Blog de León Cohen Mesonero

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martes, 25 de enero de 2022

La Librairie des Colonnes

 5.

La utopía necesaria de Tánger que estamos construyendo a partir de Antonio y Emilio es un hermoso edificio de palabras y recuerdos, que flota en el ambiente con mayor fuerza que la realidad y que nos recuerda que tanto si fue cierta como si no lo fue en todos sus matices, merecería haberlo sido. Se trata, ni más ni menos, de disponer de un lugar donde poder ser judío, cristiano, musulmán o agnóstico en libertad, de profesar las ideas que cada cual profese sin temor y sin violencias, de respetar la forma en que cada cual expresa su relación con el amor, que es lo que distingue al ser humano – hombre y mujer – de los seres irracionales.” Domingo del Pino


"Mi amigo y paisano León Cohen hizo, no hace mucho, un viaje a Tánger, otro viaje más de regreso. Él, un larachense que vivió parte del vejo esplendor del Tánger más decadente, recrea en este texto un curioso periplo a través del tiempo y del espacio. El encuentro imposible con Mohamed Chukri y con Ángel Vázquez, le sirve a León Cohen para hurgar en las diferentes visiones que sobre la misma ciudad escribieron esos dos autores y la suya propia. Es un ejercicio interesante, y muy aleccionador. La inserción en el relato de Sol Bensusan, ese personaje creado por León, como contrapeso a la Juanita Narboni de Vázquez, me parece tan sugerente como esclarecedor, porque, frente al resentimiento de Juanita y a la permanente venganza de Chukri, Sol, que es León, reivindica otra forma de sentir Tánger, quizá la más hermosa, o tal vez la más entrañable. Probablemente sea porque, como ella-él mismo dice, se amamantó en Larache.

Un relato fascinante."

Sergio Barce, septiembre 2015

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La Librairie des Colonnes

Aquel era un viaje anodino que no hacía presagiar lo que después ocurriría. No disponía de demasiado tiempo, pero aprovechó un tiempo muerto en la apretada agenda de los dos días de visita a Tánger, para acudir a aquel pequeño templo de la cultura, que en tiempos fue además un círculo de reunión de republicanos y de antifranquistas. Aquella mañana desayunó temprano en una cafetería próxima a la Librairie des Colonnes situada en el 54 del Boulevard Pasteur. Estaba alojado en el Hotel Rembrandt,  todo quedaba pues muy cerca, dando la impresión de que los hados del destino se hubieran confabulado para hacer inevitable la visita. Era todavía pronto cuando terminó de desayunar, de manera que se puso a leer los diarios  para darle tiempo al tiempo, hasta que llegara la hora de apertura de la librería. Cualquier tangerino con una mínima inquietud intelectual había entrado en ella alguna vez. En los años 60 del siglo pasado, la librería conservaba esas señas de identidad que la convertían en símbolo y patrimonio de los tangerinos. Bastaba con darse una vuelta por el Boulevard Pasteur para toparse con ella. Uno desfilaba por sus estanterías o sus mesas repletas de libros, con una mezcla de curiosidad y ansiedad, esperando encontrar alguna publicación novedosa de Ruedo Ibérico, o a Eduardo Haro Tecglen en persona, o a su  amigo Ángel Vázquez, entre otros muchos ilustres de la pluma o de la política. En aquella pequeña superficie rectangular, oyó por vez primera el nombre de Jorge Semprún, alias Federico Sánchez.  Esa librería era frecuentada por el padre de su amigo, José Marmolejo, que solía aprovechar las visitas para charlar con sus amigos exiliados y comprar algún libro para regalar al hijo de algún conocido. Recordaba como en una ocasión compró algunos ejemplares de Platero y yo. Era su manera de sembrar cultura en los jóvenes e iniciarlos en lo que consideraba más que habito, el arte de la lectura.

Primero Isabelle Gerofi (de soltera Doneux) y su cuñada Yvonne, y más tarde Rachel Moyal o Muyal, (apellido que parece tener su origen en Moya de la provincia de Lugo), habían sido las gestoras y el alma de la librería, en épocas distintas. Las dos primeras, mujer y hermana respectivamente del fundador de la librería en 1949, Robert Gerofi, un profesor belga del Lycée Regnault convertido en mecenas. La tercera, Rachel, se hizo cargo hacia 1974 y se mantuvo hasta 1999. Gestionar la librería en aquellos tiempos mágicos en la historia tangerina, debió de ser emocionante y absorbente. Esas tres  mujeres, tuvieron la difícil misión de mantener vivas las inquietudes culturales de muchos tangerinos y de visitantes extranjeros que por aquellos tiempos abundaban en aquel Tánger, tierra de todos y de nadie. Frecuentada por grandes nombres de la literatura, como Beckett, Genet, Goytisolo, Tennessee Williams, Capote, Choukri, Jane y Paul Bowles, o Tahar Ben Jelloun; intelectuales como Sanz de Soto o artistas  como Francis Bacon, entre muchos otros, la librería se convirtió pronto en un referente cultural para los tangerinos. Un empleado ilustre fue Ángel Vázquez, el último y gran escritor maldito de la literatura en castellano. El inefable autor de ese imperecedero y magnífico monólogo que es La vida perra de Juanita Narboni. 

Había hecho tiempo, y tocaba subir unos veinte metros que eran los que separaban a la librería de la cafetería. Empujó la puerta de entrada suavemente como cuando uno entra en una biblioteca, para no hacer ruido, sigilosamente. El local conservaba su antigua apariencia, como si el tiempo no hubiera querido importunarlo, no obstante, la mayoría de los títulos expuestos en nada se parecía a los de su época, evidentemente. Había ordenadores, tabletas, libros electrónicos, lo normal en estos tiempos tecnológicos.       

Mientras se entretenía en hojear algún ejemplar elegido al azar con curiosidad y parsimonia, se le acercó un empleado que sorpresivamente se dirigió a él en estos términos:

-       Sr. C., nada más verlo entrar, he sabido que era usted un tangerino exiliado, de aquellos que abandonaron la ciudad a finales de los años 60, su manera de entrar, su mirada, sus gestos dubitativos, todo en usted hacía presagiar su origen, y me permitía  identificarlo.

¿Cómo sabía mi apellido, si jamás me había visto, ni yo a él? Se preguntó nuestro protagonista. Halló la respuesta enseguida:

-       Le veo sorprendido y preocupado, continuó el empleado, conozco su apellido porque me lo ha comunicado mi amigo Nordine, al  que usted puede ver al fondo y que es el recepcionista del hotel donde usted se hospeda. No hay ningún misterio como puede comprobar.

-       ¡Uf! No sabía qué pensar, me ha sacado usted de un apuro, exclamó C.

-       Tenemos la costumbre, continuó el joven encargado, de obsequiar a nuestros clientes tangerinos, con un libro y una visita a nuestra trastienda. Acompáñeme por favor señor C.

Nuestro hombre ignoraba que la librería tuviera dependencias ocultas a primera vista. El empleado abrió una puerta muy bien disimulada  tras un enorme espejo e invitó a C. a que pasase. Él nunca lo hubiera imaginado, se trataba de una sala enorme, con mesas simétricamente distribuidas, algunas de ellas ocupadas por personas que parecían hablar muy animadamente, y a lo largo y ancho, uno podía discernir estanterías repletas de libros, todo ello formando un conjunto agradable, a medio camino entre una sala de lectura y una cafetería, una especie de club privado. Pudo observar cómo, en una de las paredes al  fondo del salón, proyectaban sobre distintas pantallas, imágenes y películas del esplendor tangerino. Pero las sorpresas no habían hecho más que empezar.

C. no daba crédito a lo que estaba viendo, en unas de las mesas, apoyadas cada una en una silla, de pie, distinguió a  las Gerofi, y casi en la misma postura pero en otra mesa, estaba Rachel Muyal. Pero cómo, se preguntó, si las Gerofi  habían fallecido hacía muchos años. Su sorpresa fue en aumento cuando pudo ver cómo las tres damas se separaron de sus contertulios y se acercaron a él para recibirlo y saludarlo. Todavía anonadado por la sorpresa, pudo oír cómo las tres mujeres alternativamente tomaban la palabra y se pronunciaban en términos parecidos a estos:

-       Señor C. comprendemos su asombro al vernos, pasados tantos años, pero seguimos aquí, no porque seamos inmortales, sino más bien porque alguien, cuya identidad no podemos desvelar, nos encomendó seguir nuestra labor “educadora”, desde otro lugar como es o representa esta trastienda de nuestra librería. Solo algunos clientes distinguidos como usted, son invitados a compartir con nosotras un tiempo y a ser informados sobre lo aquí ocurre. Verá, señor C., este club privado, incluye entre sus socios a artistas y clientes ilustres, ya desaparecidos y que en el pasado guardaron algún tipo de relación con la librería (condiciones sine qua non para ser admitido). Somos de alguna manera las testigos y guardianas eternas de la vida  cultural de aquella Tánger encantada,  única y variopinta, alabada y siempre añorada por aquellos que la conocieron y se enamoraron de ella. Le recuerdo la evocación que de nuestra ciudad hizo Sol Bensusan en su cariñosa Carta a Juanita Narboni :    

“Juanita, en ocasiones he comentado con otros tangerinos las razones ocultas o demasiado evidentes que nos obligaron a todos a dejar nuestro pueblo. ¿Fue acaso una mano  oculta la que nos expulsó? ¿No sería más bien un castigo de unos dioses atónitos y desconcertados, cansados hasta la envidia de permitirnos vivir en un paraíso al que contra su voluntad nos habíamos hecho acreedores?  ¿O  fueron los tiempos históricos, eso que llaman el devenir y  que siempre acaba impidiendo la existencia prolongada de situaciones diferentes, impropias de la vulgaridad en que se desenvuelve la mayoría?  ¿Chi lo sa? El hecho cierto es que nos fuimos empujados por esa posible mezcla de fuerzas  misteriosas, abandonamos nuestra torre de Babel, nuestra pequeña Troya, nuestras casas y nuestras avenidas, nuestro Boulevard y nuestro Monte Viejo, nuestras playas incomparables,  nuestra “façon d’être”, ese estilo de vida único e irrepetible. Y nos dispersamos por el mundo, aunque ninguno de nosotros volvió la vista atrás por temor a que nuestro pueblo se convirtiera en montaña de sal como le ocurrió a la mujer de Loth en la mitología judía. Hoy sabemos que la suma de nuestras  melancolías   ha traspasado los mares y las montañas  y  que Tánger desapareció con el último tangerino, que de ella  sólo queda una imagen hueca hecha de recuerdos y de nostalgia.

Hoy sabemos también que Tánger fue paradigma  durante un periodo relativamente largo,  que abarca más de la mitad del siglo XX,   del florecimiento de una cultura cosmopolita  que iba  más allá del simple multilingüismo para adentrarse en facetas más amplias  como la heterogeneidad  religiosa y social de la que surgió una sociedad  donde la regla era la pluralidad, el “laissez faire y el laissez vivre”. En Tánger casi nadie prejuzgaba a nadie ni por su origen social ni menos aún por el religioso o nacional. En este punto los tangerinos fueron más que tolerantes,  clarividentes y solidarios. En Tánger se podía pasar sin transición del castellano al francés y viceversa, también era el único lugar en el mundo donde los no judíos hablaban haketía,  hacía parte de la cultura tangerina. Paradójicamente, esa altura de miras se daba en una sociedad necesariamente cerrada y aislada  por un lado por el mar y  por otro  por la frontera con el resto de Marruecos.”

                    

-       También cultivamos en este club la palabra precisa, el giro justo, la metáfora, el matiz, la claridad del concepto, la frase fluida, las dicotomías del pensamiento, la ironía, la riqueza descriptiva, la paradoja…Todos aquellos elementos del lenguaje y del pensamiento, que enriquecen la expresión literaria y la expresión a secas, y  elevan el nivel de la palabra desde  mera herramienta de comunicación  hasta convertirla en arte, añadió Isabelle Gerofi. Y lo hacemos en varios idiomas, como buenos tangerinos. Rachel Muyal tomó el relevo diciendo:    

 

-       Como sabemos que no dispone usted como nosotras, de todo el tiempo del mundo, le proponemos elegir a dos o tres personas, de las que aquí se encuentran, y con las que usted tenga particular interés en hablar y debatir.

A pesar de sentirse algo aturdido y confuso por la experiencia que estaba viviendo, C. siguió el juego y aunque le hubiera encantado hablar con muchos de los que fueron y que ahí se encontraban, no dudó en su elección, nombrando a Ángel Vázquez y a  Mohamed Chukri. ¿Qué podía unirle a esos dos escritores malditos, borrachos más que  alcohólicos, que había elegido? Solo había leído un libro de cada uno, pero ambos, La vida perra de Juanita y Tiempo de errores, le habían impresionado y marcado, le habían hecho sentirse próximo a estos dos empedernidos pesimistas, él, que era un optimista irreconciliable. Sus vidas no habían sido un ejemplo para nadie, nada bueno que aprender de ellos, pero la innegable y terrible clarividencia de ambos como la del fascista Céline, le había atrapado. “Voir clair dans ce qui est” decía Celine con cínico sarcasmo. ¿Por qué deseaba enfrentarse a ellos? ¿Acaso echaba en falta una vida de sufrimientos y carencias que no había tenido? Nada de eso, lo que C. realmente  deseaba, era  hablar de su Tánger con dos auténticos tangerinos que conocieran la cruz y la cara de la ciudad, sus hechizos y sus secretos no siempre revelados. No le interesaba la opinión de los “extranjeros”, de esos que nunca y a su pesar, pudieron evitar establecer esa invisible distancia con el Tánger profundo, como si siempre hubieran estado de visita o de paso. Los lugares pertenecen a sus  habitantes, a aquellos que asumen, interiorizan y hacen suya la ciudad y a sus vecinos, pero nunca será de sus visitantes. Para los primeros son su vida, para los segundos son una experiencia más o menos enriquecedora.

- Mira Mohamed, yo no me puedo inventar los malos recuerdos que no tengo, ni los malos ratos que no viví. Ni tú tampoco, pero al revés, se dijo a sí mismo como si hablara con Choukry. Ya nos has contado hasta la saciedad, lo mal que lo pasaste, y bien que te vengaste de tus protectores Paul Bowles y Jean Genet, en una miserable demostración de ingratitud y de nula lealtad. Pero esos conceptos para ti, viniendo del otro lado, del lado malo de la vida, no tienen demasiado peso, ni sentido. Mas una cosa te digo, no se pasa de vivir en la miseria a escritor de éxito sin un mecenas o muchos mecenas. Tú sabrás lo que callas. Tú sabrás a qué altura situaste tu dignidad. Dicen tus paisanos que das una mala imagen de Tánger, yo sin embargo, pienso que tanto el negativo como la foto, son necesarios para completar la imagen. Nada es totalmente blanco ni negro, hay demasiados matices entre ambos colores o falta de colores. Creo encontrarme en medio, dónde la gente corriente. Ni turista, ni limpiabotas. Ni borracho, ni abstemio. Desde tu extremo, eres un escritor maldito pero necesario. Mohamed, una parte de la verdad sobre la vida y sobre Tánger es tuya, pero no puedes negar las alícuotas bien distintas que nos corresponden a Paul y a mí. Yo no barnicé con una pátina dulzona mis recuerdos, ni enmascaré mí pasado, simplemente traté de describirlo desde mi nostalgia y mi cariño. Era mi parte de una realidad más completa y compleja  que engloba e incluye a la tuya. Me fastidia tu maniqueísmo y todos los maniqueísmos, porque nacen del resentimiento y de la envidia. Echarles la culpa a los que no han tenido tu mala suerte y convertirlos en los responsables directos o indirectos de tus desdichas, no es el mejor remedio, ni tampoco la justificación para aplacar tu malestar y tu rebeldía.

            Sentado frente a él, Mohamed Choukry o su fantasma, miraba al vacío con aire indiferente, sin ningún gesto que revelara su pensamiento o su opinión. C. tuvo que imaginar su respuesta, porque del “resucitado”, no salió nada:

-       Eres un pequeño cabrón, al que podría destrozar con una argumentación precisa y pasarte por encima como una  apisonadora. Pero estoy muerto, enano, y los muertos ya hemos dicho o escrito todo lo que teníamos que decir y que callar en vida. Así que jódete. Si quieres una respuesta vuelve a mis libros y piensa lo que te  apetezca.

Mientras C. se respondía por Choukry, este había desaparecido y en su lugar estaba sentado Ángel Vázquez (en realidad su primer nombre era Antonio y él se inclinó por Ángel, porque Antonio le parecía un nombre muy de torero, seguramente pensaba en Antonio Bienvenida y en Antonio Ordoñez), el tangerino que escribió la vida perra de la inefable Juanita Narboni, su alter ego.

-       Estimado Ángel: Juanita se ha convertido en un arquetipo de tangerina de clase media baja, pero además, a través de sus palabras queda reflejada parte de la gloria y de la decadencia de Tánger, sobre todo de esta última. Yo leí la novela en 1981, cinco años después de su publicación. Lo extraordinario es que pasados veinte años, en una noche de insomnio y de extraña inspiración por inesperada, le escribí una carta a Juanita, en la que mi personaje, Sol Bensusan, consigue reproducir el lenguaje, la cadencia y el ritmo que empleaba Juanita, para situarse en su universo, como si el texto le hubiera sido dictado por ti mismo. Pero con todo, Sol no habla como Juanita, en sus recuerdos tangerinos, hay añoranza y cariño, como demuestra este párrafo de su segunda e inédita carta a Juanita:

Querida Juanita: Aquí estoy de nuevo, reina. Soy tu amiga Sol. Mira “habiba”, dices que Tánger es como una caracola que va recogiendo los peores ruidos del mundo, seguramente sea verdad en parte, pero te olvidas de lo bueno mi bien, porque también recogía todos los ruidos buenos, en esa “deliciosa mentira”, como dijo alguna vez tu entrañable amigo Emilio Sanz  de Soto, cabíamos todos, los buenos, los malos y los regulares. Nadie nos preguntaba por nuestras creencias religiosas ni políticas o nuestra condición sexual. Y eso, era y sigue siendo bueno. Juanita, tu estudiaste en tres escuelas, la francesa, la italiana y la inglesa, “aiwa”, te parece poco? Trabajaste con un judío húngaro al que tú solo entendías, hablabas haquetía, qué quieres que te diga reina, eso nada más que podía pasar en Tánger. ¿Tú crees que en otro lugar del mundo, tu madre, Mariquita Molina, habría encontrado una pigmalion como Monique Boissonet, la dueña de la sombrerería en la que ella empezó? ¿Por qué esa amargura entonces, de dónde te vino ese mal que “te cayó el mazal” ?  Dicen, que si no te llega a amamantar una negra de Larache, te hubieras muerto. Ya sabía yo Juanita, que algo teníamos en común tú y yo, la leche que mamamos era del mismo sitio, de mi entrañable Larache, pero a mí parece que me sentó mejor, querida.

Por el contrario, en Juanita hay ironía, un pelín de mala leche, pero también una amargura mal disimuladas. Para mí, Tánger trasciende tu pesimismo y el resentimiento de Choukry, y discurre por muchos senderos donde también caben la alegría de vivir y de ser tangerinos. Nadie puede negar su belleza paisajística, abrazada en sus extremos por dos cabos, el Espartel y el Malabata , las aguas que bañan su bahía recogen el encuentro de dos mares, el tranquilo Mediterráneo y el majestuoso Atlántico, dando lugar a extraordinarias playas a uno y otro lado de la ciudad. La época del auge tangerino, la belle époque, no solo perdura en los libros y en los recuerdos de algunos y ya escasos  supervivientes, sino que todavía su luz ilumina algunas calles y edificios, y su espíritu planea sobre la ciudad como queriendo dejar constancia  de su rico pasado. Contigo, amigo Ángel, me ocurre como con Mohamed, aprecio y admiro tu extraordinario monólogo tangerino, pero rechazo parte del pesimismo que de él se desprende.

Tampoco Vázquez pareció atender al relato de  C. y solo se permitió exhibir una sonrisa entre cómplice y socarrona, como punto final a su breve encuentro. Eso sí, demostró más educación y mayor cortesía que el tosco Choukry en su despedida.

C. estaba de nuevo solo en la mesa, miró a su alrededor, recorriendo con pausa y fijándose en el detalle, toda la sala. Sintió que todo aquello (ambiente, personas y decoración) que en principio podía considerarse un loable intento (ficticio o real) de recuperación de la memoria cultural tangerina, había resultado fallido y había quedado reducido a un pequeño esperpento que le inspiraba una mezcla de sensaciones contradictorias como tristeza, decepción, pena y hastío. No habían transcurrido más de cinco minutos, cuando las tres damas se le acercaron para acompañarlo a la puerta y se manifestaron del modo siguiente:  

- Estimado amigo: Como podrá imaginar, nos hubiera gustado dedicarle más tiempo y que su entrevista, más que encuentro, con los dos escritores tangerinos, hubiera resultado más provechosa, pero las cosas son como son o como fueron, y todo ha cambiado tanto, querido amigo, que volver sobre nuestros pasos, puede resultar una pérdida irreparable de tiempo. Todos nosotros fuimos, estuvimos, y dejamos nuestro legado, cada cual según sus capacidades. Pero indudablemente, entre unos y otros ayudamos a levantar el pequeño o gran edificio de la historia de nuestra ciudad.

Las últimas palabras fueron de Rachel Muyal: -  Jasrá. Tanger for ever.    

C. se preguntó cómo y por qué su visita a la librería, se había convertido en un viaje al pasado y a la nostalgia, en un nuevo reencuentro (pues no era el primero) con el Tánger mítico y eterno. Reflexionó sobre la conveniencia e incluso sobre la utilidad de volver a escribir sobre lo mismo y sobre su validez literaria. ¿Para qué y por qué se escribe? Las preguntas de siempre le acechaban de nuevo.

Salió a la calle y respiró profundamente pues sintió alivio, por una doble razón, en primer lugar, por abandonar un pasado que empezaba a agobiarle y en segundo lugar, por acabar un relato que no parecía tener fin. Salió con paso ligero, recorrió apenas veinte metros, giró hacía la Calle Goya y desapareció.

                                                                      

Nota del autor: No sabemos hacía dónde se dirigió C. por la Calle Goya, pues es posible que este relato no haya acabado todavía.

 

 

 

viernes, 21 de enero de 2022

Zoco el Arba: 1958-1962

 4.

Zoco el Arba: 1958-1962

 

1.- Recuerdos

 

¡Las doce y media! Qué hora más extraña para empezar a narrar algo,  algo cuyo comienzo data del año 1958. ¡Cincuenta y un años transcurridos! casi nada. Siempre he creído, que relatar unos hechos anodinos que deambulan perdidos por  la memoria del autor y que a pocos o a ninguno pueden interesar, es la manera que tenemos algunos escritores de ser generosos con las personas y los paisajes que poblaron nuestro pasado. La magia surge, cuando ese intento de recreación de la vida vivida se convierte en  literatura.

Todo empezó en el Lycée Liautey de Casablanca, donde me examiné del ingreso en “Sixième”, equivalente al primero de bachiller. Estaba a más de trescientos kilómetros de mi casa y mis padres me acompañaron, como era natural. Aprobé aquel ingreso, pero todavía me quedaba lo más difícil, convencer a mi padre aquel verano de que me diera la posibilidad de estudiar en  Souk-el-Arba, que se hallaba a ochenta kilómetros de Larache. Era el lugar más cercano, pero no evitaba tener que ingresar como  interno con  el gasto consiguiente, que en aquellos tiempos, suponía un desembolso importante para la economía familiar.

Aquel verano, por razones que aún ignoro, fuimos todos los componentes de la familia a veranear casi tres meses a Zarzuela del Monte, el pueblo de mi madre. Un verano que nunca he olvidado. Zarzuela era prácticamente una aldea de la Castilla profunda. Para mí, aquellos parajes, tan secos, tan diferentes a los de mi ciudad, supusieron una novedad no exenta de cierta y agradable sorpresa.  Allí aprendí a coger los melones del melonar bajo un sol de justicia, a recorrer los campos yermos castellanos para cazar conejos o perdices  con el Tío Valentín (hermano de mi abuelo materno), a montar a caballo con los consejos de mi pequeña amiga apodada “la Chata” y a padecer el dolor en la ternilla del coxis por las noches, a trillar el trigo en un trillo medieval y revolcarme en la paja, a bromear con los mozos del pueblo simbolizados por Bruno, a comer las chuches de Tía Basilia, a acostumbrarme a los olores de los establos caseros, a ir a por agua  a la fuente, a cagar en el campo… Fueron días felices, días de disfrute de nuevas sensaciones y de experiencias irrepetibles. El día que tocó volver, mientras el Mercedes 180D se alejaba del pueblo, todos, mis hermanos y yo, derramamos lágrimas abundantes de pena y de nostalgia, nostalgia de los momentos vividos. Aquel verano fue para nosotros un sueño intenso que duró demasiado poco. Dejamos amigos y amigas entrañables y vivencias únicas que nunca, desgraciadamente, volveríamos a experimentar con tanta ilusión e intensidad. 

Yo tenía once años apenas, y cuando se acercaba el comienzo del curso, usé toda mi capacidad de convencimiento para que mi padre aceptara mi petición de estudiar fuera, tal era mi deseo de proseguir mis estudios. El estudio se manifestaba ya como mi gran vocación. Gracias a la intermediación de mi madre, lo conseguí,  y así empecé a construir mi vida, sobre esa base que nunca habría de abandonarme. Siempre he pensado que salvo contingencias imponderables, cada uno de nosotros, con nuestra voluntad y decisión,  somos los labradores de  la  mayoría de los surcos que jalonan nuestra existencia y que, por tanto, el azar tiene muy poca incidencia. Somos, en definitiva, lo que hemos querido ser.

Souk el Arba o Soukel o Zoco el Arba  (el zoco del miércoles), era un pueblito de la llanura del Gharb, bañada por el caudaloso río Sebou, un pueblo, por lo tanto, de agricultores y campesinos, y uno de los centros agrícolas más importantes de Marruecos,  que en época muy reciente había pertenecido al Protectorado Francés. Conservaba como herencia de aquella relación, un “cuasi liceo” francés perteneciente a la “Mission Universitaire et Culturelle Française”, en el que se podía estudiar hasta “Troisième” o cuarto de bachiller. A final de los estudios se podía obtener, mediante el examen correspondiente, el “Brevet d’Études du Premier Cycle du Second Degré”(BEPC), una especie de reválida, que en aquellos tiempos era un título  con cierto prestigio  y una garantía para quien lo poseía. 

El pueblo que tengo en mi memoria  se hallaba situado a orillas de la carretera general que unía Tánger con Casablanca. En esa carretera confluían tres pequeñas vías que podían alcanzar casi, el denominativo de  avenidas, avenidas éstas que recorrían todo el pueblo. De aquel pequeño pueblo y de aquella época, me resulta fácil recordar los apellidos de algunas familias, como los Barcesat, Bousbib, Elbaz, Malka, Benoudiz, Soudry, Moussaoui, Moulay Taieb, Bouchta, Tetouani, López... José López o Joselito el Herrero, era un cordobés, bajito, siempre muy arreglado y perfumado, vestido con una sahariana azul marino, camisa blanca y corbata a juego. Recuerdo sobre todo el tono de su voz y su peculiar acento, inconfundible e inolvidable. No es difícil imaginar que había escapado a la zona francesa durante la guerra civil. El ambiente de aquel pueblo era relajado y tranquilo, además de ser palpable cierto bienestar económico.   

Nuestro internado era parte de un complejo escolar integrado por las aulas del colegio, las oficinas y las instalaciones deportivas. Las aulas estaban todas dispuestas en fila, desde párvulos hasta “troisième” (un total de diez aulas, muy amplias y con grandes ventanales),  y se extendían sobre un extremo lateral del colegio, separadas de las oficinas, situadas en el ala lateral  enfrentada, por un extenso campo de unos cuatro mil metros cuadrados. El internado, propiamente dicho, que se hallaba en el otro extremo, justo detrás de las oficinas,  comprendía dos dormitorios de una sola planta, uno para las chicas y otro para nosotros, separados por el comedor o refectorio.  A partir de las cinco de la tarde, todas las instalaciones del colegio quedaban a nuestra disposición. La vida del interno es ante todo una vida gobernada por el orden y la disciplina, dos valores nada despreciables. Después de siete años en distintos internados, considero que las experiencias allí vividas conformaron de algún modo mi manera de ser y de sentir, no creo sin embargo, que éstos sean lugares recomendables para reforzar la educación. No obstante, nuestro internado tenía un valor añadido indudable, era mixto,  y eso hizo que la convivencia y  las vivencias, cobraran aspectos muy singulares y enriquecedores que, pasado el tiempo, he podido calibrar en toda su dimensión. Aprender  a apreciar y a conocer a las mujeres desde niño, en sus  facetas más diversas, como compañeras y amigas, más allá de las relaciones “unidireccionales” que impone el género, es toda una lección de convivencia  y de vida que todos los seres humanos deberíamos recibir. Eso templa el machismo y agudiza la sensibilidad. Entre aquellas compañeras, amigas y maestras de mi vida, puedo recordar con cariño y admiración a Esther, Simy, Elsa, Geneviève, Antoinette, Marie-Thérèse, Flora, Carmen, Gisèle, Denise, Dalia, entre otras muchas. 

Nosotros los internos, siempre distinguíamos entre internos y externos al referirnos a algún compañero, como una manera de expresar que tal o cual persona era o no era de los nuestros.

Por una razón evidente, rara vez las relaciones interno-externo iban más allá de cuestiones relacionadas con los estudios. Aunque yo tuve la suerte, de alcanzar a ser bastante amigo de algunos externos que llegaron incluso a invitarme a sus casas en ocasiones determinadas  y donde fui atendido de manera exquisita. La hospitalidad tanto de judíos como de musulmanes, dejaría en mí una huella indeleble para el resto de mi vida. En Marruecos, el huésped es el rey de la casa y como tal ha de ser tratado,  algo que Occidente parece haber  olvidado tiempo ha.

 La única salida que hacíamos los internos durante la semana era la “promenade” del jueves, en que nos llevaban después de comer, en filas de dos a un campo situado a las afueras del pueblo. Era un  lugar de recreo donde algunos jugábamos al fútbol, las chicas paseaban, bueno aunque entre las chicas había de todo, como Denise Segura, aquella hermosa rubia, capaz de correr y saltar más que cualquiera de nosotros... Recuerdo una sed desesperante, que convertía en interminable el camino de vuelta, y las discusiones “futboleras” con mi amigo Pepe Jiménez  que duraban todo el trayecto. Los viernes, los pocos internos que por la lejanía de nuestras casas no teníamos mas remedio que quedarnos, teníamos cineclub,  donde casi siempre proyectaban películas de los grandes genios del humor, como  lo fueron sin lugar a dudas, Harold Lloyd, Charlie Chaplin, Buster Keaton o Stan Laurel y Oliver Hardy . Aquellas películas contribuyeron a enriquecer nuestra cultura cinematográfica además de hacernos pasar unos momentos distendidos donde las risas  eran continuas. A mí personalmente me desternillaba la expresión de atolondrado de Laurel, un cómico irrepetible. En ocasiones, también proyectaban algunos clásicos antiguos, de cinemateca,  protagonizados por los grandes actores franceses como Raimu o Simon.

Quizás, llevado por una pasión y una visión cinematográfica de la vida, cuando he intentado revivir mis  recuerdos, casi siempre he tendido a convertirlos en escenas de cine, en auténticos cortos, porque siempre he visto en  el cine a la más perfecta imitación de la vida, incluso por encima de la literatura.

2.- Escenas

 

Las escenas que a continuación describo, surgieron para retratar momentos irrepetibles, que reflejan la manera en que, el ambiente y las personas, dejaron en mí su marca durante aquellos cuatro años de internado. 

 

·         Escena 1: De cómo nació mi amistad con  Maklouf L.

 

Una mañana de octubre de 1958, el primer día de clase, en nuestro primer recreo, busqué un lugar en el patio donde dar rienda suelta a mi pequeña melancolía. Más que patio era un campito de unos tres o cuatro  mil metros cuadrados, con árboles y sin pavimentar, lo cual le daba cierto aire de parque de esparcimiento. Yo estaba taciturno, como cualquier niño que se siente desubicado en un lugar nuevo y extraño, cuando, de repente, oí una voz cálida y amistosa: era un compañero de clase que se interesaba por mi situación. Su apariencia y su actitud me infundieron una mezcla de confort y de  bienestar que agradecí para siempre. Sin saberlo, aquel encuentro fue el inicio de una entrañable amistad que duraría tres años, hasta que Maklouf abandonó Marruecos. Durante aquellos años, compartimos meriendas y aficiones como el atletismo o el fútbol, así como interminables conversaciones sobre un mundo que empezábamos a conocer. Comentábamos con ánimo, nuestras marcas en velocidad o salto de altura y él me daba consejos sobre cómo mejorarlas. También, no faltaba más, nos deteníamos en elogiar las cualidades de tal o cual jugador de fútbol de la época. Sin embargo, lo que más huella dejó en mí de aquellos primeros  meses de amistad incondicional, fue la manera magistral con la que Maklouf me introdujo en aquel mundo mágico que sería para mí la mitología griega y sobre todo la IIiada de Homero. Como un maestro de la épica, relataba con una parsimonia que aún hoy me sorprende, cómo, para vengar la muerte de su hermano Héctor, que era  el más valiente de los hijos de Príamo, y el guerrero más poderoso de toda Troya, el incomparablemente bello Paris, disparó su flecha con tal puntería que el invencible Aquiles cayó fulminado. Describía a aquellos personajes con mucho cariño y todo lujo de detalles, se detenía cada vez que mencionaba  uno nuevo, como dibujando su retrato muy lentamente, midiendo los tiempos y acompasando gesto y palabra. Explicaba quién era y cómo era, de manera  que para mí, la imagen de los personajes de Homero fue para siempre la que me transmitió mi amigo. Tanto es así que, inevitablemente,  los   troyanos siempre serían los buenos, y los griegos comandados por el terrible Agamenon los malos. Aunque todos se me aparecían con un halo de divinidad, de fuerza y de belleza, que la voz cálida y el estilo lento y ampuloso en ocasiones, de aquel contador singular contribuyeron a reforzar. Yo me sentía diminuto ante un cuentista de tal dimensión. Nadie hubiera jamás podido imaginar, que aquellos dos niños de apenas doce años, que caminaban tranquilamente por el recreo, fueran discípulos del genial Homero. A través de ML también entraron y se instalaron en mi vida todos los dioses del Olimpo. Así, la mitología griega se convirtió en un vínculo entre nosotros, que no sólo nos entretenía, también nos unía.

Más tarde, mi amigo, que vivía muy cerca en Mechra-Bel-Ksiri, me contaría que él era hijo de personas muy mayores, sobre todo su padre que, casualidades de la vida, había sido compañero de infancia de mi abuela en Larache. Su padre, apodado “el Mismisi” era un buen bebedor de “cachacha”, o “magia”, un aguardiente casero que él mismo, como buen judío marroquí, preparaba. Maklouf  fue sin duda, el gran amigo  de mi primera adolescencia.

 

·         Escena 2: Aquella hermosa tarde de Abril de 1961

Acababa de mojarme  un poco las manos y había aprovechado para beber. Eran las cinco o las seis de la tarde de  un domingo del mes de Octubre de 1960. Como cada Octubre, éste era para mí el tercero,  los internos  nos incorporábamos al nuevo curso. Era en Zoco el Arba, un pequeño pueblo del interior de Marruecos,  en la llanura del Gharb,  cuya población europea  estaba formada por  colonos,  dedicados en su mayoría a la agricultura. También vivían allí algunos republicanos españoles refugiados.  Me di la vuelta y la vi por  vez primera, no pude evitar detener mi mirada en ella. Aquel rostro “pluscuamperfecto”, me dejó anonadado, estupefacto.  Desde aquel instante supe que estaba enamorado, acababa de cumplir catorce años y vaya si fue fuerte el impacto. Ella me miró sin verme, me sentí como un pequeño lagarto observado por una diosa.

Habían pasado seis meses desde el día del  hechizo,  era el veintitrés de Abril de 1961. ¿ Cómo olvidar aquella fecha? En aquellos meses debieron de ocurrir multitud de incidentes, como por ejemplo,  que ella aprendió mi nombre de pila, que sus múltiples pretendientes me contaban sus escarceos y sus asaltos sin éxito a mi pequeña reina devenida más cercana. Yo, seguro de que ella sólo podía ser mía y sorprendentemente a un tiempo atemorizado por la impenitente duda que siempre subyace en estos casos,  sonreía  a mis rivales sin mostrar interés, mientras, esperaba  mi momento, como el cazador que conoce la guarida del lobo y disimula ante sus competidores. Confieso,  transcurrido tantos años,  que demostré una gran astucia y prudencia para mi corta edad.  Nunca más tarde,  he vuelto a tener  esa  habilidad de jugador de póquer. Aquel día, del que  no recuerdo muy bien si  era viernes o sábado como tampoco atino a recordar  por qué  aquel fin  de semana ella se quedó en el internado,  aunque  poco importa para lo que voy a contar.

Debían de ser las seis o las siete de la tarde de aquel día de hermosa primavera. Íbamos a entrar a la clase de “permanence” para repasar un poco antes de cenar.  Ella se me acercó y me dijo algo que no recuerdo, aunque todavía se me acelera el corazón y me tiemblan las piernas de puro vértigo. No sé si alguno de nosotros o los dos, lo habíamos premeditado o si ocurrió de manera espontánea,  pero acabamos sentados en el mismo banco, a pesar de que la clase estaba medio vacía. La luz de la tarde conservaba aunque atenuada, algo de la fuerza del día.  La primavera,  en aquella zona del país,  era  un regalo de vida naciente, de belleza, de luz, de ruidos y de olores agradables que nunca he podido olvidar.  Me costaba trabajo creer que pudiéramos estar tan cerca y tan juntos. Cada  vez que nos mirábamos,  todo a nuestro alrededor desaparecía como si sólo los dos pobláramos aquella clase. El verde de sus ojos era un mar infinito de dulzura. Embelesados, dejamos pasar algunos minutos, sin saber muy bien qué decir o qué hacer. No recuerdo como ocurrió, pero intuyo que a partir de un cierto momento,  me dije que no podía dejar escapar aquella ocasión,  me armé de valor y  debí pronunciar  dos o tres palabras parecidas a: “ je voulais dire que je t’aime”. Recuerdo como ella,  supongo que llevada por la emoción,  quizás en un intento de mostrarme su apoyo y de arropar mi inseguridad, tomó mi mano y la arrastró suavemente hasta hacerla reposar bajo la suya  sobre la mesa del banco. Sonrojados, con un ligero temblor en todo el cuerpo, embargados por la euforia y por la intensidad de la situación, permanecimos unos interminables e inolvidables minutos en silencio, mi mano en su mano, su mirada en la mía,  como tratando de apurar y quizás de inmortalizar aquel momento. Se llamaba Flora Benet, era tierna, hermosa y rubia como Afrodita.                  

                                                          

·         Escena  3: Escena de refectorio

Era una escena digna de una película de Elia Kazan. Sentados a oscuras, cada uno en cada una de las tres mesas octogonales del refectorio de los mayores, en un salón que no debía de tener más de 100 metros cuadrados, como si los tres protagonistas se hubieran puesto de acuerdo previamente en la escenografía. Parecía un ensayo  y sin embargo así se habían dispuesto de manera aparentemente espontanea. Ciertamente daban medio.

Clair era del 41 o del 42, Paco Hidalgo del 40 y Rattazi del 43. Clair era enorme, alto y delgado, rubio y con aspecto desenfadado, más que andar, arrastraba las piernas y casi siempre portaba un pullover marrón que le llegaba muy por debajo de la cintura cubriendo gran parte de sus vaqueros. Paquito no medía más de un metro sesenta, era el mayor, y se había granjeado el respeto de sus compañeros, porque era reflexivo y muy amable además de ser muy firme en sus decisiones. Rattazi, el más joven, era también el más temperamental  y parecía el más violento quizás porque su fuerte complexión y su timidez excesiva nos imponían a los más pequeños, la realidad era que siempre fue de trato gentil con nosotros.

Habíamos terminado de comer, era mediodía y todos habíamos abandonado el comedor  excepto ellos tres, que eran del grupo de los más mayores, eran alumnos de “Troisième” , una especie de cuarto de bachiller que en Zoco el Arba  era  el último curso. Era el año 1958, mi primer año de internado, yo tenía doce años y aquellos compañeros de internado eran como mis mayores. Más tarde nos enteraríamos de que su actitud de aquel día, parece que premeditada, era para protestar porque la comida les parecía de muy poca calidad. La directora del internado, la oronda y dictatorial Mme G. les conminaba a salir del comedor, pero ellos cada uno en su estilo, se negaban de manera cada vez más agresiva. La tensión iba in crescendo y   todos los internos esperábamos  expectantes a que alguno de ellos cometiera alguna barbaridad. Estaban o al menos parecían realmente enfadados. Una mezcla de sorpresa, pánico, admiración y una cierta complicidad nos embargaba, mientras Clair lanzaba gritos de desesperación, presa de un aparente ataque de histeria y Rattazi emitía gruñídos como un felino en estado de alerta. Únicamente Paquito mantenía el tipo y conversaba con la directora. Mme G. no las tenía todas consigo, cualquier cosa podía ocurrir. La situación se prolongó algunos minutos e imagino que llegaron a algún tipo de acuerdo, aunque no puedo recordar cuales fueron las consecuencias para los rebeldes, parece que su estrategia por esta vez funcionó.  Fue mi primer encuentro en vivo con una manifestación contra  una situación injusta.

 

·         Escena 4: “Les Carottes”

 

Todavía no han dado las siete de la mañana, lo sé porque la campana no ha sonado aún. A través de los grandes ventanales, puedo oír los zureos de las tórtolas que por la mañana descansan en las copas de los eucaliptos que rodean nuestro internado. Es cualquier día de primavera en el viejo internado de Souk-el-Arba. Soy de los internos más antiguos  y siento una cierto orgullo al decirlo. Para ser un interno viejo han de pasar unos años, tiempo que no todo el mundo resiste. Hay que sumar una serie de experiencias, de castigos y de habilidades, que en este microcosmos son muy útiles. Es en definitiva un sistema carcelario con internos más jóvenes. La alcaidesa o mejor dicho la directora Mme G. es una señora gruesa y poderosa, una francesa viuda o separada que ha sabido bandearse  y  regir su internado con mano dura. Aquí nadie le tose. De  vez en cuando uno de los mayores le monta el número de la rebeldía en el comedor para impresionar a los más jovencitos, pero todo queda al final en agua de borrajas. A mí una tarde, casi al final de curso,  también me tocó rebelarme. Y es que no me apetecía, era incapaz de comerme la ensalada de zanahorias, y muy cuidadosamente la lié en mi servilleta y la metí dentro del tubo metálico que soldado a la mesa nos servía para guardar aquella. No me había dado cuenta, Mme G. estaba plantada con los brazos cruzados detrás de mí:“ Reprends tes carottes et fais moi le plaisir de les manger “ dijo. Yo me negué,  me torteó y me mandó arrodillarme fuera del comedor. No acepté comerme las malditas zanahorias aunque si obedecí su orden de arrodillarme. Pero a nuestra directora, le pareció corto el castigo a mi terquedad y pretendió humillarme de la manera más cruel y vergonzosa. Se equivocaba. Invitó a todas las niñas a desfilar dándome una torta. Las puso en un serio aprieto,  pues la mayoría eran mis amigas. Las ayudé. Antes de que ninguna tuviera tiempo siquiera de  decidirse, me levanté, dije alguna barbaridad y salí corriendo, huí del internado. Extrañamente,  no recuerdo adonde fui, ni nada más, de aquella tarde de rebeldía del año 1961.     

3.- Profesores

Este retrato quedaría incompleto, si no aludiera a aquellos profesores, que por su personalidad unas veces y otras por su  saber comunicar, dejaron en mí una traza, que pasados los años me devuelve a ellos.

 

·         Monsieur Hiel : "De la complejidad de una incógnita llamada simplemente x " 

            Es el momento de recordar... Atrás quedaron ocultos en el bosque del tiempo y la memoria,  momentos,  paisajes,  olores y personas irrepetibles e inolvidables.          Puede que fueran las tres de la tarde,  puede que fuera otoño cuando Monsieur Hiel se dirigió con un caminar firme y decidido hacía el estrado. Como era costumbre en él, llevaba la mano derecha metida en el bolsillo de su gabardina beige mientras sostenía con la otra mano su "cartable"  de color marrón oscuro. De complexión fuerte, de cabello rubio aunque muy escaso, usaba unas gafas de montura metálica y cristales transparentes. Nuestro profesor de matemáticas era en aquella época un hombre que debía de rondar los cuarenta. Monsieur Hiel no tenía labios, su boca podía ser fácilmente dibujada por un simple trazo de lápiz. Sin embargo tenía sonrisa, esa sonrisa única compuesta por el alargamiento de la comisura de unos labios inexistentes y por el brillo irónico de unos ojos diminutos.     Puso el maletín sobre la mesa, se quitó la gabardina. Llevaba una chaqueta de cheviot bajo la que se adivinaba un chaleco verde, una camisa pulcramente blanca y una corbata indefinida,  era un hombre cortado a la medida de su tiempo. Era  el año 1959. Antes de empezar su clase,  nos dirigió una mirada escrutadora aunque amable, era su manera de cerciorarse de que no faltaba nadie. Luego se llevó ambas manos abiertas al mentón como si de repente sintiera la necesidad de concentrarse,  como si nunca antes hubiera hecho ni dicho lo mismo. Entonces pronunció unas palabras parecidas a éstas:

" - Imaginad que alguien nos preguntase el precio de una manzana dándonos como información previa el precio de diez manzanas,  por ejemplo cien pesetas. Para interpretar  los datos conocidos escribiríamos  esta sencilla expresión matemática: 10 x = 100. Dicho de otra manera, habríamos sustituido el precio de una manzana por x, de forma que x sería como un pronombre personal universal que nos facilitaría la escritura. Es lo que en Álgebra llamamos la incógnita, el valor que no conocemos y pretendemos conocer, simplemente eso... ". Con este razonamiento sencillo y a la vez elaborado a lo largo de una ya dilatada experiencia didáctica,  Monsieur Hiel nos introdujo en la misteriosa Álgebra, en una manera nueva de pensar y de relacionar entes y conceptos matemáticos. A partir de aquel día, despejar la x de una ecuación, se convertiría para mí en un reto del  que casi siempre salía airoso. Así recuerdo entre luces y tinieblas la primera lección de Álgebra, pero recuerdo sobre  todo aquella “après-midi” y a Monsieur Hiel. A ese  su saber comunicar y entusiasmar,  que producía en mí efectos mágicos,  como esa mezcla de sentimientos tan difíciles de describir, aunque próximos a la curiosidad y euforia que experimentan los enamorados. Este pequeño apunte quiere ser un homenaje a su magisterio y a su persona.

 


·         Monsieur Barcesat

Si traigo a colación a Monsieur Isaac Barcesat, que fue mi profesor multidisciplinar, tanto de Idioma Español, como de Ciencias Naturales y  de Jardinería, es porque era más próximo y familiar que los restantes profesores, ya que era de Larache (donde nació en 1913), por lo tanto hablaba español y era además compañero de infancia de mi padre. Estaba concluyendo sus estudios de Veterinaria cuando la Guerra Civil le sorprendió en Madrid. Debido a sus simpatías por la República, hubo de  trasladarse a Souk el Arba,que era zona francesa, huyendo de los falangistas, donde se afincó ejerciendo como profesor. Su francés era sui generis, con un marcado  “rulado” de la r que siempre parecían ser dos cuando él la pronunciaba. También recuerdo una de sus frases favoritas: Lo dijo Blas punto redondo. Era un hombre más bien bajito aunque de complexión fuerte (lo que le hacía parecer más alto), con unas gafas de amplias dioptrías y en su  rostro, las marcas de un probable acné juvenil. Era un tipo muy vitalista y trabajador y desempeñaba su labor de profesor con honradez y dedicación, aunque seguramente fuera un veterinario frustrado (su especial entusiasmo explicando Anatomía, así lo revelaba).  Hace poco supe que emigró a Israel en 1968, donde falleció en la ciudad de Beer-Cheva en el año 2002. Me alegra saber que vivió una vida larga y guardo de él un grato recuerdo como profesor y como persona. Fue de hecho un representante genuino de una generación, que se vio doblemente afectada por  algunos de los tumultuosos sucesos del siglo XX, primero por el golpe de estado contra la República y luego por la Independencia de Marruecos y la posterior emigración casi obligada a Israel. Los sionistas nunca imaginaron el inevitable desarraigo que iban a causar en aquellos inmigrantes. 

 

·         Monsieur Goddard:

No recuerdo su nombre de pila ( Yves? Paul?), pero sí su apuesta presencia y su gran carisma. Fue mi profesor de Educación Física durante tres años en Souk el Arba  y posteriormente en Rabat. Monsieur Goddard, además de ser y saberse un seductor a la antigua usanza, era un tipo que desprendía confianza, era fácil sentir cariño y respeto por él. Con él, ocurría lo mismo que con Monsieur Barcesat . Mi profesor de gimnasia había perdido parte de su pierna derecha (desde la rodilla hasta el pie) durante la Segunda Guerra Mundial. Había sido antes, un excelente futbolista. Tenía una prótesis de madera (pata de palo) como los barbudos y terribles piratas de los cuentos y películas. Sin embargo, su gran porte y su distinción, conseguían disfrazar su minusvalía. Fue mi profesor de gimnasia desde mi primer curso en Zoco el Arba hasta el último, siete años después, en Rabat, con algún paréntesis cuando estuve en Tánger. Me trataba como a alguien de la familia. El último año, en el “Lycée Descartes”,  me eligió para la selección absoluta de fútbol del liceo, donde estudiaban más de  dos mil jóvenes. Reconoció públicamente, que el pequeño León, así me llamaba en Zoco el Arba, se había convertido en un extraordinario jugador. Yo tenía por entonces diecinueve años,  y fue aquel año de 1966 en el que más y mejor jugué y disfruté con el fútbol, aunque eso me costaría dejar de lado los estudios y perder el curso. Hasta mis propios compañeros de equipo, reconocían la gran  calidad de mi juego. En más de una ocasión, fui sacado a hombros del terreno de juego. Fue, dicho sin ambages, un año glorioso. Con Monsieur Goddard practiqué varios deportes con balón, como  Volley,  Baloncesto y Balonmano, pero también aprendí  a apreciar el Atletismo. Esa educación en el deporte, me ayudó en mi vida posterior y siempre me ha acompañado y ha sido parte de mi formación integral. 

Escrito en 2009 y publicado en mi libro Entre dos aguas en  2013

 

 

 

martes, 18 de enero de 2022

Recorrido sentimental por las calles de la memoria

 3.

 “ Las calles de la infancia huelen a nostalgia. Nuestra memoria está llena de puertas entreabiertas donde reinan fantasmas y misterios por desvelar.”   León Cohen

 

Recorrido sentimental por las calles de la  memoria

 

Aparqué el coche en la Plaza de España. Me bajé y respiré hondo, como queriendo recuperar los olores perdidos en jardines de la infancia, como queriendo recobrar el aire de tantos años pasados, en un exilio no deseado aunque inevitable,  alejado de mi pueblo. Este era un viaje proyectado muchos años atrás,  y siempre, por una u otra razón,  aplazado. Pero he aquí, que por fin estaba en Larache,  la ciudad donde nací y donde transcurrieron  mi infancia y adolescencia. Había venido solo, porque sólo yo podía realizar este paseo por el tiempo. Lentamente,  como midiendo cada paso, me dispuse a cumplir el objetivo de aquel viaje. Enfilé la calle que empezaba con la sastrería  “ Mi Sastre” ( mi sastre era un hombre alto, calvo y a pesar de ello canoso)  dejando a su flanco izquierdo a la Unión Española, y,  caminando por el flanco derecho,  pasé junto al  Bar Selva,  eché una mirada al interior y pude comprobar cómo los hermanos Selva, el de las gafas y el de la sonrisa puesta,  seguían en la brecha, saludé al Momi, el barman,  a quien encontré muy envejecido. Luego,  me detuve ante el escaparate de la Zapatería Companys,  el padre de mi compañera Margarita se mantenía como solía en la puerta de la tienda,  alto y erguido, con su inhalador colgado del cuello y vestido con corbata y chaleco azul. Por un momento recordé su voz mitad ronca, mitad atiplada y su caminar,  con los pies ligeramente enfrentados y la mano izquierda apoyada sobre el pecho. Pude asimismo comprobar cómo, todavía,  el escaparate exhibía un par de zapatos gorila y unas sandalias de crepé. Seguí subiendo la pequeña cuesta hasta  la esquina,  donde aún lucía con cierto brillo la placa del despacho de abogados, y la casa a la que siempre relacioné con el juez Don Manuel Moreno Garzusta.  Desde esa esquina se podía distinguir mirando hacía la izquierda y al fondo, la imprenta Cremades, el hombre de la acentuada cojera, un trecho más arriba, la farmacia Albarracin, del que nunca supe la identidad, para mí siempre fue su mancebo: un señor regordete con bata blanca, bigote poblado y muy pelado al cepillo, mirando  a la derecha, en la cuesta, podía intuir,  la tienda de Balaguer y en la puerta casi siempre,  alguna de las hijas o Delmas, su yerno,  el cual, por su tez oscura, su pelo azabache y muy lacio,  siempre me pareció  un indio de Bombay. Crucé la carretera y por el camino me topé con  la bodega de Salomón Fereres, miré hacía el interior y pude distinguir la figura de aquel apuesto zorro plateado. Luego, pasé junto a un taller de bicicletas y motocicletas dejando a mi izquierda lo que más tarde sería la Burraquía (mercadillo de telas, ropas y enseres domésticos).  Recordé que en  el callejón que había a mi derecha,  vivió en un tiempo el señor Benchluch , el practicante, al que en alguna ocasión hube de visitar con mi padre para alguna inyección urgente. Aquel hombre bajito y ligeramente encorvado, de voz profunda y de nariz afilada y excesiva, celebraba con parsimonia el pequeño ritual de la desinfección de las agujas y de la preparación de la jeringa, infundiendo en el enfermo  seguridad y temor a un tiempo.  Llegado a la pequeña rotonda, me detuve para contemplar las cuatro calles que allí desembocaban. Por un lado,  la calle del Cine Avenida, donde entre otras, se hallaban la comisaría de policía y la casa de los Torres,  a mi derecha,  la calle que llevaba a la farmacia Coliseo y a la plaza de abastos que diseñó el arquitecto Bustamante. Seguí hacía mi frente, dejando a un lado el  interminable  palacio de la Duquesa. Los pequeños gamberros que éramos entonces, saltábamos las vallas que daban a la calle colindante, la calle donde vivía Rubén el chofer del Lukus, el hombre más grande de Larache y del mundo,  para recorrer los jardines, desafiando al guarda quien, según decían los más experimentados,  disparaba a los niños con una escopeta de sal. En la primera bocacalle,  bajando unos metros se encontraba todavía el taller de plancha de mis “primas tías”  Simy y Allo,  a las que recordé con el cariño que siempre merecieron. Ladeé unos pabellones donde tiempos ha,  vivió mi amigo Carlitos,  hijo de un policía armada, al que tanto le molestaba que yo fuera a por su hijo en horas de siesta. Al final del palacio, otro cruce de caminos, a mi derecha la calle donde vivieron los Pérez. No pude olvidar aquella noche de cena de despedida en casa de mi abuela Luna, recuerdo cómo aquellos jóvenes emigrantes reían y bromeaban para ocultar su nerviosismo y su ansiedad,  a media luz , que era lo que abundaba en aquellos años oscuros. Al día siguiente viajaban a  Venezuela, hacía un destino incierto, era el año 1956, y entre ellos,  recuerdo desde mi pequeñez a  Baldomero, a Pérez y a mi padre. Mi padre volvió al cabo de un año,  pero Pérez se quedó y se perdió para siempre, en cuanto a  Baldomero nunca se supo de él.

Aceleré mi paso y en pocos minutos me planté en la segunda rotonda,  la de los colegios de los  Maristas y de las Monjas , en el primero jugué al fútbol (aquellos regates que hacíamos lanzando el balón contra  las paredes de las clases que limitaban el campo, recuerdo con precisión que Tuito era un maestro en este arte)  en el segundo,  estudió mi prima Flora y en más de una ocasión asistí a los partidos de baloncesto entre alumnas.

 Me detuve de pronto y me percaté por vez primera que aquella imagen fija de la calle hacia mucho tiempo que se había borrado y  supe que estaba haciendo un recorrido sentimental donde todo lo relatado fue y hoy ya nada era. Pero yo no tenía demasiado interés en ver lo evidente, así que decidí seguir mi propio camino. Arriba de la cuesta, hacía mi derecha se erguía el Patronato y un campito de tierra donde empecé a hacer gala de mis regates diabólicos con quince o dieciséis años, estaba por fin empezando a jugar bien, aunque fue en Tánger,  dos años más tarde cuando exploté y di todo lo que había estado aprendiendo durante tantos años Por aquel campito, se podía llegar, si mi memoria era fiel,  hasta la playa del Matadero. Luego, la rotonda de los Viveros, a mi derecha la entrada al parque y al lado, la Hípica,  adonde tantas veces acompañé a mi padre a las tiradas al plato y creo que de pichón, de las que  era asiduo además de buen tirador, a la izquierda, una gran extensión de tierra baldía, que en nuestra infancia atravesábamos para llegar recortando camino a nuestras casas de la Calle Barcelona. En aquellos descampados tenían lugar nuestras guerrillas de moros y cristianos a pedrada limpia,  en ocasiones, nos protegíamos  con escudos de madera algunas veces reales y otras imaginarios, porque eso sí, nos sobraba imaginación. Mi vecino,   Pepe Ortega Padilla,  era nuestro jefe. Más adelante, una suerte de casas adosadas que siempre se me antojaron ser unos pabellones militares y algo más distantes, al final de ninguna parte,  los tres cementerios, los cementerios de las tres culturas, aquellas que hicieron a España y a Andalucía grandes entre las grandes, siglos atrás. Había llegado al final de la primera etapa de mi viaje sentimental e imaginado por los caminos del recuerdo. Me prometí volver,  para recorrer otros lugares.    

 

 

 

Carta de un ciudadano corriente

  "Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta puesta al hombro, al amanecer, cuando los gallo...