos de madera. Algunas veces, al ver las películas del Oeste se me ha ocurrido comparar; nuestros trenes eran bastante más incómodos que las diligencias y ello a pesar de los Apaches. Recuerdo aquel Madrid despoblado donde circulaban más guardias urbanos que automóviles.

Aquel Madrid olvidado por los dólares del contubernio judeo-masónico donde ya empezaba la especulación del suelo. Aquel Madrid con sus miserables y entrañables casas de comida, con sus pensiones irrepetibles. Yo tenía la memoria vacía y el sentimiento por estrenar.

 Unos años más tarde el tren aparecería de nuevo. Aquellos trenes eran por dentro como autobuses, sin reservados. Había empezado la modernidad, la funcionalidad. Las cosas empezaban a perder su encanto. Cada trimestre, durante siete años, tomaría uno de esos malditos trenes que me llevaría lejos de mi familia, al internado. Nunca podré olvidar las lagrimas y la angustia que se apoderaban de todos nosotros la primera noche, después de permanecer unos días de vacaciones en casa. Había que darse prisa en coger el sueño, porque al día siguiente, nuestros seres queridos, nuestro pueblo se alejarían en el pasado y la distancia. Al día siguiente, por razones impenetrables, la rutina de la vida de internos ( nuestra otra vida) se imponía  y todos asumíamos la situación .

En un intento vano de recortar los días, nos decíamos que a partir de aquel día quedaba uno menos para las vacaciones próximas. Era el recurso del consuelo. Con el paso de los días la primera angustia quedaba totalmente diluida.

Luego, más tarde, vendrían los trenes militares, aquellos viajes infinitos en el tiempo y las paradas. Donde uno se sentía como ganado, donde la única liberación llegaba con el alcohol y el tabaco... Pero ese es ya otro tren, otro cuento.     

                                                        Londres (Aeropuerto de Gatwick) 1986

            De mi libro Relatos robados al tiempo  Ed.Librosenred 2003

 

ROSA TEÑIDO DE GRIS O VICEVERSA

 

 Rosa teñido de gris o viceversa

             Mi abuela Luna

 

Todavía no he cumplido cinco años, mientras me lleva a la escuela, ¡ qué miedo !, será mi primer día, la abuela, mi abuela Luna debe de sentirse orgullosa de ser la garante y guardiana de la educación de su segundo nieto, el primer varón por otra parte. El Colegio Francés se halla a medio kilómetro escaso de su casa. Hay que recorrer o más bien remontar casi toda la Avenida de las Palmeras ya que existe una ligera pendiente desde la Calle Italia hasta el colegio. Pasamos por Correos, bordeamos el Jardín de las Hespérides (en la acera de enfrente está la escuela de la Alianza Israelita cuyo director es el gordito y patizambo Elías Fereres insigne componente del equipo de fútbol “Los Macabeos” que dio mucho que hablar en la década de los años treinta) y llegamos al cementerio de Lalla Menana,  luego unas cuantas casas,  que mi memoria traicionera recuerda como pequeños chalets adosados de una sola planta. Entre éstos  se encuentran la que es o será la casa del doctor Dalebrook  así como la casa del insigne maestro de la Alianza  Monsieur Medina. Finalmente llegamos a la altura de la casa del Raisuni,  tenemos que cruzar la carretera pues justo enfrente se halla  el que será durante siete años mi colegio.

Mi abuela me lleva bien agarrado. Viste falda azul oscuro por debajo de la rodilla, blusa de lunares blancos con el mismo fondo azul y una mejerma o pañuelo también azul que le cubre su larga cabellera.  Desde mi pequeñez frente a su enormidad  ( por algo la apodan Luna la Larga )  yo me siento seguro a su lado a pesar de la inquietud y la ansiedad que me embargan...

Ella, que ha tenido siete hijos, cuatro mujeres y tres hombres,  que tenía apenas quince años cuando su padre la comprometió con un hombre de más de cuarenta  venido de las montañas del Rif. Fue un trato, de los que se hacían a finales del siglo XIX. El compromisario era camalo ( cargador de sacos y bultos),  poseía un burro, algún dinero, cierta edad y era fiel observador de la tradición, pero sobre todo era un “Cohenim”, más que suficiente para desposar a aquella adolescente, que escondida tras una cortina  contemplaba con pudor y con exagerado rubor, cómo su padre la donaba a aquel desconocido tan mayor para ella. Ella que, que nunca ha conocido la voluptuosidad del amor joven y que vio marchitarse su belleza criando a unos hijos que nunca le agradecerían su sacrificio.  Hoy sin embargo,  debe de sentirse satisfecha de ser abuela de un pequeño individuo al que dirige con paso firme hacía un futuro probablemente mejor que su pasado. 

Es Octubre del año 1951, en Larache, la segunda ciudad más importante del Protectorado Español después de Tetuán y  el mundo no es de colores. Sin embargo mi abuela está y me protege, siempre lo hará. Mi rey o ferasmal ( salido del mal en castellano antiguo),  me vaya capara por ti  ( daría mi vida por ti , más o menos ),  son algunas de las expresiones de cariño con que siempre nos obsequió a mis hermanos y a mí. No ha quedado en mi memoria, ningún reproche, ningún mal trato de su parte,  ni siquiera un cachete.

Me recuerdo sentado en lo que ella llamaba su “alda” ( su falda ? ),  que en judeoespañol parecía querer indicar el hueco entre sus piernas  cuando protegida por una larga falda,  se sentaba con aquellas cruzadas sobre el suelo. Mientras me sostenía en su alda, me cantaba en francés el “ petit navire “ ... Il etait un petit navire, qui n´avait jamais, jamais  navigué....” .   Ella sabía leer, escribir y hablaba francés.  Había ido a la escuela a pesar de ser mujer, de  haber nacido en Larache y en 1893.  Contaban en mi casa que su madre era gente de dinero. A veces el destino nos condena desde el primer día,  haciéndonos  nacer en fecha  y  lugar inadecuados.        

Recuerdo cómo me gustaba acompañarla mientras guisaba, ya fuera el potaje de habichuelas con acelgas o la Dafina ( la comida que los judíos sefarditas cocinaban todos los  viernes y mantenían a fuego lento hasta el sábado a mediodía ). También me sentía importante ensartándole el hilo en el diminuto- casi inexistente-  orificio de la aguja de coser. Pero sobre todo destacaría aquella paciente espera a que mi abuela terminara de amasar los panes en forma de tortas  para que yo los llevara al horno, haciendo de “terrah” ( el niño que llevaba o traía los panes del horno sobre  una tabla descansando  en su cabeza ).

Es el año 1951 como dije y mi  abuela Luna vive de alquiler en la Calle Grisa o Guerisa, aunque el balcón de su casa del que daré buena cuenta en lo que sigue, da a la Calle Italia, quizás en aquellos años la calle más importante de la ciudad. Dicha calle empieza o termina en su margen izquierda por la Comandancia Militar, pasa por Telégrafos que pertenece a la compañía Torres Quevedo, está jalonada por  multitud de pequeños comercios , la mayoría regentados por judíos, como la casa de cambio del señor Amar (Jacobi, le dijo un día a mi padre, nunca demuestres  cariño a un hijo porque si así lo hicieres  te cogerá el pan de debajo del brazo), el almacén de mercancías de Sidi Kassem, el  zapatero remendón  Rbi David, la joyería del señor Uahnono, la tienda de “varios” del señor Berros, la del señor Emquíes y  finalmente la zapatería de Rbi Gabay que hace esquina con el    Zoco Chico justo a la entrada de la Calle Real . Esta última zona es uno de los centros neurálgicos más bulliciosos de la ciudad. Hay un continuo deambular de personas, carros y burros cargados de mercancías diversas que entran o salen del zoco o de la Calle Real. Lo mismo bajan casi corriendo hacía la Calle Real, camalos como Jai Daued con  su larga y poblada barba, llevando sobre el  hombro un pesado saco de harina,  que suben desde el puerto pesquero dos pescadores- probablemente barbateños- a toda prisa con una caja de sardinas, posiblemente  camino de los bares Central y Selva.

 

El balcón de mi abuela se halla en la margen derecha de la calle, frente a las tiendas de “varios” de los señores Emquíes y Berros. Está en  una primera planta y debe medir unos seis o siete metros. Es por lo tanto una buena atalaya para observar el ir y venir de gentes y cosas.

Desde ese balcón como desde cualquier otro que se precie, he podido presenciar unas veces solo y otras acompañado de mis tías,  muchas escenas  dignas de  ser relatadas.

En el balcón de enfrente vive un personaje que siempre anda o más bien se sienta en pijama de rayas acompañado de  dos de sus hijas que deben rondar la treintena . De este trío, él sobresale por su voluminosidad y por su apariencia. Es orondo, grande y con la cabeza totalmente rasurada, de forma que mi tía Raquel que para poner  apodos  se las pinta,  le ha bautizado como era de esperar como Mussolini. Y es verdad, que sentado  en una silla y apoyado sobre la baranda del balcón se asemeja al difunto dictador italiano. En ocasiones mis tías y yo nos distraemos mirando  por las rendijas de las persianas los movimientos y las gesticulaciones de  Mussolini.  Sin embargo,  la escena que más curiosidad despierta en mí, es contemplar al señor Berros cerrar su tienda al atardecer. Hay que decir antes que el tal señor es un hombre enjuto y alto,  vestido con un traje oscuro envejecido y ataviado con un sombreo negro que más que a un comerciante recuerda a  un sepulturero. El ritual es siempre el mismo : el señor Berros echa la cerradura  a la  puerta de su comercio,  echa uno o dos candados y se va. No han pasado ni diez segundos cuando vuelve y comprueba con parsimonia una por una las cerraduras, la escena se repite por lo menos de tres a cinco veces dependiendo del día, hasta que finalmente nuestro ínclito personaje desaparece en la oscuridad.  Pero desde el balcón de mi abuela también se divisa la casa de un rudo y grandullón comerciante árabe que vive en una planta  baja y que todas las noches se sienta en el suelo con las piernas entrecruzadas para proceder a realizar el balance contable del día que no es sino el recuento una a una de las monedas y uno a uno de los billetes. La manera en que tiene lugar esta pequeña ceremonia añadida al aspecto del personaje barbudo, siempre vestido con “zaraueles”, calzando unas babuchas amarillas y con un pañuelo blanco liado en la cabeza,  nos hace pensar a mis tías y a mí que este hombre es una avaro que antes de acostarse disfruta con la contemplación de sus ganancias. A pesar de que la mayoría de los comerciantes de la calle son judíos, resulta cuando menos sorprendente que el avaro, al menos aparentemente,  sea un árabe.

Llegados a la puerta de la clase,  en la segunda planta , mi abuela me “entrega” a Mlle Beniluz,  la maestra de primaria del Colegio Francés, que había sido su compañera de escuela y creo recordar que era prima suya. Mientras las dos mujeres conversan en la puerta de la clase, yo contemplo desamparado cómo lo hacen,  y rompo a llorar cuando mi abuela  se despide de mí por la puerta entreabierta.  Mi desde entonces inseparable amigo Mustafa Tahar al que acabo de conocer,  me acompaña en los llantos. Nuestra amistad se mantuvo hasta la adolescencia.

El niño que siempre va conmigo, nunca olvida a su abuela Luna, aquella señora mayor que siempre tenía un sitio en su alda para cobijarle y una palabra dulce para gratificarle. Las anécdotas de la vida diaria se han ido disipando de mi mente con el paso de los años,  sin embargo,  los sentimientos y las sensaciones de aquella época de mi vida junto a ella permanecen indelebles y la nostalgia de su recuerdo predomina. Nadie es indiferente al cariño de una abuela. Ese cariño desinteresado que ni exige ni establece  reglas de juego u  obligaciones, quizá porque es la última forma de amar del ser humano. 

          De mi libro La Memoria Blanqueada  Hebraica de ediciones 2006

                                                                                   

EL GUARDA DE LA SINAGOGA

 

El guarda de la sinagoga

 

 El joven larachense me contaba emocionado aquella pequeña historia que vivió de niño. Fue en la Calle Real, una calle emblemática para cualquier larachense. En la azotea de la  Sinagoga de Pariente vivía un guarda, un judío de cierta edad, que al ser discapacitado, no podía bajar o subir las escaleras como lo haría cualquier joven en buena forma. El contador, a la sazón un niño, jugaba con sus amigos cerca del templo judío, y mientras jugaban, solía ocurrir que desde la azotea veían  bajar una cestita de mimbre atada a una cuerda: era el guarda que necesitaba que le hicieran algún recado. Todos acudían al instante y desde arriba, el hombre mayor les indicaba lo que quería. Una vez hecho el recado, ponían los mandados en la cesta y para arriba. Con la emoción del recuerdo aflorando con mayor intensidad según avanzaba en su relato, el joven larachense me contó como de vez en cuando la cesta bajaba y el hombre no estaba en la azotea, sin embargo,  todos los niños se acercaban a ella, porque sabían que la cesta bajaba llena de “chucherías” para ellos. Era la forma que aquel hombre entrañable tenía de agradecerles el favor que le hacían.

De repente,  el contador se puso más serio y con gran solemnidad me explicó que su padre siempre le había aleccionado sobre la importancia que para el Islam, religión de paz y de concordia, tenían  las buenas relaciones y el respeto con los vecinos, fueran estos musulmanes,  judíos o cristianos.

 Esta bella  historia de tolerancia y de convivencia, me la contó hace un par de meses en Larache un joven al que no he de olvidar. Es una historia que enaltece al ser humano y  que nos acerca un poco más a todos como ciudadanos de un  único mundo, nuestra Tierra.

                                           De mi libro Cartas y Cortos  Editorial Hebraica 2011

 

jueves, 26 de noviembre de 2020

MI CASA

En esta sección titulada MIS RELATOS he seleccionado algunos de los relatos de mis libros publicados entre 2003 y 2020.


                                  We shall not cease from exploration

                                                             and the end of all our exploring

                                                             will be to arrive where we started

                                                             and know the place for the first time”   

                                                                                              T.S. Elliot        

 

      Mi  Casa

 

Cuatro Caminos es y era una rotonda inexistente (yo la llamaría un cruce de caminos con aspiraciones de rotonda)  situada a la entrada o a la salida de Larache, según se mire. Aquella inolvidable tarde noche de Ramadán del ocho de Noviembre del año 2003, me llevaron a cenar cerca del lugar mencionado y aquella casualidad me decidió a visitar  “mi calle” y “mi casa”. Digo bien mi casa, como diría el inefable E.T.,  que se hallaba apenas a medio kilómetro de allí. Habían transcurrido cincuenta años  desde mi partida y nunca había regresado, ni durante los diez años posteriores en que seguí residiendo en Larache ni en ninguna de las escasas ocasiones en que volví a visitar mi pueblo. Que tuviera que transcurrir medio siglo resulta cuando menos sorprendente y más aún si cabe, que me decidiera al reencuentro precisamente aquella noche (¡qué noche la de aquel día!). Y que mi acompañante fuera el Litri, otro fantasma de mi infancia. Me pregunto ahora,  si aquel paseo no fue un sueño dulce, que fue mi casa la que me visitó y que por tanto, lo que cuento aquí no tuvo nunca lugar.

No éramos dos transeúntes cualesquiera, mi acompañante y yo éramos dos supervivientes  de la última generación de larachenses enviados al exilio por razones y sinrazones múltiples. No tuvimos demasiadas oportunidades de decir no, simplemente no pudimos elegir. Nos fuimos así, sin entender demasiado bien por qué teníamos que irnos , como si nos echaran.

Enfilamos el camino como si nuestros pasos nos guiaran sin titubeos, pisando de nuevo la huella de antiguos pasos nuestros grabada sobre el asfalto, así llegamos en un tris a la Calle Barcelona, a mi calle. Mi casa, estaba ahí, inalterada, henchida de pasado, como si esperando mi regreso, el tiempo la hubiera perdonado (“Algunas cosa tienen un pegamento especial para que  la vida se quede atrapada en ellas”  (1)).

 Todo ocurrió en pocos minutos, un par de fotos y emprendimos el camino de vuelta, como si el Litri y yo, compinchados, no quisiéramos oprimir la memoria común  y forzar y apretar los sentimientos. Fue un paseo a medio camino entre la nostalgia y el recuerdo donde el incipiente e irreprimible deseo de permanecer anclados a un pasado feliz e ingenuo se topara de bruces con la cruda realidad  del tiempo perdido. Aquel paseo representó (así lo siento ahora) un paseo desde la madurez  a la infancia, un trayecto de difícil retorno y que los dos exiliados  tuvimos el valor de recorrer aquella noche. Todos somos exiliados de la infancia que es nuestra patria, nosotros también lo éramos de nuestro pueblo, de nuestras calles. Porque una cosa son las calles propias, las de la infancia y la adolescencia y otra bien distinta, las calles prestadas, aquellas  a las que llegamos  perdidos  y donde pudimos pasear nuestro exilio interior mejor o peor, cada uno según su circunstancia.

Yo no quisiera volver a vivir en Larache , porque aquel Larache se ha ido, y el mío ha quedado en mi retina de niño, como mi infancia, pero sí me gustaría decir, que en su momento, me robaron la parte que me correspondía de larachense (algunos años) y que lo único que me queda es escribir algún que otro relato que como éste,  me devuelve el recuerdo de mi pueblo, algo que siempre me pertenecerá y que ha de permanecer conmigo.

                                De mi libro  La Memoria Blanqueada          

                                              Ediciones Hebraica 2006

(1) Luis G. Montero                          

 

Carta de un ciudadano corriente

  "Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta puesta al hombro, al amanecer, cuando los gallo...