Blog de León Cohen Mesonero

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miércoles, 30 de diciembre de 2020

ROSA TEÑIDO DE GRIS O VICEVERSA

 

 Rosa teñido de gris o viceversa

             Mi abuela Luna

 

Todavía no he cumplido cinco años, mientras me lleva a la escuela, ¡ qué miedo !, será mi primer día, la abuela, mi abuela Luna debe de sentirse orgullosa de ser la garante y guardiana de la educación de su segundo nieto, el primer varón por otra parte. El Colegio Francés se halla a medio kilómetro escaso de su casa. Hay que recorrer o más bien remontar casi toda la Avenida de las Palmeras ya que existe una ligera pendiente desde la Calle Italia hasta el colegio. Pasamos por Correos, bordeamos el Jardín de las Hespérides (en la acera de enfrente está la escuela de la Alianza Israelita cuyo director es el gordito y patizambo Elías Fereres insigne componente del equipo de fútbol “Los Macabeos” que dio mucho que hablar en la década de los años treinta) y llegamos al cementerio de Lalla Menana,  luego unas cuantas casas,  que mi memoria traicionera recuerda como pequeños chalets adosados de una sola planta. Entre éstos  se encuentran la que es o será la casa del doctor Dalebrook  así como la casa del insigne maestro de la Alianza  Monsieur Medina. Finalmente llegamos a la altura de la casa del Raisuni,  tenemos que cruzar la carretera pues justo enfrente se halla  el que será durante siete años mi colegio.

Mi abuela me lleva bien agarrado. Viste falda azul oscuro por debajo de la rodilla, blusa de lunares blancos con el mismo fondo azul y una mejerma o pañuelo también azul que le cubre su larga cabellera.  Desde mi pequeñez frente a su enormidad  ( por algo la apodan Luna la Larga )  yo me siento seguro a su lado a pesar de la inquietud y la ansiedad que me embargan...

Ella, que ha tenido siete hijos, cuatro mujeres y tres hombres,  que tenía apenas quince años cuando su padre la comprometió con un hombre de más de cuarenta  venido de las montañas del Rif. Fue un trato, de los que se hacían a finales del siglo XIX. El compromisario era camalo ( cargador de sacos y bultos),  poseía un burro, algún dinero, cierta edad y era fiel observador de la tradición, pero sobre todo era un “Cohenim”, más que suficiente para desposar a aquella adolescente, que escondida tras una cortina  contemplaba con pudor y con exagerado rubor, cómo su padre la donaba a aquel desconocido tan mayor para ella. Ella que, que nunca ha conocido la voluptuosidad del amor joven y que vio marchitarse su belleza criando a unos hijos que nunca le agradecerían su sacrificio.  Hoy sin embargo,  debe de sentirse satisfecha de ser abuela de un pequeño individuo al que dirige con paso firme hacía un futuro probablemente mejor que su pasado. 

Es Octubre del año 1951, en Larache, la segunda ciudad más importante del Protectorado Español después de Tetuán y  el mundo no es de colores. Sin embargo mi abuela está y me protege, siempre lo hará. Mi rey o ferasmal ( salido del mal en castellano antiguo),  me vaya capara por ti  ( daría mi vida por ti , más o menos ),  son algunas de las expresiones de cariño con que siempre nos obsequió a mis hermanos y a mí. No ha quedado en mi memoria, ningún reproche, ningún mal trato de su parte,  ni siquiera un cachete.

Me recuerdo sentado en lo que ella llamaba su “alda” ( su falda ? ),  que en judeoespañol parecía querer indicar el hueco entre sus piernas  cuando protegida por una larga falda,  se sentaba con aquellas cruzadas sobre el suelo. Mientras me sostenía en su alda, me cantaba en francés el “ petit navire “ ... Il etait un petit navire, qui n´avait jamais, jamais  navigué....” .   Ella sabía leer, escribir y hablaba francés.  Había ido a la escuela a pesar de ser mujer, de  haber nacido en Larache y en 1893.  Contaban en mi casa que su madre era gente de dinero. A veces el destino nos condena desde el primer día,  haciéndonos  nacer en fecha  y  lugar inadecuados.        

Recuerdo cómo me gustaba acompañarla mientras guisaba, ya fuera el potaje de habichuelas con acelgas o la Dafina ( la comida que los judíos sefarditas cocinaban todos los  viernes y mantenían a fuego lento hasta el sábado a mediodía ). También me sentía importante ensartándole el hilo en el diminuto- casi inexistente-  orificio de la aguja de coser. Pero sobre todo destacaría aquella paciente espera a que mi abuela terminara de amasar los panes en forma de tortas  para que yo los llevara al horno, haciendo de “terrah” ( el niño que llevaba o traía los panes del horno sobre  una tabla descansando  en su cabeza ).

Es el año 1951 como dije y mi  abuela Luna vive de alquiler en la Calle Grisa o Guerisa, aunque el balcón de su casa del que daré buena cuenta en lo que sigue, da a la Calle Italia, quizás en aquellos años la calle más importante de la ciudad. Dicha calle empieza o termina en su margen izquierda por la Comandancia Militar, pasa por Telégrafos que pertenece a la compañía Torres Quevedo, está jalonada por  multitud de pequeños comercios , la mayoría regentados por judíos, como la casa de cambio del señor Amar (Jacobi, le dijo un día a mi padre, nunca demuestres  cariño a un hijo porque si así lo hicieres  te cogerá el pan de debajo del brazo), el almacén de mercancías de Sidi Kassem, el  zapatero remendón  Rbi David, la joyería del señor Uahnono, la tienda de “varios” del señor Berros, la del señor Emquíes y  finalmente la zapatería de Rbi Gabay que hace esquina con el    Zoco Chico justo a la entrada de la Calle Real . Esta última zona es uno de los centros neurálgicos más bulliciosos de la ciudad. Hay un continuo deambular de personas, carros y burros cargados de mercancías diversas que entran o salen del zoco o de la Calle Real. Lo mismo bajan casi corriendo hacía la Calle Real, camalos como Jai Daued con  su larga y poblada barba, llevando sobre el  hombro un pesado saco de harina,  que suben desde el puerto pesquero dos pescadores- probablemente barbateños- a toda prisa con una caja de sardinas, posiblemente  camino de los bares Central y Selva.

 

El balcón de mi abuela se halla en la margen derecha de la calle, frente a las tiendas de “varios” de los señores Emquíes y Berros. Está en  una primera planta y debe medir unos seis o siete metros. Es por lo tanto una buena atalaya para observar el ir y venir de gentes y cosas.

Desde ese balcón como desde cualquier otro que se precie, he podido presenciar unas veces solo y otras acompañado de mis tías,  muchas escenas  dignas de  ser relatadas.

En el balcón de enfrente vive un personaje que siempre anda o más bien se sienta en pijama de rayas acompañado de  dos de sus hijas que deben rondar la treintena . De este trío, él sobresale por su voluminosidad y por su apariencia. Es orondo, grande y con la cabeza totalmente rasurada, de forma que mi tía Raquel que para poner  apodos  se las pinta,  le ha bautizado como era de esperar como Mussolini. Y es verdad, que sentado  en una silla y apoyado sobre la baranda del balcón se asemeja al difunto dictador italiano. En ocasiones mis tías y yo nos distraemos mirando  por las rendijas de las persianas los movimientos y las gesticulaciones de  Mussolini.  Sin embargo,  la escena que más curiosidad despierta en mí, es contemplar al señor Berros cerrar su tienda al atardecer. Hay que decir antes que el tal señor es un hombre enjuto y alto,  vestido con un traje oscuro envejecido y ataviado con un sombreo negro que más que a un comerciante recuerda a  un sepulturero. El ritual es siempre el mismo : el señor Berros echa la cerradura  a la  puerta de su comercio,  echa uno o dos candados y se va. No han pasado ni diez segundos cuando vuelve y comprueba con parsimonia una por una las cerraduras, la escena se repite por lo menos de tres a cinco veces dependiendo del día, hasta que finalmente nuestro ínclito personaje desaparece en la oscuridad.  Pero desde el balcón de mi abuela también se divisa la casa de un rudo y grandullón comerciante árabe que vive en una planta  baja y que todas las noches se sienta en el suelo con las piernas entrecruzadas para proceder a realizar el balance contable del día que no es sino el recuento una a una de las monedas y uno a uno de los billetes. La manera en que tiene lugar esta pequeña ceremonia añadida al aspecto del personaje barbudo, siempre vestido con “zaraueles”, calzando unas babuchas amarillas y con un pañuelo blanco liado en la cabeza,  nos hace pensar a mis tías y a mí que este hombre es una avaro que antes de acostarse disfruta con la contemplación de sus ganancias. A pesar de que la mayoría de los comerciantes de la calle son judíos, resulta cuando menos sorprendente que el avaro, al menos aparentemente,  sea un árabe.

Llegados a la puerta de la clase,  en la segunda planta , mi abuela me “entrega” a Mlle Beniluz,  la maestra de primaria del Colegio Francés, que había sido su compañera de escuela y creo recordar que era prima suya. Mientras las dos mujeres conversan en la puerta de la clase, yo contemplo desamparado cómo lo hacen,  y rompo a llorar cuando mi abuela  se despide de mí por la puerta entreabierta.  Mi desde entonces inseparable amigo Mustafa Tahar al que acabo de conocer,  me acompaña en los llantos. Nuestra amistad se mantuvo hasta la adolescencia.

El niño que siempre va conmigo, nunca olvida a su abuela Luna, aquella señora mayor que siempre tenía un sitio en su alda para cobijarle y una palabra dulce para gratificarle. Las anécdotas de la vida diaria se han ido disipando de mi mente con el paso de los años,  sin embargo,  los sentimientos y las sensaciones de aquella época de mi vida junto a ella permanecen indelebles y la nostalgia de su recuerdo predomina. Nadie es indiferente al cariño de una abuela. Ese cariño desinteresado que ni exige ni establece  reglas de juego u  obligaciones, quizá porque es la última forma de amar del ser humano. 

          De mi libro La Memoria Blanqueada  Hebraica de ediciones 2006

                                                                                   

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