Blog de León Cohen Mesonero

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jueves, 10 de febrero de 2022

Rachid y el señor Levy

 

9.

Rachid y el señor Levy

 

            Como cada día el viejo profesor recorría la amplia avenida que separaba su casa de la Facultad. Él no era un profesor cualquiera, tampoco se le podía considerar un emigrante magrebí como había tantos cientos de miles en París. Él era distinto, por algo sus alumnos y sus colegas universitarios le apodaban con cariño y respeto, el viejo profesor.

            Aquella mañana, sin saber por qué, los recuerdos le asediaban. Mientras caminaba, en un extraño intento de recobrar su infancia, se detuvo y volvió la vista atrás, como si todo su pasado le siguiera los pasos (todo hombre camina con su pasado a cuestas), como si su memoria fragmentada se extendiera cronológicamente sobre el camino recorrido, entonces recordó...

            Rachid no era un chico corriente. Había nacido en Mechra Bel Ksiri, una aldea de la llanura del Gharb situada a medio camino entre el Norte y el Sur de Marruecos. Cuando nació Rachid, aquél era un pueblecito de colonos franceses en su gran mayoría de origen valenciano (ellos se auto denominaban españoles " naturalisés “). Recalaron allí siguiendo la ruta de la naranja. Sin embargo, aquél no sería el último destino de Rachid, pues muy pronto se trasladaría al Norte, donde su padre se establecería como carnicero. En aquellos tiempos El Ksar el Kebir era la capital comercial del Protectorado Español. Aquél cambio supuso una promoción social para toda la familia y fue determinante para que ocurrieran años más tarde los sorprendentes hechos que voy a narrar.

            Desde muy pequeño, al salir del colegio, Rachid solía deambular por el zoco "chico", aunque los Miércoles era cuando más gustaba de entretenerse, aquél día el zoco se llamaba zoco del "arba" o del cuarto día. Ese día venían los fabuladores, sus personajes preferidos. La gente se arremolinaba a su alrededor formando corros  en cuyo centro estos charlatanes tan peculiares narraban con incomparable maestría historias de las mil y una noches, mientras un público fiel escuchaba atónito sus fábulas. Dotados de una voz potente y de una memoria prodigiosa, estos encantadores del verbo tenían una indudable capacidad para atraer y mantener la atención de los transeúntes que acababan convirtiéndose en la mayoría de los casos, en sus seguidores.

            Otro de los juegos favoritos de Rachid ( todo se convertía en juego a esa edad) era llevar al horno sobre una tabla de madera, los seis panes que su madre amasaba cada dos días. Colocaba la tabla sobre su cabeza y salía feliz hacia el horno que se hallaba a doscientos metros de su casa. No sólo disfrutaba durante el trayecto, haciendo equilibrios para demostrar y demostrarse su habilidad, sino también cuando se entretenía con el panadero, ayudándole a introducir el pan en el horno con una rudimentaria pala de madera, y a observar como aquél iba cociéndose entre poderosas llamas que le recordaban el purgatorio de los cristianos. 

            En las noches de verano, Rachid solía sentarse a mirar las estrellas. Mientras las contemplaba, se distraía inventando juegos mentales. Le divertía por ejemplo cambiar el lugar y la función de los seres y las cosas. Imaginaba el cielo en lugar del mar o a Dios con forma de mujer, imaginaba a todos los hombres ricos y felices en un paraíso lleno de árboles frutales, de ninfas y de ángeles desnudos, era un poco el mundo al revés. Muchas noches el sueño le sorprendía soñando en un universo feliz. Así pasaron muchas lunas hasta que Rachid se convirtió en un muchacho fuerte y apuesto.

            Había completado los estudios primarios, y llegó el día de darle la vuelta a la página y empezar a trabajar. Como solía  suceder en estas ocasiones, el padre de Rachid acudió a un buen amigo y éste accedió a darle el que sería su primer empleo. J. Levy, ese era el nombre del comerciante judío en cuyo almacén Rachid empezó como aprendiz de contable. Fueron sólo unos meses que determinarían su porvenir y su actitud vital. El señor Levy era un hombre sabio y cariñoso cuya personalidad marcaría profundamente la de Rachid.  

            Entre otras muchas cosas, enseñó a Rachid que aunque nos llenara de luces y de sombras que el ignorante desconoce, sólo el conocimiento nos hace más libres. Sólo a través de él se abre el abanico y se multiplican las opciones que nos permiten elegir o no con dignidad. Le enseñó que vivir era como caminar y hacer de cada pisada una piedra, una huella, un símbolo que los demás pudieran seguir. Le enseñó que todos somos peores porque tenemos un yo que se afirma contra  el otro. Rachid aprendió, y siguiendo los consejos del maestro, no sólo conquistó Paris y La Sorbona, sino que hizo de toda su vida un vivo ejemplo de cuanto le enseñó el viejo humanista judío. Ser apodado  " el viejo profesor" era todo un título, todo un resumen para una vida dedicada al estudio, la enseñanza y la dedicación a sus semejantes, pensó el doctor Rachid mientras reemprendía el camino de la Facultad. Como dominado por una fuerza invisible no pudo evitar algunos instantes más tarde volverse de nuevo hacía su pasado...  

            Era invierno, aunque en aquellas latitudes tanto el verano como el invierno eran estaciones suaves, atemperadas por la proximidad del mar. La noche temprana había sorprendido a Rachid terminando el balance contable mensual. Qué oscuridad,  se dijo mientras caminaba con paso veloz hacia su casa , la lluvia no invitaba a otra cosa. Tardaría todavía un buen rato, pues tenía primero que llegar a la Alcazaba y luego adentrarse por el laberinto de sus callejuelas angostas y tortuosas. Tenía un presentimiento aquella noche, incluso en algún momento le invadió una extraña sensación de miedo, ¿ Estaré nervioso? se preguntó mientras aceleraba el paso. Al atravesar la puerta que daba entrada a la Alcazaba, se sintió en casa, sin embargo se equivocaba...

De repente tuvo la sensación de que alguien le seguía, y cosa aún más extraordinaria, la calle estaba iluminada a pesar de no ser aquella, noche de luna. Miró a todos lados, pero no había nada ni nadie que explicara esa claridad misteriosa venida de ninguna parte. Se asustó, aunque saberse cerca de casa, le dio alguna tranquilidad. Ni más tarde, ni nunca, alcanzó a adivinar por qué en aquellos minutos de terror, recordó que su madre estaría aún despierta esperando su llegada. Qué va a ser de ella si no llego esta noche -  se preguntó. Por fin llegó, subió las escaleras saltando los escalones de tres en tres. Aquella noche no pudo conciliar el sueño.

            Pasaron siete días y siete noches durante los cuales, a su vuelta a casa, Rachid oyó pasos tras él y la enigmática luz iluminó su camino. Guardó el secreto hasta entonces. Todo fue diferente a la noche siguiente. Aquella noche cuando se disponía a abrir la cancela del patio por el que se accedía a su casa, un irrefrenable deseo le hizo volverse. Aquella fue una visión fantasmagórica propia del mundo de los sueños... En la bocacalle, se erguían tres formas humanas de más de dos metros de altura vestidas con túnicas de distinto color. Cada una, aunque sería más apropiado decir cada uno porque los tres se distinguían por una barba canosa y amplia, portaba un candelabro cuya luz, por la fuerza del destello,  no parecía real. A su pesar y como impelido por una atracción indomable, Rachid se dirigió hacia el lugar donde permanecían inmóviles los tres seres que a él se le antojaban como una combinación humano-galáctica. Al llegar a su altura, el joven aprendiz de contable se detuvo como  deslumbrado, encantado, atónito, perplejo, asombrado, atolondrado por lo que sus ojos tenían tan cerca.

            Fue entonces cuando como surgidas de las profundidades Rachid pudo oír estas palabras: " - Escucha hombrecito; has sido elegido por el Rabbi Levy. Por eso estamos aquí y así permaneceremos mientras tú seas digno de nosotros. Las palabras que vamos a pronunciar no volverás a oírlas nunca más y jamás apareceremos de nuevo ante ti. "

El gigante de la túnica roja habló el primero: " - Yo digo, como símbolo de la Sabiduría, que no es más sabio aquél que acumula más saberes sino aquél que atesora más amigos. " Se hizo el silencio, y de nuevo se oyó otra voz irreconocible que parecía provenir de la figura del centro: " - Yo afirmo, como reprentante de la Honradez, que sólo el hombre honrado es poseedor de la noche y dueño de su vigilia y de sus sueños. ". El tercero que vestía una túnica verde se pronunció en estos términos: " - Yo soy la Humildad, y digo que el humílde no es aquél que oculta sus virtudes en un gesto de soberbia, sino el que aprecia de igual manera a los otros y a sí mismo. "

            Aquella noche Rachid, como no podía ser de otro modo, tardó bastante en conciliar el sueño, sin embargo, tanto le apremiaba la curiosidad, que trató por todos los medios de dormirse, con el único objeto de preguntarle al día siguiente al señor Levy, el porqué de todo lo sucedido. Así amaneció inevitablemente.

            Lo primero que hizo Rachid al llegar a la oficina, fue contarle a su jefe y maestro, todo lo acontecido durante la última semana y más precisamente la noche anterior.  El señor Levy le escuchó con atención, no pudiendo evitar esbozar una sonrisa que parecía delatar su participación en los hechos.  Luego habló:

            - Mira Rachid, siempre he considerado que entre las muchas virtudes que enriquecen la vida de un ser humano, la sabiduría, la honradez y la humildad son las que nos confieren mayor altura  y dignidad y son también aquellas  que mejor nos protegen de la osadía de la ignorancia, de la tentación de la corrupción y del atrevimiento de la vanidad. Como virtudes primordiales que son, las mandé acompañarte y protegerte mientras trabajas conmigo. Es mi manera de hacerte el heredero de lo más hermoso que aprendí en la vida, pero además lo hago en honor a tu padre, mi amigo y mi igual en tantos aspectos.          

            Aquel extraño encuentro, a medio camino entre la realidad y el sueño, y las misteriosas palabras  del señor Levy, que tanto tiempo le llevaría comprender, determinarían el comportamiento futuro de nuestro personaje. Nunca más volvió a trabajar con el viejo judío. Poco después emigraría a Francia...

Mientras caminaba, aquella mañana, por fin  el viejo profesor se  sintió  el continuador de la inestimable herencia que le dejó el señor Levy y pudo vislumbrar el alcance de su magisterio. Por fin comprendió el significado de aquellas figuras alegóricas. 

 Al llegar a la Facultad, se topó como cada día con el conserje, se saludaron e intercambiaron unas palabras. El conserje se despidió con una sonrisa cómplice que parecía revelar la existencia o el conocimiento de un pasado común (?).  ¿Acaso el señor Levy ?     

 

Nota del autor: La verdadera historia sobre la que se basa este relato mágico, ocurrió entre un joven llamado Jacob C. Levy y un señor de nombre Driss.  Fue en Larache,  durante  el primer tercio del siglo XX. Y es que la historia no cambia si se permutan los protagonistas.                  

                                                              1994-2009                 

 

 

lunes, 7 de febrero de 2022

Los trenes de mi infancia

 

8.

Los trenes de mi infancia

 

Siempre deseé hacer este viaje. Como sabiendo que sería un reencuentro con mi pasado, un reencuentro que siempre he considerado necesario. Los fantasmas de mi memoria renacen y emprenden el camino inverso, el camino del tiempo... Parece que de nuevo el tren va a detenerse en alguna estación de cercanías. Mi mirada se pierde en el horizonte que permite la ventanilla del vagón. Ese horizonte mutante, ya extenso y solitario, poblado de llanuras yertas; ya verde, aguantando sobre sí el peso de ese cielo gris, insoportable; ya sombrío e inmediato, poblado de árboles mudos; ya montañoso y salvaje, como queriendo imitar los paisajes de los trenes de juguete. Aquellos trenes omnipresentes de la infancia, aquellos trenes ajenos, contemplados siempre desde lejos, a través de una pared de cristal helada e infinita.

¡ Aquellos trenes de nadie o del escaparatista ! ¡ Cómo olvidar aquella cara grande con bigote ! (uno de los hermanos de Casa Martínez, en plena Plaza de España). Y el frío del otoño que moría , queriendo ser invierno : Era Navidad en Larache, todavía “protegida” por la España de Franco.

Era la tristeza de unos niños hambrientos de tren, de “fuerte”, de soldaditos de plomo, de balón de reglamento. Era la mirada angustiada de unos niños de posguerra, dentro de aquellos pantalones “tres cuarto” zurcidos, dentro de aquellos “jerseys” oscuros como la época, dentro de aquellos eternos zapatos “gorila” a los que mamá había tenido que coser el contrafuerte para que aguantaran un invierno más. Toda nuestra infancia, toda nuestra España, era un parche para seguir tirando, porque cuando fuésemos mayores, seríamos otra cosa  nos compraríamos el tren o la bicicleta que los mayores no querían o no podían regalarnos.

Pero, ¿ quienes eran estos Reyes Magos tan pobres, tan poco generosos ?. Lo habían ido dejando todo en el camino, por Francia, por Europa, claro, como España estaba al final del trayecto... eso nos decían. Ni siquiera teníamos niños a quienes envidiar,  todos éramos pobres.

El viaje a Madrid desde Algeciras:  corría el año 51, atravesamos media España en aquel viaje interminable, sentados sobre aquellos inevitables asientos de madera. Algunas veces, al ver las películas del Oeste se me ha ocurrido comparar; nuestros trenes eran bastante más incómodos que las diligencias y ello a pesar de los Apaches. Recuerdo aquel Madrid despoblado donde circulaban más guardias urbanos que automóviles.

Aquel Madrid olvidado por los dólares del contubernio judeo-masónico donde ya empezaba la especulación del suelo. Aquel Madrid con sus miserables y entrañables casas de comida, con sus pensiones irrepetibles. Yo tenía la memoria vacía y el sentimiento por estrenar.

 Unos años más tarde el tren aparecería de nuevo. Aquellos trenes eran por dentro como autobuses, sin reservados. Había empezado la modernidad, la funcionalidad. Las cosas empezaban a perder su encanto. Cada trimestre, durante siete años, tomaría uno de esos malditos trenes que me llevaría lejos de mi familia, al internado. Nunca podré olvidar las lagrimas y la angustia que se apoderaban de todos nosotros la primera noche, después de permanecer unos días de vacaciones en casa. Había que darse prisa en coger el sueño, porque al día siguiente, nuestros seres queridos, nuestro pueblo se alejarían en el pasado y la distancia. Al día siguiente, por razones impenetrables, la rutina de la vida de internos (nuestra otra vida) se imponía  y todos asumíamos la situación .

En un intento vano de recortar los días, nos decíamos que a partir de aquel día quedaba uno menos para las vacaciones próximas. Era el recurso del consuelo. Con el paso de los días la primera angustia quedaba totalmente diluida.

Luego, más tarde, vendrían los trenes militares, aquellos viajes infinitos en el tiempo y las paradas. Donde uno se sentía como ganado, donde la única liberación llegaba con el alcohol y el tabaco... Pero ese es ya otro tren, otro cuento.     

 

                                                Londres (Aeropuerto de Gatwick) 1986

 

Carta de un ciudadano corriente

  "Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta puesta al hombro, al amanecer, cuando los gallo...